6

—¡Allí! —gritó el ucraniano, señalando un minúsculo punto en el horizonte, que iba creciendo por momentos—. ¡Viene directo hacia nosotros!

Decir que sentimos renacer la esperanza es quedarse muy corto. Sin embargo, el helicóptero, fuera quien fuese su piloto, aún tardaría al menos un par de minutos en llegar hasta alcanzarnos.

Y los No Muertos ya se agolpaban ante nosotros, a menos de cien metros. No nos iba a dar tiempo, de ninguna manera.

—¡Rápido! ¡Hacia la torre de control! —gritó el ucraniano—. ¡Corred, cojones, corred!

—¡Espera! —repliqué mientras insertaba el último cargador que me quedaba en el HK. Los primeros No Muertos ya estaban a menos de cien metros de nuestra posición—. ¡Tengo que recoger a Lúculo!

Mi pobre gato, asustado por el estruendo de los disparos, maullaba lastimeramente dentro de su cesta, abandonada en la cabina de pasajeros del Sokol. Pasé el fusil a Pritchenko y me dirigí a la carrera hacia el helicóptero, mientras hacía malabarismos para colocar un virote en el arpón que llevaba colgado a la espalda. Sólo tenía seis proyectiles, pero menos era nada.

Al llegar al aparato, me colé dentro como una exhalación, golpeándome una espinilla contra el montante de acero del lateral. Solté un juramento, mientras echaba una mano hacia la cesta de Lúculo, a la vez que con la que me quedaba libre palpaba a tientas detrás de los macutos apilados al fondo, en busca del otro HK que sabía que tenía que estar allí.

De repente, mis dedos tropezaron con el tacto frío y metálico del cañón del arma. De un tirón, la saqué del montón de bártulos, mientras pensaba a toda velocidad dónde demonios habíamos colocado la caja de municiones de reserva. Como un fogonazo, la imagen de sor Cecilia y Lucía cargando con el pesado arcón y resoplando por el esfuerzo, me vino a la mente. La habían puesto debajo de todo, justo detrás de las cajas de medicamentos.

Empecé a apartar fardos, pero un breve vistazo a través del plexiglás de la cabina me hizo abandonar el esfuerzo. Un grupo de unos ocho No Muertos, atraídos por mi presencia, estaba a menos de diez metros del helicóptero. Si me pillaban allí dentro, sin espacio para moverme, estaba sentenciado.

Sin mirar atrás, salí del helicóptero, maldiciendo por lo bajo. En aquel momento, el sonido de los rotores del aparato desconocido ahogaba casi por completo los disparos amortiguados de Prit, que con una asombrosa sangre fría retrocedía lentamente hacia la torre de control, mientras cubría la huida apresurada de sor Cecilia y Lucía. El ucraniano, haciendo gala de una flema británica, sostenía su fusil a la altura de los ojos, mientras caminaba parsimoniosamente de espaldas. De vez en cuando se detenía, apuntaba con más calma hacia la marea que se le acercaba por momentos y hacía fuego. Casi todos sus disparos terminaban con un No Muerto hecho un guiñapo en el asfalto, pero en aquel momento ya debía de estar extremadamente corto de munición y los No Muertos estaban a menos de quince metros de él.

Me alejé del Sokol, sin perder de vista a los ocho tipos tambaleantes que en aquel momento rodeaban el aparato. Un bufido de furia de Lúculo me alertó a tiempo. Me giré de golpe, y me di casi de bruces con un grupo de cuatro No Muertos a los que no había visto hasta ese momento. Debían de haber rodeado la parte trasera del helicóptero y ahora me cortaban el paso hacia la torre de control. Pasándome la cesta de Lúculo a la mano izquierda, apunte al más próximo con el arpón y apreté el gatillo. El virote le entró por la parte inferior del cuello, en ángulo ascendente, produciendo un suave «choop». Casi al instante el No Muerto comenzó a sufrir convulsiones y se derrumbó como si sufriese un ataque epiléptico. Solté rápidamente el arpón descargado y me encaré con los otros tres tipos, que ya estaban casi al alcance de mi brazo.

Por una fracción de segundo me quedé asombrado al comprobar que eran marroquíes, ataviados con el uniforme de la Gendarmería de ese país, aunque tan jodidamente No Muertos como el resto de la pandilla. El otro era una chica joven, ataviada con unos shorts y la parte de arriba de un bikini amarillo que, descolocado, le dejaba un pecho al aire. Sería algo incluso agradable de ver, si no fuese por el enorme boquete hirviente de gusanos blancos que tenía en su abdomen.

Los dos marroquíes avanzaban muy juntos, casi hombro con hombro, extendiendo sus manos hacia mí. A situaciones desesperadas, ideas desesperadas, pensé. Agachándome como un jugador de fútbol americano los embestí, soltando un alarido digno de un comanche, aunque teñido de pánico. Los No Muertos, sorprendidos por aquel súbito movimiento, cayeron como bolos cuando impacté contra ellos. Sin embargo, trastabillé a causa del impulso y aterricé a los pies de la chica que con una expresión ansiosa se inclinaba hacia mi garganta.

En un acto reflejo levanté mi brazo izquierdo y lancé con toda la fuerza posible la cesta de Lúculo contra su cara. Un espantoso crujido sonó sobre la pista, mientras la cesta y la mandíbula de la chica saltaban hechas pedazos. Sin perder un segundo, traté de incorporarme, mientras notaba las manos ansiosas de uno de los marroquíes resbalando por la pernera lisa de mi neopreno. Una vez más, bendije la idea de aquella indumentaria. Si hubiera llevado otro tipo de ropa, aquel cabrón habría hecho presa en mí y entonces no habría tenido ninguna posibilidad, pues los otros ocho ya estaban prácticamente sobre nosotros.

Una vez de pie comprobé con pavor que la cesta de Lúculo había quedado hecha pedazos. Mi pequeño amigo, de pie en la pista, aún algo atontado por el golpe, miraba alternativamente hacia mí y hacia los No Muertos que se incorporaban en ese momento.

—Vamos, Lúculo —dije suavemente, mientras amartillaba el HK—. ¡Corre!

No sé si los gatos entienden las órdenes de sus amos, pero de lo que no me cabe duda es de que tienen un aguzado instinto de supervivencia. Ante mi grito (o más bien, ante la presencia de nuestros cazadores) Lúculo salió disparado hacia Lucía, cuya figura, empequeñecida por la distancia, se recortaba contra la base de la torre de control.

No me quedé a contemplar el panorama. Agarrando con fuerza el HK, comencé a correr como si me fuera la vida en ello. Y nunca mejor dicho.