Jaime no era un mal tipo. Joven, de unos veinticinco años, alto y fornido, era una persona muy apreciada por sus amigos. Tenía una novia, un trabajo, jugaba al balonmano en un equipo aficionado y los fines de semana salía por ahí, como todo el mundo. Incluso acababa de sacarse el carnet de conducir y se había comprado un coche. Se estaba dejando crecer la barba y llevaba el pelo bastante largo, más de lo que le sentaría bien, pero a él le gustaba, como el tatuaje tribal que se había hecho unos cuantos años atrás, sobre un omóplato. En definitiva, un buen chaval, un chico normal, como tantos otros.
El único problema era que Jaime ya no se acordaba de nada de aquello. Porque en aquel momento, Jaime se tambaleaba entre otras docenas de seres como él bajo el sol abrasador que se derramaba sobre la pista del aeropuerto de Lanzarote.
Porque ahora él era uno de ellos.
Jaime era un No Muerto.
La mente de Jaime, o lo que los seres humanos denominamos raciocinio, había desaparecido casi un año atrás, cuando había pasado a ser un No Muerto. Si un médico hubiera podido examinar en aquel momento su cerebro con un escáner o un TAC se habría quedado enormemente asombrado, al comprobar que la totalidad de la actividad neuronal tenía lugar en el tallo encefálico y el cerebelo, lo que académicamente se denomina «cerebro reptiliano», la parte más antigua, básica y primitiva de un cerebro. En ese hipotético escáner, ese cerebro reptiliano habría brillado con alegres y vivos colores, inundado por una actividad fuera de lo normal, mientras que el resto del cerebro se vería inundado por una negrura absoluta, como una ciudad bajo los efectos de un apagón.
Jaime no se acordaba de cómo había llegado allí, ni de dónde venía ni adónde iba. Por su indumentaria, hecha pedazos por el paso del tiempo, se podría adivinar que llevaba en aquel estado al menos unos cuantos meses. Unas feas quemaduras en su brazo derecho indicaban que en algún momento había estado demasiado cerca de un fuego abrasador, que de ser todavía humano le hubiese provocado unos dolores terribles.
Pero ahora Jaime no sentía nada de eso. De hecho, no era consciente ni siquiera del enorme desgarrón de su muslo derecho, provocado por el mordisco de otro No Muerto, que le hacía cojear cuando apoyaba ese pie, y que había sido su billete de entrada al Averno.
Jaime tampoco podía hablar, ni razonar. Su mente ni siquiera era capaz de efectuar razonamientos complejos, ya que esa parte de su cerebro llevaba muerta desde hacía bastante tiempo. Sin embargo, aún era capaz de sentir emociones primarias, como hambre, excitación… o ira.
Ira. Una enorme y anegadora ola de ira, mezclada con deseo y un apetito feroz, envolvía cada uno de los poros de la piel cérea de Jaime, cada vez que veía algún ser vivo cruzarse en su camino, sobre todo si eran humanos. Sobre todo con los humanos.
Eran la presa más suculenta. Por lo general, corrían y gritaban mucho cada vez que veían a Jaime o a sus compañeros de pesadilla y en ocasiones incluso eran capaces no sólo de huir, sino incluso de hacer que la cabeza de algún No Muerto volase en mil pedazos, gracias a los instrumentos de metal y fuego que llevaba alguno de ellos en sus manos. Pero eso era la excepción. Normalmente, no tenían ninguna oportunidad.
Jaime no sabía a cuántos humanos había cazado desde que era un No Muerto. Tampoco sabía que llevaba dos balas alojadas en sus pulmones, que de haber sido un ser vivo, le hubiesen provocado un fallo respiratorio mortal. Tampoco sabía que su aspecto, para un humano, era terrorífico, con su largo pelo despeinado al viento, sus ropas de turista acartonadas y cubiertas de sangre (alguna suya, la restante de otros), su piel cubierta de venas reventadas y sobre todo su mirada perdida y apagada, pero llena de odio.
No sabía cómo había llegado hasta allí, ni quiénes eran los que caminaban a su lado (probablemente, ni siquiera fuera consciente de su presencia). Lo único que sabía Jaime era que estaba vagando sin rumbo dentro de aquel edificio cuando un estruendo que venía del cielo le atrajo hacia el exterior como un imán a unas virutas de hierro. Y ahora, en aquel momento, había un puñado de humanos corriendo justo delante de él, huyendo, como siempre. Y hasta la última célula de su cuerpo gemía con el ansia de sentir aquella carne caliente, viva y palpitante al alcance de su piel, para a continuación poder morderla, masticarla, sentir su sangre caliente resbalando por su boca…
Era algo superior a él. Aquello era el sentido de su vida (o mejor dicho, de su no vida).
Jaime podía ver al menos a cuatro humanos. Dos de ellos, con un aspecto más frágil (Jaime no recordaba la diferencia entre hombre y mujer), estaban prácticamente al pie de la destrozada torre de control del aeropuerto. Otro de ellos acababa de esquivar a un grupo de No Muertos, acompañado de un pequeño animal de pelo anaranjado que no paraba de brincar alocadamente entre sus piernas. El último, un tipo pequeño, de poblado mostacho rubio y fríos ojos azules, caminaba lentamente hacia atrás, sin perder de vista al grupo en el que avanzaba Jaime. De vez en cuando se echaba a la cara un extraño artilugio metálico y una llamarada salía de la punta del mismo con un gran estruendo (el cerebro muerto de Jaime sí que sabía lo que era el fuego, y lo temía).
Cada vez que salía una de aquellas llamaradas, un pesado zumbido pasaba cerca de la cabeza de Jaime, seguido normalmente de un chasquido, y una explosión de astillas y sangre. Jaime era consciente de que de vez en cuando alguno de los No Muertos que estaban más cerca caía al suelo y no se volvía a levantar, pero eso no le importaba. Nada le importaba. Sólo quería alcanzar a aquellos seres y poder sentir su vida entre sus manos.
Los dos humanos más pequeños ya habían atravesado las puertas situadas al pie de la torre, cubiertas de escombros, y estaban tratando de desbloquearlas. Pronto les alcanzó el otro humano, ataviado con un traje de submarinismo, acompañado de aquel pequeño animal naranja, que sumó sus esfuerzos para tratar de cerrar aquel acceso. El otro humano, el del bigote amarillento, estaba mucho más cerca, a tan sólo unos cuantos pasos del grupo de Jaime. Éste ya podía sentir su olor, penetrante y cálido, vivo, humano.
Una vez más, el pequeño humano levantó su arma, pero esta vez no hubo llamarada, sino que sólo un chasquido acompañó al gesto. Por un instante el humano contempló con aire preocupado aquel fusil, para a continuación arrojarlo con furia contra el grupo de Jaime y tras eso, salir corriendo como un gamo hacia la torre.
Desde el pie de la torre, el resto de los humanos emitían sonidos articulados con sus bocas, algo de lo que Jaime, como el resto de los No Muertos, era totalmente incapaz. Por otra parte, Jaime no entendía nada de aquellos sonidos, pero su mera existencia servía como un acicate para su deseo, le excitaba, le hacía sentir con más fuerza sus ansias de cazador. Aquel sonido espoleó a todo el grupo de No Muertos, que aumentó su velocidad, encaminándose hacia el pie de la torre.
Cuando llegaron hasta ésta se encontraron con el obstáculo de una pesada puerta metálica cerrada. En condiciones normales, una puerta como aquélla hubiese supuesto un obstáculo insalvable para Jaime y sus acompañantes, pero ésta en particular, reventada por una explosión desde dentro, ni siquiera estaba bien encajada en el marco.
Pronto Jaime, presa de la furia, estaba golpeando con todas sus fuerzas el metal de la puerta, casi aplastado por la multitud que se congregaba a su alrededor y que tenía el mismo objetivo. Podía sentir que estaban al otro lado, detrás de aquella puerta. Una idea fija se encalló en su mente, como un piñón mal encajado de una bicicleta: tenía que llegar a ellos… tenía que llegar a ellos, tenía que llegar a ellos, tenía que…
Las puertas, ya desencajadas, no soportaron por mucho tiempo el peso de aquella multitud que las presionaba desde el exterior y de repente, con un espantoso crujido, los anclajes laterales cedieron, cayendo con estruendo al suelo. El paso estaba libre.
Jaime, por estar delante, fue uno de los primeros en abalanzarse por las escaleras que ascendían hasta la cima de la torre. Sabía que ellos estaban allí arriba. Lo podía sentir.
La escalera resonaba bajo los pies de docenas de No Muertos que subían en tropel, seguros de su inminente presa. De repente, en uno de los descansillos, Jaime casi tropezó de bruces con uno de los humanos. Era aquel ataviado con el extraño traje de submarinismo, que, plantado en el arranque del siguiente tramo, le apuntaba directamente con un extraño artilugio que, de ser todavía el Jaime anterior, hubiese reconocido como un arpón.
Súbitamente, el arpón se disparó con un siseo. Jaime sintió cómo el pedazo de metal le atravesaba el hueso frontal y se iba a clavar en lo más profundo de su cerebro. Cuando la punta del arpón tocó el cerebelo, aunque Jaime no sabía eso, ni su rival tampoco, sintió dolor por primera vez en meses. Pronto el dolor se extendió por todo su cuerpo en oleadas, alimentando su furia. Jaime extendió sus brazos hacia aquel individuo, pero incomprensiblemente, fue incapaz de dar un paso. De golpe, vio cómo el suelo ascendía rápidamente hasta su cara y no fue consciente de haber caído hasta que su cabeza se estrelló contra el piso de cemento del descansillo.
Aún fue consciente de cómo aquel tipo, tras dispararle, miraba asustado hacia la multitud que le seguía, y huía hacia la planta superior. Todavía pudo ver pasar los pies del resto de los No Muertos, que, ajenos a su presencia, seguían su camino tras aquella presa.
Pronto el resto del mundo se fue extinguiendo, ahogado por toneladas de oscuridad, que lentamente iban inundando hasta el último rincón de la esencia de Jaime. Al cabo de un momento, aquella sensación de furia inextinguible que le había acompañado a lo largo de los últimos meses, fue desapareciendo, como el agua que retrocede en la playa.
En el último milisegundo de su existencia, por un momento, Jaime volvió a ser consciente de sí mismo por completo. Y antes de extinguirse definitivamente, y pasar al otro lado, por fin pudo sentir una sensación lenitiva.
Paz.