Tenerife
—¡Maldita sea! ¡No puedo ver a esa perra! —Basilio escrutaba el cristal, tratando de adivinar la figura de su presa. «¿Dónde cojones te has metido?», se preguntó, furioso, mientras su cabeza trabajaba a toda velocidad. Aquella situación no le gustaba nada. El plan, tan cuidadosamente organizado, se estaba yendo al carajo por momentos.
Quizá fuese porque estaban a bastantes metros de profundidad, pero ya hacía unos minutos que no se oían disparos en la planta superior. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que alguien había conseguido finalmente poner orden en el caos y tranquilizar los gatillos fáciles. Sólo era cuestión de tiempo que el cuerpo de guardia del control que habían pasado bajase hasta allí a echar un vistazo y entonces estarían atrapados sin remedio. La luz situada encima de la puerta se puso en verde de golpe, acompañada de un pitido prolongado. Basilio cogió uno de los trajes bacteriológicos colgados a un lado de la esclusa y se lo arrojó a Eric.
—Toma, ponte uno de éstos, y cuando acabes, ayúdame a abrochar el mío —dijo mientras descolgaba otro—. Vamos a entrar a por ella.
—¿Son realmente necesarios estos chismes? —preguntó Eric, con expresión recelosa en la cara—. ¿Qué diablos hay ahí dentro para tener que ponerse esto?
—Vacunas de la gripe y cosas de ese estilo —aventuró Basilio, mientras metía las piernas en su traje—. Aquí es donde fabrican medicamentos y hay todo tipo de mierdas químicas que pueden resultar peligrosas. Ya sabes. Ácidos, y todo eso.
—La zorra ha entrado sin traje —objetó Eric, aún no del todo convencido—. Y no he visto que haya caído desplomada al entrar.
—Haz lo que quieras —replicó Basilio, encogiéndose de hombros—. Pero si luego se te cae la polla a cachos, no digas que no te avisé.
Aquello pareció convencer definitivamente al belga, que con gesto resignado cogió el traje que estaba a sus pies. Sin una palabra más, los dos pistoleros se colocaron los engorrosos trajes de aislamiento. La estrecha visera del casco tan sólo les permitía tener un reducido campo visual, y además amortiguaba aún más el sonido. En el pecho llevaban un bolsillo adosado para colocar las baterías de los intercomunicadores, pero por más que buscaron no pudieron hallar las pilas en ninguna parte.
Por gestos, Basilio le indicó a Eric que entrarían sin ellas. No podían perder más tiempo. Una vez dentro de la esclusa de descontaminación, pulsaron el botón rojo adosado a la pared. En pocos segundos, la fina lluvia de productos desinfectantes los envolvió en una neblina de olor dulzón y pesado. Eric manoseaba nerviosamente la Beretta, mientras Basilio se lamentaba amargamente de no haber llevado más armas consigo.
Cuando la puerta se abrió, ambos pistoleros salieron en direcciones opuestas, cubriéndose mutuamente las espaldas. La estancia estaba aparentemente desierta. Una larga mesa cubierta de matraces y microscopios atravesaba la sala de una punta a otra. En una esquina, el parpadeo de un monitor bañaba con una luz tenue todo el cuarto. De fondo tan sólo se oía el suave zumbido de una centrifugadora en marcha, pero de la chica no había ni rastro.
Con un gesto, Basilio le indicó a Eric que comenzase a registrar la punta más alejada del laboratorio, mientras él avanzaba por la otra.
Sabía que la joven aún estaba allí. Lo sabía.
Pero su viejo instinto, que le había salvado la vida en más de una ocasión, le gritaba hasta enronquecer que algo no estaba bien en aquel laboratorio.