33

Madrid

Las escaleras de caracol temblaban bajo nuestros pies, a medida que íbamos subiendo hacia el tercer piso, en medio de crujidos nada tranquilizadores. Pequeños chorretones de óxido caían de las junturas a medida que los miembros del equipo íbamos subiendo tramo tras tramo. Daba la sensación de que aquella escalera ya era poco utilizada antes incluso del Apocalipsis, posiblemente a causa de su mal estado. Todas las superficies, hasta donde alcanzaba la vista, estaban cubiertas de una espesa capa de ceniza y polvo, que se levantaba a nuestro paso en forma de nubes blancas que nos hacían estornudar y que le daba un aspecto irreal y un tanto siniestro a la atmósfera. Alguien, un par de puestos por detrás, iba silbando entre dientes, nervioso. Era agobiante.

Finalmente llegamos a la tercera planta. Una puerta de emergencia, reforzada por una cadena de gruesos eslabones, nos cortaba el paso en aquel punto. Me dejé caer, sin resuello, sobre uno de los últimos escalones, al igual que la mayoría del grupo. El aire extremadamente seco, el calor generado por la bola de napalm y el polvo que se arremolinaba a nuestro alrededor nos provocaban una sed terrorífica.

Con manos torpes desenrosqué la cantimplora y pegué un par de tragos largos. Resoplando, le pasé la cantimplora a Broto, que había desplomado sus buenos ciento y pico kilos de peso a mi lado, haciendo trepidar toda la estructura. El informático bebió durante un largo rato. Fascinado, era incapaz de apartar mi mirada de su nuez, que subía y bajaba mientras se trasegaba media cantimplora como quien bebe un chupito. Finalmente tomó aire y me tendió de nuevo el recipiente, con un largo eructo y un sentido «gracias».

—¿Cómo vamos a abrir esa puñetera puerta? —me preguntó, tras un rato de agradable silencio.

—No tengo ni idea, pero no me cabe la menor duda de que Tank tendrá algo pensado —respondí, buscando inútilmente un cigarrillo dentro de mi bolsa. Recordé de repente que mi último paquete había quedado apoyado en uno de los asientos del SuperPuma que nos había llevado hasta allí.

—¡Atrás! ¡Todo el mundo atrás! —Uno de los legionarios desenrollaba un cable desde una sustancia plástica que uno de sus compañeros había colocado en torno al marco de la puerta hasta un punto situado un par de escalones más abajo. En aquel momento lo conectaba a una caja metálica del tamaño de un paquete de cigarrillos con un botón en la parte superior.

—¡Mierda! Esto va a hacer mucho ruido. Vámonos de aquí, colega —masculló por lo bajo Prit mientras ayudaba a Broto a levantarse. El catalán había enredado su mochila entre dos barrotes de la escalera y parecía un enorme caracol atascado, tratando inútilmente de liberarse. Con un tirón, lo levantamos entre los dos y abandonamos aquel descansillo.

Nos colocamos detrás del legionario que manejaba el detonador. Tras cerciorarse de que no quedaba nadie en el piso superior, el artificiero levantó el seguro del botón. Abrí un poco la boca, anticipándome a la explosión, tal y como me habían enseñado en el curso acelerado en las islas, para no dañarme los tímpanos.

Justo en ese instante sonaron un par de ráfagas de ametralladora en la parte baja de la escalera, junto con unos gritos excitados. Los No Muertos habían comenzado a subir y los de la parte trasera de la columna les estaban dando de lo lindo. Su posición era ventajosa, pero con tan poca munición como teníamos no podrían mantenerlos a raya mucho tiempo.

Algo por el estilo debió de pensar el artificiero. Con un movimiento de muñeca apretó el detonador. Una explosión sorda, apagada, y una nube de humo de olor químico nos llegaron desde la planta superior. Un trozo de cemento de considerables dimensiones salió disparado por encima de la barandilla, para caer sobre la masa de No Muertos de la plaza, pero eso fue todo, al menos por lo que podíamos ver desde allí.

—¡Hay que subir! —oí rugir a Tank desde el centro de la columna—. Los de delante, ¡moved el culo, cojones!

Prit y yo nos miramos. Como habíamos sido los últimos en bajar éramos los primeros de la fila, junto con el artificiero y el sudoroso informático. El resto se había olido la tostada y nos habían «cedido» amablemente la vanguardia, entretenidos como estábamos levantando a Broto. Menuda faena.

—Estamos jodidos, ¿verdad, colega? —pregunté, desolado, mientras me colocaba inconscientemente la parte superior del neopreno.

—Quién sabe —contestó el ucraniano con una sonrisa tensa en la cara, mientras revisaba por enésima vez el cargador de su HK—. Quién sabe… pero por si acaso, pégate a mi culo, ¿de acuerdo?

Y con paso decidido subió el último tramo de escalera, listo para entrar en el interior del edificio.

Acordándome de todos los muertos de Tank, subí yo también el último tramo de escalera pisándole los talones a Viktor. El descansillo estaba tal y como lo habíamos dejado apenas unos segundos antes, con la salvedad de que la puerta parecía haber sido arrancada de la pared por el puñetazo de un gigante. Donde antes habían estado los goznes tan sólo quedaban dos enormes agujeros de los que se desprendía una fina lluvia de hormigón y ladrillo triturado. La puerta yacía retorcida contra la barandilla donde un momento antes habíamos estado apoyados.

Prit se arrodilló frente al vano de la puerta, con el HK apuntado hacia el interior. Resoplando, me situé a su lado, esperando su siguiente movimiento. Tenía claro que el ucraniano sabría manejar la situación mucho mejor que yo.

—Ahí dentro está más oscuro que el culo de un grillo —resopló por lo bajo.

—Espera —repliqué, volviéndome hacia atrás—. ¡Broto! ¡Broto! ¡Me cago en la leche! ¡Broto! ¡Acércate hasta aquí, joder!

El catalán trotó hasta nuestra posición, dejando caer su fusil en el trayecto. Azorado, se detuvo a recogerlo de nuevo, golpeando entonces con su mochila al artificiero que estaba justo detrás de él. Un torrente de juramentos acompañó al pobre informático hasta nuestra posición.

—Eh, tío —le dije cuando se arrodilló a mi lado, apoyándole una mano en el hombro—. Procura tranquilizarte, ¿vale? —Broto asintió con la cabeza, mientras sus ojos giraban desorbitadamente en todas direcciones. Estaba claro que en aquel preciso instante preferiría estar en cualquier otro lugar del mundo, en vez de en aquella mugrienta escalera.

—¿Tienes una linterna en tu mochila? —pregunté.

—S… s… s… sí —respondió Broto, revolviendo en su macuto. Tras una furiosa búsqueda, sacó triunfalmente una Polar Torch muy similar a la que yo había llevado conmigo hacía una eternidad, el día que me vi en la tesitura de escapar de mi casa, en Pontevedra, o quedarme allí hasta morir de hambre.

Agité la linterna, como de costumbre, y a continuación la encendí, apuntando hacia el interior del edificio. El humo y el polvo levantado por la explosión aún no se habían despejado por completo y miríadas de pequeñas motas bailaban alocadamente en el haz de luz que proyecté hacia el interior, reflejándose en un millón de direcciones.

De repente una sonora explosión sacudió la atmósfera y toda la escalera retembló con violencia, seguida de un crujido desgarrador, como si un gigantesco folio se rasgase en dos pedazos.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté alarmado.

—Creo que han volado un tramo de escalera un poco más abajo —respondió Prit, tras echar un vistazo por encima de la barandilla. Al apoyarse en el tramo de hierro oxidado éste cedió con un gemido, soltando una nubecilla de óxido. El ucraniano retrocedió cuidadosamente, mirando con desconfianza todo el rellano.

—Toda esta mierda de estructura se puede venir abajo en cualquier momento, sin necesidad de más explosivos —afirmó mientras se acercaba a la puerta arrastrando nuestras mochilas—. ¡Salgamos de aquí antes de que sea demasiado tarde!

Viktor estaba en lo cierto. La vieja estructura, que ya amenazaba ruina antes de nuestra llegada, ahora se encontraba en un estado límite. El intenso calor del napalm y las vibraciones producidas por nuestro equipo al subir habían dejado la escalera al borde del colapso, pero la explosión para volar un tramo de escalones e impedir así el acceso de los No Muertos había sido la puntilla. Toda la estructura crujía y temblaba, a punto de derrumbarse, mientras chorros de polvillo de cemento caían por doquier.

—¡Vámonos de aquí! —aulló alguien por detrás, y aquel grito pareció espolear a los legionarios hacia la puerta. Creí reconocer la voz de Marcelo y la de Tank jaleando a sus hombres para que subiesen la escalera, pero no me quedé a comprobarlo.

Los pernos que sujetaban la escalera al edificio empezaban a saltar con un sonido metálico, transformados en peligrosos proyectiles metálicos de doce centímetros de longitud, y la situación empeoraba por momentos. Un tramo situado más arriba se soltó con un enorme estruendo y cayó rebotando a lo largo de varios pisos hasta estamparse contra el suelo, varias decenas de metros más abajo. Oí un aullido de dolor cuando alguien resultó alcanzado por un fragmento de acero, pero no pude distinguir de quién se trataba. La nube de polvo que ya nos envolvía no me permitía distinguir más allá de apenas medio metro.

Agarrando una manga de Broto, me lancé hacia el interior del edificio. Viktor nos seguía, brincando como un perdiguero, y justo detrás de él se apelotonaban dos docenas de aterrorizados legionarios, sobre la superficie tambaleante de la estructura. De repente todo el mundo quería ser el primero en entrar en el edificio.

El interior estaba oscuro como el fondo de un pozo a medianoche, pero maravillosamente fresco comparado con el exterior. Pese a la linterna, apenas podía ver nada a través del polvo. Broto se soltó de mi mano con un grito apagado, como si algo le hubiese alcanzado. Me giré a ciegas, palpando con mis brazos por delante, pero lo único que conseguí fue clavarme una esquina afilada en la ingle. Por un segundo me doblé de dolor, tratando inútilmente de respirar. Una sombra pasó a mi lado, empujándome al suelo, y una pesada bota tropezó con mi pierna. Alrededor todo eran gritos, imprecaciones y jadeos, pero el polvillo en suspensión no permitía ver absolutamente nada. De repente la escalera se desprendió por completo, con un rugido bestial que hizo temblar el edificio. Un segundo más tarde, el sonido de los cientos de toneladas de acero oxidado estrellándose en la plaza llegó a nuestros oídos, junto con el rugido de ira de los No Muertos. Con cierto consuelo, pensé que la estructura seguramente habría aplastado a varios cientos de esos malnacidos bajo su peso. Eso era como un vaso de agua en un océano, pero algo era algo.

Tosiendo, traté de incorporarme, mientras a mi alrededor se multiplicaban los gritos. Oí los rugidos de Tank impartiendo órdenes, y una voz que llamaba a gritos a un sanitario, pero por lo demás aquello era un guirigay de mil demonios.

Poco a poco Tank consiguió recuperar el control de la situación. Aquí y allá se fueron encendiendo diversas linternas y la habitación en la que nos hallábamos se llenó gradualmente de un brillo mortecino. Miré a mi alrededor. La primera imagen que me vino a la mente fue la de los bomberos del World Trade Center el 11-S. Todos y cada uno de nosotros estábamos cubiertos por una gruesa capa de polvo y ceniza y teníamos un aspecto fantasmagórico. La caída de la escalera había provocado que el falso techo de yeso de aquel cuarto se derrumbase sobre nuestras cabezas. Además, y por algún extraño motivo, el suelo estaba cubierto por una capa de fina ceniza de casi un palmo de espesor, y al entrar tan precipitadamente la habíamos aventado en la cerrada atmósfera del cuarto. Por el marco de la puerta apenas podía distinguir el tenue rastro de luz de la tarde que empezaba a caer sobre Madrid, en medio de aquella enrarecida atmósfera.

Tank comenzó a gritar nuestros nombres en voz alta. Cada vez que pronunciaba uno, un breve «sí» o un ahogado «presente» le respondía, entre una tormenta de toses y estornudos. Sin embargo, siete nombres no respondieron a la llamada. Sin duda, aquellos que estaban cerrando la retaguardia en la escalera ahora yacían muertos (o deseando estarlo) en el suelo de la plaza, deshechos entre los restos retorcidos de la estructura.

Prit se arrastró hasta mi lado, con sus enormes bigotes absolutamente blancos y una expresión de ansiedad en el rostro.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Creo que no me he roto nada —respondí, mientras me palpaba todo el cuerpo.

—Estás sangrando —me indicó lacónicamente el ucraniano, mientras me señalaba la frente.

—¡Oh, vamos, no me jodas! —mascullé por lo bajo, tras tocarme la cara y retirarla cubierta de algo color rojo brillante.

No había advertido hasta entonces que unas gotas de sangre caliente me chorreaban desde la cabeza. Algún trozo de yeso me debía de haber alcanzado en medio de la confusión y una pequeña brecha sangraba aparatosamente desde mi cuero cabelludo.

—Yo también estoy bien, gracias —dijo Broto amargamente, en medio de una nube de estornudos—, no hace falta que os preocupéis por mí.

—Lucía me va a matar —dijo Prit, sin hacer caso del informático, mientras me colocaba un apósito de emergencia en la cabeza—. Le prometí que te devolvería intacto, y tú te dedicas a romperte la cabeza nada más bajar del helicóptero. Eres un capullo —remató, dándome un puñetazo amistoso en el hombro.

A continuación se giró hacia Broto.

—¿De verdad estás bien? A ver, deja que te eche un ojo. —Agarró al informático por un brazo y lo acercó hasta él. Tras inspeccionarlo a gusto, le pasó su cantimplora.

—Enjuágate las fosas nasales y bebe un trago, pero uno tan sólo. ¿Me has entendido? —le dijo con tono ominoso—. No creo que encontremos muchas fuentes de agua en el interior de este edificio, así que será mejor que racionemos la que tenemos.

Broto no le prestó mucha atención, porque estaba tan asombrado como yo con lo que veían nuestros ojos en aquel momento. De hecho, no se le escapó la cantimplora de las manos de milagro.

—Prit —musité—, ¿qué coño es todo esto?