8

El interior de la torre estaba fresco y oscuro, comparado con la temperatura asfixiante de la pista. Cuando llegué a las puertas dobles, donde aguardaban sor Cecilia y Lucía, me paré un momento para recuperar algo de aire. Sentía como si mis pulmones fueran a estallar. Tantos meses de vida sedentaria dentro del refugio del Meixoeiro habían pasado factura a mi forma física, y los cuatrocientos o quinientos metros que había hecho a la carrera, embutido en el neopreno, me habían dejado sin aliento. Lúculo, por su parte, no dejaba de pegar saltos a mi alrededor, encantado de haber salido definitivamente de la cesta (supuse que echaba de menos la época en la que viajaba en su asiento del coche, en vez de hacerlo permanentemente encerrado en una celda de madera y paja).

Levanté la vista y observé que Prit avanzaba lentamente por la pista, de espaldas, sin perder de vista ni por un momento al grupo de No Muertos que cada vez estaban más cerca de él. Cada pocos segundos el ucraniano se detenía, apuntaba con sumo cuidado y realizaba un par de disparos, con una efectividad asombrosa. El camino de los No Muertos sobre la pista estaba perlado de cadáveres desmadejados, sobre charcos de sangre que se secaban lentamente al sol, pero el grueso del grupo estaba cada vez más cerca del piloto, que perdía unos preciosos metros de distancia cada vez que se detenía a disparar.

Súbitamente, una expresión preocupada cruzó el rostro de Viktor. Comprendí que se había quedado sin munición cuando, con un gesto de rabia, arrojó su HK contra el grupo de No Muertos y comenzó a correr hacia nosotros a toda la velocidad que le permitían sus arqueadas piernas.

Me giré hacia las chicas, que se afanaban en colocar en su marco una de las dos puertas metálicas de la torre, que habían sido arrancadas de cuajo por una explosión interior.

—¡Vamos! —les dije excitado—, ¡tenemos que colocar esto cuanto antes o estamos jodidos!

—¡Pues deja de hablar, señor letrado, y échanos una mano de una puta vez, joder! —me replicó Lucía cáustica, como siempre que se ponía nerviosa.

Algo azorado, levanté una de las hojas metálicas del suelo, apartando los cascotes y restos de material diverso que la cubrían. Aquella puerta estaba parcialmente alabeada por su parte interna, como si algo hubiese impactado con violencia contra la misma. Mientras me afanaba en encajarla en su sitio, haciendo que coincidiese con su pareja, Lucía y sor Cecilia se desgañitaban tratando de llamar la atención del ucraniano, que corría sobre la pista como si le persiguiese el diablo en persona.

Sudando a mares mientras apuntalaba aquella hoja, maldije por lo bajo. Sus puñeteros gritos se tenían que oír en la otra punta de la isla, y además parecían excitar de algún modo al grupo de la pista, que pese a caminar de manera tambaleante parecían ir incluso más rápido.

Pritchenko alcanzó finalmente la puerta, pasando como un obús de artillería por el hueco que quedaba libre entre las dos hojas hasta estrellarse finalmente con estrépito contra un montón de escombros a nuestras espaldas.

—¿Te has hecho daño, Prit? —le pregunté a gritos, mientras apuntalaba la puerta con un pedazo de viga de hormigón.

—Sólo en mi orgullo —respondió el ucraniano, lacónico como siempre, mientras se sacudía el polvo de los pantalones y cogía mi HK caído en el suelo.

—¿Crees que esto aguantará? —preguntó, escéptico, mientras observaba con aire crítico la barricada que estaba apuntalando.

—Lo dudo mucho —respondí—. Las puertas están reventadas y fuera de sus goznes. —Coloqué la última vigueta contra la puerta—. No creo que aguante el peso de toda esa multitud, pero al menos nos permitirá ganar tiempo.

El ruido del helicóptero ya era un rugido que apenas nos permitía oírnos entre nosotros. El aparato estaba volando en círculos sobre la torre, mientras su tripulación observaba el panorama. Supongo que su piloto debía de estar bastante intrigado ante aquella muchedumbre agolpada contra la torre y el Sokol abandonado a su suerte en la otra punta de la pista. Pero en aquel momento tenía otras cosas de las que preocuparme.

—¡Rápido! ¡A lo alto de la torre! —gritó el ucraniano, mientras yo colocaba otro virote en el arpón.

Los primeros No Muertos ya habían llegado al otro lado de la puerta y comenzaban a golpearla desordenadamente. Un guirigay de gemidos, que ponía los pelos de punta, salía de sus gargantas. El recuerdo de los claustrofóbicos días pasados en un oscuro cuartucho de una tienda abandonada de Vigo me asaltó con violencia. Noté, impotente, que me empezaban a temblar las manos.

Sor Cecilia y Lucía (con Lúculo en sus brazos) ya subían trabajosamente por las escaleras, siguiendo al ucraniano, que con el fusil en ristre abría camino hacia la parte superior. De vez en cuando se veía obligado a empujar por el hueco de las escaleras algún montón de escombros que obstaculizaba su camino. Todos aquellos restos caían con estrépito en la parte baja, justo donde habíamos estado menos de un minuto antes, levantando enormes nubes de polvo que apenas me dejaban vislumbrar la puerta.

Yo esperaba agazapado en el primer tramo de las escaleras, contemplando cómo las puertas se cimbreaban cada vez que la masa rugiente del exterior le propinaba un empujón especialmente fuerte. Cubierto de polvillo de cemento, tosí descontroladamente, consciente de que ya no podía hacer absolutamente nada allí. Aquello no aguantaría mucho tiempo.

Comencé a subir las escaleras a tientas, hasta llegar al tercer tramo, donde me vi obligado a sentarme por un momento, tratando de respirar un poco de aire limpio. Un enorme estrépito, parecido a una explosión, me sobresaltó de repente. Los gemidos de los No Muertos sonaron con potencia redoblada. Supe que las puertas habían caído.

Ya estaban dentro.

Los pasos vacilantes de los No Muertos resonaban en las escaleras metálicas, que conectaban entre sí las entreplantas de cemento. Tragué saliva, expectante, mientras notaba cómo mis manos sudaban alrededor del mango del arpón que sostenía firmemente apoyado en la barandilla.

De repente, asomando por el recodo de la escalera se recortó la silueta del primer No Muerto. Iluminado por una pequeña ventana de ventilación, pude verlo perfectamente durante un par de segundos.

Era un tipo joven, de unos veintitantos años, con el pelo bastante largo y una barba incipiente en la cara. Su ropa, totalmente destrozada, dejaba ver dos enormes agujeros de bala en el pecho. Un enorme desgarrón en la pierna derecha le hacía cojear, pero no le impedía subir las escaleras rápidamente. Toda su cara y su ropa estaban cubiertas de sangre reseca, y en sus ojos muertos brillaba una profunda expresión de odio. El polvillo de cemento se había posado en todo su cuerpo, dándole un aspecto diabólico.

Un rictus horrible se dibujó en su cara cuando me vio. Dio un par de pasos vacilantes hacia mí. Respiré profundamente y apunté el arpón contra su cabeza. A menos de dos metros, era un tiro imposible de fallar. Con un chasquido acuoso que ya me era familiar, el virote atravesó limpiamente su frente, clavándose con profundidad en el cerebro de aquel ser salido del infierno.

Una expresión confusa se dibujó en su rostro por un segundo, antes de estrellarse con fuerza contra el suelo de cemento del descansillo. Sin pararme a contemplar el espectáculo, di media vuelta y salí corriendo hacia la parte superior de la torre. Ahora el sonido del helicóptero rugía estacionario, justo sobre nuestras cabezas.

Una calavera carbonizada me aguardaba sonriente al desembocar el último tramo de la escalera. Con un escalofrío pasé por encima de aquellos restos, encaminándome hacia la trampilla que daba acceso al techo de la torre.

Trepé por la escalerilla, mientras oía cómo los No Muertos comenzaban a desembocar en la cúpula de la derruida torre de control. Prit pegó un tirón de mi cinturón para sacarme a toda prisa, mientras sor Cecilia se apresuraba a retirar la escalerilla del hueco. Jadeando, contemplé el interior de la torre a través de la trampilla. Debajo de nosotros, docenas de No Muertos se agolpaban rabiosos, tratando de alcanzar el hueco de la trampilla.

Había ido por un pelo.

Me giré aliviado hacia Pritchenko, pero su expresión asombrada me hizo darme la vuelta. Estupefacto, contemplé el helicóptero que se balanceaba sobre nosotros, y del que se descolgaba rápidamente una escala.

Aquello era de locos. No podía ser. Y sin embargo, lo tenía justo delante de los ojos.

El helicóptero, pintado con colores militares, se inclinó en aquel momento dejando ver su puerta lateral en que campeaba, en letras bien grandes, el lema FUERZA AÉREA ARGENTINA.