Madrid
—¿De qué coño va esto? —gruñó el sargento, demasiado sorprendido como para poder moverse—. ¡Dejaos de tonterías, que no estamos para bromas, joder!
—Esto no es broma, pelotudo —replicó lentamente Marcelo, casi masticando las palabras—. Nosotros nos vamos, ustedes se quedan. Es sencillo.
—¿Estáis mal de la cabeza o qué? —gritó Broto, sin poder contenerse—. ¡Los No Muertos están a punto de llegar! ¡Tenemos que salir de aquí cagando hostias!
—Por supuesto que nos vamos, pero no a Tenerife —contestó Pauli, sin apartar sus ojos de nosotros—. Estos medicamentos son propiedad del gobierno español legítimo y nos marchamos a Gran Canaria con ellos. ¿Queda claro?
Tank había estado en silencio hasta ese momento, demasiado anonadado para poder hablar, pero aquello fue demasiado para él. Rojo de furia, se acercó hasta los dos soldados encaramados en el vehículo, haciendo caso omiso a las armas que le apuntaban.
—¡Jodidos froilos! ¡Escoria froila! —escupió—. ¡Chusma barata! ¡No tenéis ni honor ni dignidad! ¡Sois unos miserables traidores!
—¡Vosotros sois los traidores! —replicó indignada Pauli, también a gritos—. ¡Os creísteis con derecho a pasar de la legalidad vigente! ¡Traicionasteis al legítimo gobierno democrático para instaurar esa patraña de República que hay en Tenerife!
—¿Gobierno democrático, dices? —Tank estaba rojo de ira—. ¡El maldito gobierno froilo no tiene ninguna legitimidad! ¡Es una panda de militares escondidos detrás del nombre de un niño, al que utilizan para sus intereses bajo la apariencia de una monarquía democrática!
—¡Ese niño es el rey de España! ¡El representante del gobierno legítimo! ¡Sólo a un traidor o a un comunista se le puede ocurrir tratar de instaurar una República a espaldas del pueblo! —contestó Pauli, casi con la voz rota.
—¡Nadie ha actuado a espaldas del pueblo, pedazo de imbécil! ¡El gobierno de la República es democrático!
—¿Democrático? ¡Ja! ¡Y una mierda! ¿Cuándo se han celebrado elecciones? ¿O un referéndum para aprobar la República?
—¿Y vosotros, habéis celebrado en vuestra maldita monarquía algún tipo de elección, eh? Nein! ¡No tenéis un carajo de esa legitimidad de la que tanto presumís!
De repente, la ametralladora de Marcelo disparó una ruidosa ráfaga por encima de nuestras cabezas. Aterrado, me lancé al suelo, sintiendo cómo las zumbantes moscas de plomo pasaban a pocos centímetros de nosotros. Cuando me atreví a levantar la mirada, el argentino nos observaba desde el Centauro con los ojos brillantes de furia. Tan sólo Tank y el sargento habían permanecido de pie bajo las balas, impávidos, mientras que Viktor, Broto y yo habíamos considerado más prudente el cuerpo a tierra.
—Lo siento mucho, pero no tenemos tiempo para largar prenda. Los No Muertos se acercan y el tiempo se acaba. Señores, nos vamos —dijo Marcelo, mientras le hacía un gesto a Pauli, que todavía temblaba de furia, para que entrase dentro del blindado. Al hacerlo, apartó la vista de nuestro grupo apenas unas milésimas de segundo, pero eso fue suficiente para Tank.
El alemán sacó una pequeña pistola oculta en la caña de su bota derecha y disparó contra el soldado cojo que en ese momento se encaramaba al blindado. El soldado salió impulsado hacia atrás, al tiempo que una enorme mancha roja florecía sobre su pecho, hasta acabar estrellándose en el suelo. Sin pausa, con el ritmo acompasado de un pistolero profesional, Tank se giró hacia Marcelo y abrió fuego dos veces. La primera bala alcanzó al argentino en un brazo y le arrancó un alarido de dolor, mientras la segunda le pasaba a pocos centímetros de la cabeza. El porteño reaccionó con suma rapidez y se encogió detrás de la plancha blindada que protegía el puesto de tirador de la torreta. Tank, sin dejar de disparar, y moviéndose con fluidez, hizo un esfuerzo para encaramarse al vehículo acorazado mientras sus balas se estrellaban inofensivamente contra el blindaje.
En ese instante, Pauli, con una máscara de odio reconcentrado en su rostro, asomó por una escotilla del vehículo como un muñeco de resorte y levantando su arma vació cuatro balas casi a quemarropa sobre el pecho del comandante alemán.
Por un segundo Tank boqueó como un pez fuera del agua, mientras su mirada se agarraba a la de Pauli, a pocos centímetros de su cara. Finalmente, con una expresión de incredulidad dibujada en sus ojos el alemán cayó al suelo, incapaz de creer que Kurt Tank, el gran superviviente, había sido abatido (y además por uno de sus propios soldados).
Otros disparos sonaron a nuestra izquierda. Marcelo, con su brazo diestro ensangrentado, había abierto fuego contra el viejo sargento, que intentaba alcanzar la escotilla del acorazado con las manos desnudas. El sargento, atrapado por el fuego del argentino, se sacudió como un pelele cuando fue alcanzado por las balas y finalmente se derrumbó inmóvil en el polvo, al lado del cuerpo del alemán.
Por un microsegundo, se hizo un silencio tan insoportablemente denso que pensé que me iba a ahogar. Con horror, vi que Marcelo giraba la MG 3 hacia nosotros, con la muerte bailando en sus ojos.
«Estamos muertos —me dio tiempo a pensar—. Se acabó.»
—¡Alto el fuego! —gritó Pauli—. ¡No dispares, Marcelo! ¡Joder, espera, no dispares!
El argentino nos contemplaba sin variar su expresión. Nosotros, desarmados e indefensos en el suelo, no nos atrevíamos a mover ni un músculo. A aquella distancia una ráfaga de la MG 3 nos partiría en dos antes de poder hacer ni siquiera el menor movimiento. Finalmente Marcelo exhaló aire y apartó su dedo del gatillo. Creí que en aquel momento me moría de alivio.
—¡Escuchadme bien! ¡Sois civiles, y no deberíais veros metidos en medio de todo esto! —dijo Pauli, mientras nos observaba muy erguida desde la escotilla—. ¡Pero vivimos en tiempos difíciles que exigen sacrificios enormes a todos y cada uno de nosotros en la lucha por la libertad y el futuro de la humanidad, y eso os incluye a vosotros también!
«¡Nos está soltando un jodido discurso!», pensé, alucinado. La expresión de Viktor era inescrutable, pero me habría jugado lo que fuese a que él estaba pensando lo mismo. Afortunadamente, los dos fuimos lo bastante juiciosos como para no decir nada.
—¡Ha llegado el momento de que decidáis! —continuó Pauli—. ¡O República ilegítima o gobierno legítimo! ¡O con nosotros o contra nosotros! El Airbus que espera en Cuatro Vientos ya debe de estar en manos de hombres leales ahora mismo. Si estáis con el legítimo presidente del gobierno de España y con don Froilán, hay un hueco en este vehículo para vosotros. De lo contrario… ¡tendréis que buscaros la vida!
No me lo podía creer. Aquello era tan absurdo que pensé que tenía que ser un mal sueño. Era consciente de las tensiones políticas en las islas, por supuesto, pero ni en mis delirios más descabellados me imaginé atrapado en medio de una guerra civil sin ni siquiera tener claro qué bando era el bueno y cuál el malo.
Si es que había bando bueno y bando malo, por supuesto.
—Mi mujer está en Tenerife —dije mientras me levantaba, ya que estaba claro que Pauli esperaba una respuesta—. Y una amiga, sor Cecilia, también está allí, gravemente enferma. Parte de esas medicinas —señalé hacia las mochilas— pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte para ella. No puedo abandonarlas, así como así. Tengo que volver junto a ellas. Yo no voy a Gran Canaria.
—¿Y tú, Pretyinko, qué dices? —se giró hacia Viktor—. Ese gobierno terrorista republicano intentaba meterte en la cárcel. ¿No es cierto? Es tu oportunidad de librarte de ellos y poder servir a los legítimos representantes del pueblo.
—Es Pritchenko, señora —replicó el ucraniano, con porte regio—. Y sí, no niego que lo que usted dice sea cierto. Pero ambas islas están llenas de espías, y si en Tenerife se enterasen de que colaboramos con ustedes, se lo harían pagar a nuestras compañeras, y lo que es peor, dirían que hemos huido como cobardes. Viktor Pritchenko no ha huido jamás, y no lo va a hacer justo ahora.
«El código de honor del campesino eslavo una vez más», pensé con sorna, mirando al suelo para disimular una sonrisa de orgullo.
—Además —añadió Viktor pasándome un brazo por encima del hombro y mirando fijamente a Pauli con sus terroríficos ojos azules—. Uno nunca deja a sus amigos atrás. Si él se queda, yo me quedo. Vamos juntos. Ha sido así hasta ahora y así será. Camaradas, él y yo. Es así de sencillo. Panjemajo?
Pauli nos observó durante unos instantes, con una mirada indescifrable en el rostro, a caballo entre el desprecio y el asombro. Finalmente, nos desechó de sus pensamientos con un rápido parpadeo y se giró hacia Broto, de pie a nuestro lado con el pelo cubierto de tierra y polvo.
—¿Y usted, Broto, qué quiere hacer? ¿Viene o se queda?
David se volvió hacia nosotros y nos miró fijamente durante unos segundos, mientras su mente tomaba una decisión. Al cabo de un momento, tragó saliva, carraspeó ruidosamente y se agachó para recoger la pistola de Tank, que estaba caída en el suelo, a sus pies.
—Sois unos tíos de puta madre, no quiero que me entendáis mal —dijo, dirigiéndose a nosotros—. Vosotros dos os habéis portado genial conmigo, pero en Tenerife sólo me espera una celda, y en Gran Canaria no tengo nada que perder y sí mucho que ganar. Yo me voy con ellos. Lo siento, chicos.
—Está bien, chaval —dijo Viktor, muy serio, pero con un tono de decepción en la voz—. Sin rencores.
—¡Basta de aleluyas! —tronó Marcelo—. ¡Nos marchamos! Ustedes dos, alcáncennos esas mochilas que tienen a sus pies. ¡Ligero, vamos!
Obedientemente, le pasamos las mochilas a Broto, que a su vez las iba introduciendo por la escotilla, mientras Marcelo, sin dejar de apuntarnos con la MG 3, no nos quitaba el ojo de encima.
—¡Espera un momento, Marcelo! —dijo Pauli, como si cayese repentinamente en algo. De un salto, bajó del Centauro, y con una rápida carrera se acercó hasta el otro blindado, abandonado a tan sólo unos metros. A continuación, abrió la tapa del motor, se inclinó dentro del mismo y tras un breve gesto de vacilación, sacó su cuchillo y arrancó de cuajo un manojo de cables, que metió en su bolsillo—. No es por nada, pero no nos interesa que nos sigan, al menos por un buen rato —fue todo lo que dijo, a modo de explicación.
—Esto es un asesinato a sangre fría —articulé a duras penas. Sin aquel vehículo estábamos muertos, y ella lo sabía tan bien como nosotros.
—No es cierto —replicó, con gesto de hastío, mientras se deslizaba de nuevo dentro de su Centauro—. Estoy segura de que en alguna parte de todo este estercolero tiene que haber un juego de cables de repuesto para esa batería, o algo que se le parezca. Pero cuando lo reparéis, si es que lo conseguís, nosotros ya estaremos volando rumbo a Gran Canaria.
—¡No tenemos armas! —intervino Prit.
—Ese no es mi problema. Habéis escogido bando, y no es el nuestro —recitó Pauli con cierto soniquete—. Pero de todas formas, que no se diga.
Diciendo esto, cogió el cuchillo de combate de Viktor y lo lanzó a los pies del ucraniano. Acto seguido, cerró la escotilla del puesto del conductor y arrancó el pesado vehículo blindado entre una nube de humo negro. Impotentes, vimos cómo se alejaba hasta desaparecer por la esquina de la plaza. El sonido de su motor, sin embargo, no dejó de oírse hasta mucho después, en medio del silencio sepulcral de Madrid.