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Madrid

Las plantas inferiores del edificio eran un caos, comparadas con la serenidad sepulcral de la planta bunker por donde habíamos entrado. Aquella parte no había sido transformada de forma apresurada en un centro de mando, como otras plantas, sino que aún presentaba la estructura y aspecto original del hospital. Viktor y yo caminábamos en silencio, hombro con hombro, mientras en nuestras cabezas se agolpaban los recuerdos del día en que nos colamos, exhaustos y casi agonizantes, en el hospital Meixoeiro. Era como volver a la escena del crimen.

Nuestro pequeño grupo se abrió camino rápidamente. Tan sólo nos deteníamos en algún punto para que Tank pudiera echar un vistazo apresurado a su plano del edificio y a continuación seguíamos adelante a toda velocidad. De vez en cuando nos cruzábamos con algún No Muerto, pero los soldados de la parte delantera los iban abatiendo con una eficacia letal. Viktor y yo contemplábamos el espectáculo desde el centro del grupo, sin tener que llegar a utilizar nuestras armas ni en una sola ocasión.

Finalmente, tras cruzar el último pasillo llegamos a la puerta del almacén médico. Sabiendo lo valiosos y escasos que eran los medicamentos, me había figurado que sería una pesada puerta blindada, pero lo cierto es que se trataba de una simple puerta doble de madera con un cerrojo sencillo que parecía poder caer de una simple ojeada. El soldado que iba en cabeza le arreó una patada sin contemplaciones y la puerta se abrió de par en par.

El interior era una amplia sala, con hileras de estanterías ordenadas donde se acumulaban miles de cajas de medicamentos.

—¡Esto es enorme! —protesté—. Aquí debe de haber toneladas de medicamentos… ¡No podemos llevarnos todo esto!

—No queremos llevarnos todo —replicó Pauli mientras pasaba velozmente a mi lado—. Tan sólo necesitamos los que figuran en la lista del comandante.

—Y los reactivos —añadió Marcelo, mientras revisaba a toda velocidad una estantería y me lanzaba un bote de plástico que pillé al vuelo—. Eso es lo más importante.

—¿Reactivos? ¿Para qué? —pregunté confundido, mientras llenaba a toda prisa mi mochila con las cajas y botes que Marcelo me iba pasando a toda velocidad.

—Son elementos imprescindibles para poder fabricar nuestros propios medicamentos en Tenerife —me explicó—. Cuantos más de estos botes nos llevemos, más tardaremos en volver a la península para conseguir medicamentos.

—Entonces creo que es una idea estupenda —dijo Prit sacudiendo entusiasmado sus bigotes mientras hundía cajas y más cajas en el fondo de su mochila.

No tardamos más de quince minutos en llenar las mochilas de medicamentos y de principios activos. Por lo que pude ver, en la lista había de todo un poco: antibióticos, opiáceos, estimulantes y un montón de cosas que no podría decir qué eran. Para ganar espacio habíamos sacado los medicamentos de sus cajas, y un montón de cartones vacíos alfombraban el suelo de la farmacia. Sentado como un buda sobre uno de los montones, David Broto iba sacando cajas de un enorme cesto, y tras examinarlas por un momento las desechaba lanzándolas por encima de su hombro. Finalmente dio un grito de alegría, al encontrar lo que estaba buscando.

—¡Estupendo! ¡Ya pensaba que no iba a encontrar de éstas! —Se levantó de un salto y se acercó hasta nosotros, desenroscando la tapa de un bote. Sacó un par de pastillas de un color blanco anodino y se metió una en la boca con un inconfundible gesto de satisfacción. A continuación, me ofreció el frasco.

—¿Quieres? —me dijo—. Creo que nos pueden venir muy bien.

—¿Qué son? —pregunté con desconfianza.

—Metanfetaminas —replicó Broto, guiñándome un ojo—. Sin sueño, sin hambre, sin sed, y con los sentidos más alerta que un indio apache. La bomba, amigo.

No quería ningún tipo de drogas en mi organismo, así que negué con la cabeza, pero Prit se adelantó y sacó un par de pastillas del bote con gesto decidido. Se puso una de ellas en la boca y me alcanzó la otra a mí.

—Tómala —me dijo, con expresión seria—. Y déjate de estupideces. Cualquier ayuda en estos momentos nos viene genial, incluso aunque sea dopándose. No sabemos cómo vamos a pasar las próximas horas.

Comprendí la lógica del ucraniano y me tragué la píldora que me ofrecía. No noté ninguna sensación en el momento, pero supuse que los efectos tardarían un rato en aparecer.

Me levanté, mientras me colocaba la mochila en la espalda. Pesaba bastante más de lo que había pensado y resoplé cuando Prit me pasó la linterna y la Glock que había dejado apoyadas descuidadamente en el suelo.

—Esto pesa una tonelada —protesté—. Voy a estar sudando como un toro dentro de cinco minutos.

—No seas gallina —dijo alegremente Viktor, mientras se echaba al hombro su mochila, tan llena como la mía—. Mi tía Ludmila levantaba todas las semanas cuarenta o cincuenta sacos de patatas de este tamaño en la procesadora del koljós donde trabajaba… Claro que mi tía Ludmila pesaba ciento quince kilos, tenía un ojo de cristal y era fea como una pesadilla… —apostilló pensativamente el ucraniano, que sin ningún tipo de pausa se lanzó a contar una delirante historia sobre su tía Ludmila, un pajar incendiado y una vaca lechera atrapada en un pozo de barro.

Escuchando el parloteo incansable de Viktor sobre su familia, me pregunté si aquello sería un indicio de que la metanfetamina empezaba a hacerle efecto. Recé para que no fuese así, porque de lo contrario me veía estrangulando a mi amigo en menos de diez minutos.

—… Entonces mi primo Sergei, que todavía estaba desnudo, salió por la ventana con un azadón y… —estaba diciendo Viktor, cuando sonaron dos disparos al otro lado de la línea de estanterías. En menos de un segundo, el ucraniano cesó su alegre cháchara. Con un gesto seco amartilló su HK y se deslizó sigilosamente hacia el lugar donde habían sonado las descargas. Yo traté de seguirle, medio sepultado por la mochila, mientras Marcelo se desembarazaba a toda velocidad de la suya para poder manejar el MG 3 con más comodidad.

Llegamos hasta la puerta justo cuando sonó una nueva ráfaga de fusil y oímos gritos de alerta. Tres legionarios trataban de contener a un grupo de No Muertos que había aparecido en la entrada de la farmacia. Aquello significaba que se nos había agotado el tiempo. Nuestra presencia en el edificio ya no era un secreto; toda la estructura retumbaba mientras cientos de criaturas aullaban, golpeaban las paredes o subían torpemente las escaleras hacia nuestra posición. Se estaban concentrando, atraídos por nuestra presencia, y en un instante aquello sería un hervidero de criaturas.

—¡Tenemos que salir de aquí! —oí que gritaba uno de los sargentos.

—¡La única posibilidad es llegar hasta la planta baja! —rugió Tank, tratando de hacerse oír por encima del tableteo de las armas de fuego—. ¡En las fotos del satélite se veían unos cuantos blindados aparcados al otro lado de la explanada de detrás del edificio! ¡Tenemos que llegar a ellos y largarnos a toda velocidad! ¡Vamos, vamos, vamos!

Sus palabras nos dieron alas. Galvanizados, formamos un compacto grupo y comenzamos a andar hacia el hueco de las escaleras. Cada pocos metros, un grupo de No Muertos surgía de repente, salidos de ninguna parte, pero la disciplina de fuego de los soldados que encabezaban la marcha era perfecta, y aunque de manera desesperantemente lenta, íbamos ganando metros. Si nos hubiésemos encontrado en un espacio más amplio no habríamos tenido ninguna posibilidad, pero encerrados dentro del edificio, la propia estrechez de las escaleras era nuestra mayor aliada. Las criaturas tan sólo nos podían atacar por delante o por detrás, y no más de dos o tres a la vez, todo lo cual jugaba a nuestro favor.

Acurrucado en el centro del grupo, me concentraba en no perder el paso ni tropezar con ninguno de los cuerpos sin vida que íbamos dejando como un reguero a nuestro paso.

El tableteo de las armas de fuego rebotando dentro de los estrechos límites del edificio era tan ensordecedor que nos había dejado prácticamente sordos a todos. Cada vez que uno de los soldados que marchaba al frente necesitaba munición se veía obligado a volverse y golpear el hombro del que iba detrás, ya que era imposible oír nada. Broto y yo les alcanzábamos cargadores como posesos, mientras que detrás de nosotros uno de los sargentos y Pauli hacían virguerías tratando de llenar los cargadores vacíos con munición que sacaban de una mochila, sin dejar de caminar. El resplandor anaranjado de los disparos teñía la oscuridad de un color espectral, mientras los haces de las linternas oscilaban locamente de un lado para otro. El aire olía a pólvora, sangre y sudor.

El legionario que iba delante de mí se giró para pedirme un cargador. Justo en ese momento un No Muerto apareció de detrás de una esquina, rodeó su cuello con sus brazos y lo arrastró fuera del grupo. Oí el grito desesperado de aquel muchacho, pero antes de que nadie pudiese hacer nada, la criatura había clavado sus dientes en el brazo del infortunado soldado. Sin disminuir el paso, Tank levantó su pistola y disparó una ráfaga de tiros contra el No Muerto, que cayó desplomado a sus pies. A continuación giró el cañón de su arma contra el soldado herido.

—¡NO! —fue lo único que le dio tiempo a gritar a aquel pobre diablo antes de que Tank le volase la tapa de los sesos.

Me quedé helado. El hecho de saber que aquel hombre estaba condenado desde el momento en que lo habían herido no me había preparado para la brutal reacción de Tank. Era la única alternativa posible y, con toda seguridad, la más humanitaria para el soldado, pero aun así sentí que la sangre se escapaba de mi cara.

Tank se inclinó hacia mí y me dijo algo, pero ensordecido por los disparos no pude entender ni una sola palabra de lo que decía. Un pitido agudo se había instalado a vivir en mis tímpanos, e incluso las detonaciones sonaban amortiguadas, como si hubiese una tonelada de algodón en mis orejas. Alguien me empujó desde atrás, y antes de que me diese cuenta, estaba en la vanguardia del grupo ocupando el sitio del soldado caído.

Tres No Muertos se balanceaban a pocos metros de nosotros. Marcelo, situado a mi derecha, llevaba la MG 3 cruzada a su espalda (era imposible utilizar aquel arma de enorme retroceso sin apoyarla previamente en algo, a no ser que el tirador fuese un auténtico Hércules) y disparaba su pistola con sangre fría contra todo lo que se nos cruzaba en el camino. A mi otro lado, el sargento veterano de la cicatriz en el cuello se inclinó hacia mí y me gritó algo. No me hacía falta oírle para saber qué era lo que me quería decir.

Apretando los dientes, levanté el HK y comencé a disparar.