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Las escaleras que subían al tejado arrancaban de una puerta disimulada detrás de la cabina de guardia. Era un hueco estrecho y bastante oscuro, ya que sólo se filtraba la luz del lucernario superior, cubierto por bastante suciedad. Con muchísima cautela subimos aquellas escaleras, con Viktor abriendo la marcha cuchillo en mano.

Tuvimos que empujar entre los dos para abrir la hoja de cristal blindado y acero que remataba el hueco de las escaleras. Cuando salimos al tejado, nos quedamos estupefactos. Hasta donde alcanzaba la vista, rodeando el museo, una muchedumbre de docenas de miles de No Muertos se apiñaba a nuestro alrededor. Di un paso atrás, mareado.

—Dios mío… —mascullé—. ¡Son… muchísimos!

Un coro de gemidos se alzó desde la muchedumbre cuando nos vieron movernos hacia el helicóptero. Aunque sabíamos que no podían llegar hasta allí arriba, aquel sonido nos hacía chirriar los dientes.

Nos apresuramos a comprobar el estado del aparato. El helicóptero, pintado enteramente de blanco, no llevaba ningún dibujo ni emblema, aparte de la matrícula en la cola. Aquello no nos decía nada sobre quién era su propietario, dónde diablos estaba y el motivo que le había llevado a aterrizar allí, ni en qué momento, pero tampoco teníamos tiempo ni ganas de ponernos a investigar. Al fin y al cabo, si estaba muerto, no lo necesitaba, y si estaba vivo, pues bueno… Que no se hubiera dejado las llaves en el contacto.

—Tiene electricidad en la batería. —Viktor revisaba afanosamente los controles—. Y le quedan todavía unos cien litros de combustible, un poco más de un cuarto de depósito. Su último piloto era un tipo cuidadoso, sin duda. Cruza los dedos, amigo. Si el motor funciona, nos iremos de aquí en menos de cinco minutos.

Con lentitud, las aspas del helicóptero cobraron vida, girando despacio sobre nuestras cabezas mientras la turbina comenzaba a aullar. La cabina tenía un aspecto muy frágil comparado con las del Sokol o el SuperPuma, pero Viktor parecía estar bastante satisfecho con el aparato. Empujando la palanca de gases, las palas ganaron velocidad y de repente noté cómo nos elevábamos en el aire.

—¡Lo has conseguido, Prit! —grité alborozado—. ¡Lo has conseguido! ¡Estamos volando de nuevo! ¿Dónde está ahora tu fatalismo, joder?

—Muy lejos de aquí, espero —fue la sencilla respuesta del ucraniano, acompañada de una brillante sonrisa bajo sus bigotes—. Lejos de aquí. Ahora, vayámonos de una condenada vez, si no te importa.

Con un suave giro de muñeca, el helicóptero se elevó en el aire y por fin nos alejamos, camino del aeródromo de Cuatro Vientos.

Dejamos la ciudad condenada y en ruinas a nuestras espaldas, mientras nos volvíamos un punto cada vez más pequeño en la distancia, hasta por fin, desaparecer.

Y entonces, de nuevo, llegó el silencio.