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Pronto la conversación fue languideciendo. Nosotros estábamos mental y físicamente exhaustos, después de lo vivido en las últimas horas, y nuestros nuevos compañeros no parecían estar particularmente comunicativos. La inquieta Pauli parecía ser un manantial de verborrea inagotable, pero ante el mutismo de Marcelo, que nos miraba con profunda desconfianza, y nuestro pesado silencio, pronto se vio contagiada por el ambiente enrarecido de la cabina.

Al cabo de unos cuantos minutos de vuelo, finalmente comenzamos a sobrevolar tierra firme: la isla de Tenerife, territorio que de creer a los tripulantes del helicóptero, estaba totalmente libre de No Muertos. Ése era un concepto que, después de tanto tiempo y tantas experiencias, me resultaba difícil de asimilar.

Los primeros edificios del extrarradio de Santa Cruz de Tenerife se empezaban a perfilar sobre el terreno. En aquel momento, el sol comenzaba a hundirse lentamente en el horizonte, anticipando las primeras sombras de la noche. La temperatura había bajado notablemente y unas pesadas nubes amarillentas empezaban a formarse en la lejanía. El silencio total en la cabina de aquel momento sólo era roto por el parloteo monótono de la radio, donde se cruzaban media docena de conversaciones. Por lo que alcanzaba a entender por encima del estruendo de las hélices, la mayor parte de ellas eran transmisiones militares, pero también alguna que otra cháchara intrascendente cruzaba las ondas.

De repente, una pegadiza canción que había estado de moda la última vez que había oído la radio, hacía casi un año, comenzó a sonar por los altavoces. Debía de ser del gusto del operador de radio del helicóptero, pues la dejó sonando un buen rato hasta que finalmente cambió el dial a una frecuencia militar de onda corta, para recibir instrucciones de aterrizaje.

—¿Qué te pasa? —me preguntó Lucía, alarmada, cogiéndome del brazo, mientras me miraba con una expresión de ansiedad en el rostro.

—¿A mí? —respondí—. Nada. ¿Por qué?

—No me mientas. —Me cogió la cabeza entre sus manos y me obligó a mirarla—. Estás llorando.

Me pasé un poco turbado la mano por la cara, aún cubierta de polvo de cemento de la torre de control de Lanzarote. Enormes lagrimones caían sin parar de mis ojos, dejándome chorretones en las mejillas.

—No es nada —respondí, con la voz temblorosa—. Es que esa canción…

—Te recuerda a alguien, ¿verdad? —me interrumpió la joven—. A mí también me pasa con muchas cosas… —Su rostro se ensombreció—. Todos hemos perdido a seres queridos.

Le pasé un brazo por encima del hombro y la arrimé un poco más a mi cuerpo. Acaricié su pelo, respirando su particular fragancia, que ya me resultaba inconfundible.

—No es eso —dije—. Simplemente, por primera vez en casi un año escucho música… y ya me había olvidado cómo era.

—Es cierto —nos interrumpió Prit en ese momento—. No me había dado cuenta hasta ahora de ese detalle. Un año sin música… qué curioso —murmuró para sí—. Qué curioso.

«Y además es buena señal», pensé para mi interior. Un lugar en el que se pueden permitir tener una radiofrecuencia que emita música, sea del tipo que sea, es un lugar que no está acosado, un lugar en el que se puede vivir y donde la gente tiene ganas de distraerse. Un buen lugar, en definitiva.

De repente noté movimiento en tierra, justo debajo de nosotros. Alarmado, eché mano instintivamente a la pernera del neopreno, donde usualmente llevaba los virotes del arpón, hasta que caí en la cuenta de que me lo habían quitado al subir a bordo.

Me fijé con más atención, tratando de distinguir la escena mientras la luz se iba apagando lentamente en el horizonte. Era un grupo de no más de quince individuos, que avanzaba lentamente por una carretera serpenteante que ascendía una colina. No pude distinguir apenas nada más porque el helicóptero volaba a toda velocidad, rumbo a su destino. Sin embargo, me había dado tiempo a observar que todos iban armados.

El puerto de Tenerife apareció de golpe ante nosotros, al rodear una última colina. El helicóptero sobrevolaba velozmente las calles de la ciudad, donde docenas, cientos, miles de personas se entrecruzaban en sus quehaceres diarios. Extasiados, nos agolpábamos en las puertas del helicóptero, contemplando aquel espectáculo que se había vuelto tan insólito en el planeta.

—¡Mira, Prit! —aullé jubiloso—. ¡Gente! ¡Gente hasta donde alcanza la vista!

El ucraniano reía a carcajadas, mostrando una feroz sonrisa por debajo de sus inmensos mostachos.

—¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemos conseguido! —repetía, incansable, mientras su mirada saltaba de un lugar a otro, con una expresión de alegría casi infantil en su rostro.

Sor Cecilia reía como una niña, mientras daba gracias alternativamente a Dios y a una retahíla interminable de santos. Lucía por su parte no dejaba de señalar a todos lados, como si quisiera absorber aquella imagen para siempre.

Sin embargo, en pocos minutos dejamos atrás aquella aglomeración urbana que no había podido reconocer. Mis ojos ansiosos se negaban a despegarse de aquella imagen de vitalidad, que lentamente iba quedando atrás. Aquello era injusto.

De nuevo, el helicóptero volaba sobre el mar, rumbo al extremo más alejado de la dársena. Allí, lejos del resto del mundo, fondeado a considerable distancia de los demás buques que abarrotaban el puerto, se balanceaba un feo barco pintado del color gris de la Armada. Tenía un aspecto sumamente estrafalario, con una enorme superestructura en la parte delantera del casco, que acababa bruscamente y dejaba toda la parte de popa despejada, como una pequeña pista de aterrizaje. En conjunto, daba la sensación de que algún ingeniero naval despistado se había olvidado de colocar la mitad del barco en el astillero.

Un enorme L-51 pintado de blanco en un costado del buque identificaba a éste como una unidad de la Armada española. Al pasar por popa pude distinguir el nombre del barco, pintado en el casco. Sonreí, consciente de la amarga ironía de la situación.

Y es que, después de casi un año, de mil y una aventuras y de recorrer miles de kilómetros bailando con la muerte, resulta que volvía a casa.

A Galicia.

Porque el L-51 en el que íbamos a aterrizar en pocos segundos había sido hasta hacía apenas unos meses un moderno buque de asalto anfibio, y desde luego uno de los más extraños ejemplares que habían navegado nunca para la Armada. Aquel buque se llamaba Galicia.