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Tenerife

—¡Oh, mierda! —gritó el conductor del camión, mientras pegaba un volantazo hacia el arcén.

Los pasajeros de la caja abierta situada a su espalda cayeron al suelo en una confusión entrelazada de brazos y piernas, mientras maldiciones en varios idiomas cruzaban el aire. Lucía se incorporó maltrecha, mientras miraba a su alrededor, tratando de adivinar qué había sucedido. La enorme nube de vapor blanco que salía del motor del Pegaso, junto con la expresión desolada del camionero, que acababa de saltar al camino, le dijeron rápidamente que aquel camión no seguiría rodando, al menos por aquel día.

—¿Es que está usted loco? —preguntó un hombre mayor, con voz indignada, mientras ayudaba a incorporarse a un niño de no más de seis o siete años—. ¿Cree que somos un montón de grava, o algo así?

—¿A mí qué me cuenta? —replicó el camionero, encogiéndose de hombros, mientras señalaba la nube humeante que salía del motor—. ¡Este trasto ha sido remendado con piezas de tres camiones distintos! ¡Lo milagroso es que aún funcione! ¡Dé gracias a que no nos hayamos salido de la calzada, por lo menos!

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó otra voz.

—Creo que les toca caminar, oiga —replicó con aire digno el camionero, calándose bien la visera en la cabeza—. Por lo que a mí respecta, me quedaré aquí vigilando el camión. No quiero que ningún malnacido me robe la gasolina.

Un coro de gemidos surgió al oírse aquellas palabras. Aunque aún era temprano, el sol ya apretaba con fuerza y todo el mundo comprendió que la caminata que les esperaba no sería placentera.

Con un ágil salto Lucía se apeó del camión y trató de orientarse. Su turno como ayudante de enfermería comenzaba a las dos de la tarde y aún eran las doce y media. Estaba más o menos a unos tres kilómetros del hospital, así que tenía tiempo de sobra para llegar andando. Felicitándose mentalmente por haber sido tan previsora con respecto al tiempo que le podía llevar el viaje, comenzó a caminar por el arcén, al igual que otros muchos pasajeros del camión, que, como ella, echaban ocasionales vistazos por encima del hombro, por si por casualidad pasaba algún otro vehículo capaz de llevarles.

«Me da igual —pensó Lucía para sus adentros—. Hoy es un día precioso y no me importa caminar un poco.»

Numerosos peatones circulaban en un sentido o en otro a lo largo de la carretera. Hasta apenas un par de semanas antes Lucía se podría haber encontrado en los márgenes de la calzada algún que otro puesto de venta de frutas u hortalizas, pero el gobierno de la República había decidido colectivizar la producción agrícola para aumentar la producción. Que aquello fuese o no a dar resultado ya era otra historia, y además, a ella todo aquello no le importaba demasiado. Su mente estaba centrada en problemas más acuciantes, como qué diablos iba a hacer para conseguir más medicamentos para sor Cecilia en el mercado negro.

Aunque Lucía aprovechaba cualquier rato libre en su turno para visitarla, cada vez que llegaba al ala del hospital donde estaba internada la religiosa se sentía destrozada por el rostro exangüe y envuelto en vendas de la monja, que parecía querer fundirse con las sábanas blancas del catre donde reposaba.

La semana anterior había tenido que vender un pequeño par de pendientes de brillantes que habían sido de su madre y que ella había llevado puestos hasta ese momento. Se sintió desgarrada cuando los vendió. Eran el único y último recuerdo que conservaba de su anterior vida. Al desprenderse de ellos y vendérselos a aquel tipo sintió que, de alguna manera, abandonaba los últimos restos de la niña que se había subido a aquel autobús, mil años antes, y que se embarcaba de lleno en su nueva vida.

Por otra parte, pensó amargamente, esos nuevos tiempos obligaban a la gente a madurar de forma mucho más rápida. Antes una cría de diecisiete años era eso, una cría. Ahora, ya no.

A cambio de los pendientes, había obtenido de aquel tipo sudoroso que trabajaba en la Comandancia del Puerto media docena de cupones de racionamiento extra y sobre todo, cuatro cajas de ampollas de morfina, quizá uno de los productos más escasos y caros de la isla, para sor Cecilia.

Ya habían tenido que utilizar dos de ellos, y Lucía se preguntaba preocupada qué pasaría cuando los médicos agotasen la magra reserva de analgésicos de la monja.

El problema no era sólo ése. El médico que atendía a la monja le había dicho que necesitaba urgentemente un medicamento llamado Manitol. Por lo visto, era lo único que podía reducir de alguna manera la presión que el edema cerebral de la monja estaba provocando dentro de su cráneo, y la cuestión era que la Junta Médica opinaba que utilizar alguno de los preciados viales de Manitol en sor Cecilia era una pérdida de tiempo. Sabía que los médicos la habían dejado por un caso imposible, pero ella no perdía la esperanza.

Al cabo de veinte minutos de caminata, el chófer de un atiborrado autobús con un estrafalario depósito de gasógeno adosado en el techo se apiadó y recogió al grupo de Lucía del arcén. Finalmente, poco más tarde de la una la joven se encontró frente a las puertas del hospital.

Los servicios sanitarios estaban totalmente colapsados, ya que no quedaban en toda la isla más allá de trescientos a quinientos médicos, incluyendo en ese generoso cálculo a un grueso número de estudiantes de medicina de la Universidad de La Laguna que habían sido licenciados de forma precipitada.

El vestíbulo era un continuo fluir de pacientes, personal médico y gente que acudía al centro con las dolencias más descabelladas. Estar ingresado garantizaba tres comidas diarias y la posibilidad de librarse por unos días del pesado Servicio de Trabajo Obligatorio, así que en las consultas de admisión todos los días media docena de agotados médicos tenían que llevar a cabo la tediosa tarea de separar a los auténticos enfermos de los simuladores.

Al pasar por la puerta reservada al personal, Lucía saludó con un movimiento de cabeza a los guardias de seguridad armados que vigilaban el arco detector de metales de la entrada. Con un gesto ágil, fruto de la práctica, sacó su pase del bolsillo y se lo prendió de la solapa de su camisa sin aminorar el paso. Los guardias, que ya la conocían, le dirigieron una breve mirada, antes de concentrar de nuevo su atención implacable en el río de gente que trataba de cruzar la puerta de pacientes. En el mercado negro, los medicamentos eran la moneda de mayor valor, junto con las pocas drogas que aún se podían conseguir, y ya había habido varios intentos de asalto a la farmacia del único hospital en funcionamiento de la isla. No había lugar para bromas en aquella sala.

—¡Hola, Lucía! —Quien así saludaba era una pizpireta y pequeña ATS de poco más de metro y medio de estatura que hasta aquel preciso instante estaba tirándole los tejos de forma descarada a uno de los guardias de la puerta, mientras se prendía su tarjeta en un escote más propio de un cóctel que de un hospital.

—¡Hola, Maite! ¿Cómo lo llevas? —replicó Lucía con una media sonrisa mientras se acercaba a su amiga (realmente la consideraba su amiga, pese a que hacía apenas quince días que la conocía; resultaba sorprendente lo fácil que era trabar amistades entre los supervivientes). Daba la sensación de que los que habían salido indemnes del infierno de los No Muertos necesitaban desesperadamente relacionarse con otras personas para sentirse realmente vivos.

—¡Muy bien! —contestó Maite con una sonrisa pícara en el rostro—. Creo que esta noche Fernando me va a llevar a cenar por ahí… ¡Me ha dicho que ha conseguido cupones especiales de alguna parte y puede que hasta haya unas botellas de vino!

—Fernando… ¿Quién diablos es Fernando, Maite? —preguntó extrañada Lucía, pero una breve mirada al guardia de la puerta y el arrobamiento de Maite se lo explicaron todo. Alzó los ojos hacia el techo, mientras meneaba la cabeza. Cada semana era uno distinto y todos prometían ser el amor eterno que Maite buscaba desesperadamente. Por supuesto, la semana siguiente sería otro, pero eso daba igual…

«La vida sigue su curso —pensó Lucía mientras se ponía el uniforme en el vestuario y escuchaba el interminable cotorreo de su amiga—. La gente se enamora y sueña, pese a toda la mierda que hemos tenido que pasar. Incluso viviendo como vivimos, los supervivientes son razonablemente felices. Parece increíble, pero es así. Las ansias de vivir son demasiado fuertes.»

—¿… Cecilia?

—¿Qué dices, Maite? —dijo Lucía, volviendo bruscamente de sus pensamientos.

—Te preguntaba que si había algún cambio en el estado de tu amiga la monja, de esa sor Cecilia —repitió la enfermera.

Lucía meditó un momento, con un gesto amargo sorprendentemente fuera de lugar en su rostro.

—No, no ha habido ningún cambio. Voy a ir a verla un momento, antes de empezar mi turno. —«Ningún jodido cambio —le hubiera gustado añadir—, y lo más probable es que se quede vegetal para lo poco o mucho que le reste de vida, pero no quiero admitirlo, porque aceptarlo significaría comenzar a perderla, y últimamente estoy hasta las narices de perder a la gente a la que quiero, ¿sabes?», pero sin embargo se abstuvo, y en vez de eso esbozó una sonrisa forzada, mientras cogía la mano de Maite entre las suyas y hacía un mohín—. ¿Te importaría acompañarme? Por favor.

—Por supuesto que no —replicó Maite—. Pero primero acerquémonos un momento hasta el control de planta y quizá podamos conseguir algo de esa porquería de sucedáneo de café para beber por el camino, ¿vale? —Y diciendo esto le dio un abrazo cariñoso a Lucía.

A continuación, se dio la vuelta y salió del cuarto de enfermeras sin saber que en menos de media hora estaría muerta.