El océano Atlántico lanzaba un millón de destellos plateados bajo el intenso sol del mediodía. El silencio oceánico, habitualmente perturbado por el rumor del viento y los chillidos de algunos alcatraces, era roto en ese momento por el tableteo del helicóptero volando a muy baja altura. El viento, impregnado de olor a sal, se colaba por las puertas laterales abiertas de par en par, revolviéndonos el cabello.
—¿Cómo está la situación en Tenerife? —pregunté a gritos, para poder ser oído dentro de la cabina.
—No puedo comentarle nada de momento, lo siento —me respondió el argentino alto y delgado—. Hasta que la autoridad competente tome una decisión sobre ustedes y su estatus, cuanto menos sepan, mejor —concluyó, lacónico.
—Lo que Marcelo quiere deciros —intervino la chica de acento catalán— es que aún tenéis que pasar la cuarentena y que los servicios de inmigración tienen que dar su visto bueno sobre vosotros. No depende de nosotros, comprendedlo. —Un ligero tono de embarazo impregnó su último comentario.
—¿Servicio de inmigración? —protesté—. ¿De qué va eso? ¡Soy ciudadano español, como ellas dos, y Prit tiene todos sus papeles en regla! No necesitamos ninguna inspección para estar en territorio europeo, que yo sepa…
La chica, de unos treinta años, menudita y delgada, con aire vivaracho e inteligente y una expresión brillante en sus ojos meneó apesadumbrada la cabeza.
—Las cosas no funcionan exactamente igual que antes del Apocalipsis, por si no lo sabes. —Mientras hablaba, contemplé extrañado cómo sacaba un guante de látex de un bolsillo de su traje de vuelo y se lo ponía en una mano—. Las circunstancias son tan complicadas que la mitad de todas las normas, reglas y leyes anteriores se han ido al carajo, pero de todas formas la ley sigue siendo la ley… Canarias en estos días no es el paraíso, pero tampoco es el salvaje oeste, para que me entendáis… —Por un segundo se hizo el silencio en el helicóptero mientras asimilábamos aquella pequeña perla de información—. Además siempre es una alegría ver a seres humanos en medio de toda esta mierda —apuntó con una enorme y sincera sonrisa, mientras me extendía la mano enfundada en látex—. Mi nombre es Paula María, aunque aquí todo el mundo me conoce por Pauli —gorjeó, con voz traviesa—. ¡Bienvenidos de nuevo a la civilización!
—Muchas gracias… Pauli —le respondí, mientras estrechaba su mano prudentemente envuelta en látex. La chica era amistosa, pero desde luego era prudente—. Ésta es Lucía. La hermana sentada en aquella esquina se llama sor Cecilia y el caballero de los bigotes es Viktor Pritchenko, de Ucrania.
—Bueno, pues yo soy Pauli y este tipo tan serio y con cara de pocos amigos que tengo sentado al lado se llama Marcelo. Como creo que habréis adivinado por el acento, es argentino —remató, mientras le daba un amistoso codazo en las costillas al alto porteño que estaba junto a ella, con el fusil en las manos.
Marcelo nos saludó con una seca inclinación de cabeza, mientras nos contemplaba con semblante adusto. Todo lo que tenía de agradable Pauli lo tenía aquel tipo de seco. En realidad, formaban una curiosa pareja.
—¿Cuál es el procedimiento? —preguntó Pritchenko, abriendo la boca por primera vez desde que habíamos subido al aparato.
—No tiene mucha ciencia —resopló el llamado Marcelo, con su marcadísimo acento—. Les dejaremos en la cubierta del buque cuarentena y una vez realizado el examen médico que verifique que ustedes están limpios, los oficiales de la «migra» se harán cargo de todo el papeleo —concluyó—. Rápido y sencillo.
—No es tan frío como lo cuenta Marcelo, pero todas las precauciones son pocas —intervino Pauli—. Supongo que además, en vuestro caso, será la propia Alicia la que se haga cargo de vuestro expediente.
—¿Alicia? —pregunté, algo confuso. Después de tantos meses pasados casi en solitario, aquella profusión de nombres en tan pocos segundos me estaba aturdiendo.
—La comandante Alicia Pons —me aclaró Pauli—. Es la máxima responsable del servicio de acogida, tránsito e inmigración en Tenerife.
—¡Oh! —exclamé—. ¿Y qué es lo que hemos hecho para merecer el honor de que la máxima responsable asuma nuestro caso en persona?
—Muy sencillo —replicó Marcelo, demoledor—. Porque de ser cierta la historia que cuentan, ustedes son los primeros seres vivos que llegan de Europa desde hace más de ocho meses.
Tras aquella frase, un pesado silencio volvió a extenderse en la cabina del helicóptero. De vez en cuando se veía roto por el ocasional zumbido de la radio, mientras sobre el horizonte se empezaba a perfilar la inconfundible silueta del Teide. Llegábamos a Tenerife.
Volvíamos a la civilización.
Fuera aquélla lo que fuese.