Fue en una de las últimas paradas, en un lugar perdido entre Portugal y Extremadura. El helicóptero había tomado tierra en el aparcamiento de un polvoriento restaurante de carretera. La explanada de cemento estaba totalmente desierta, excepto por un herrumbroso Volkswagen Polo y un Seat León abandonado que descansaba sobre cuatro neumáticos medio deshinchados. El letrero luminoso del restaurante estaba cubierto por una gruesa capa de polvo y en general todo tenía un aspecto abandonado y solitario. Al parecer, éramos los primeros seres humanos que pasábamos por allí desde hacía más de un año.
El Sokol tomó tierra en medio de una gigantesca nube de arena que se desparramaba en todas las direcciones. Antes de que se empezase a posar Prit y yo ya habíamos saltado a tierra, cada uno por un lado del aparato, con un HK en las manos y con el regusto del miedo en la boca, mientras oteábamos desesperadamente entre los jirones de polvo, tratando de adivinar la figura tambaleante de un No Muerto.
Sólo cuando el polvo se posó y vimos que la explanada seguía desierta se empezó a calmar el ritmo de mi corazón. Cuando las turbinas del Sokol se apagaron, un silencio sepulcral se extendió sobre el aparcamiento. No se oía ni el más mínimo sonido, ni siquiera el piar de los pájaros.
Seguramente todos los bichos con plumas se habían asustado con el estruendo del helicóptero al aterrizar. O a lo peor, me corregí mentalmente, es que no quedaba ni un jodido pájaro vivo en aquella zona. Todo podía ser.
Por un instante tuve la inquietante sensación de que éramos los últimos hombres sobre la faz de la tierra. De repente, Lúculo maulló inquieto rompiendo aquel extraño hechizo. Tocaba moverse.
Rápidamente, Pritchenko se acercó a la red de transporte y ayudado por Lucía desenganchó la argolla superior. La resistente red de carga se deslizó por encima de la pila de barriles amarillos llenos de queroseno CB-l-A. Apartando tres o cuatro toneles vacíos, el ucraniano echó a rodar uno de los bidones lleno hasta los topes hacia el helicóptero. Una vez allí, con un gesto diestro, destapó el barril e introdujo dentro un tubo de goma conectado al depósito de combustible del Sokol. Pronto, el queroseno empezó a fluir hacia el interior de los tanques del pájaro.
A partir de ese instante, llenar el depósito era tan sólo una cuestión de minutos, pero durante ese lapso éramos extremadamente vulnerables. Con el pájaro en tierra, la red de carga abierta y un bidón de productos altamente inflamables bombeando hacia los depósitos, un despegue rápido quedaba descartado. Definitivamente, si los No Muertos aparecían por allí de golpe, estaríamos bien jodidos.
Tras asegurarme de que nada se movía por los alrededores, le hice una seña a Prit y abrí uno de los compartimentos de la cabina trasera del Sokol, para coger un cigarrillo. Fruncí el ceño, contrariado. Tan sólo me quedaban un par de Camel arrugados y con olor a humedad. Habíamos conseguido suficientes provisiones y medicamentos en el hospital, pero de tabaco andábamos extremadamente cortos.
Miré hacia el restaurante situado al otro extremo de la explanada, dubitativo. Era un asador de carretera del tres al cuarto, pero me jugaba un millón de euros a que tenían una máquina de tabaco junto a la puerta o al fondo, debajo de la tele. Debería echar un vistazo, pensé. Al fin y al cabo aquello estaba totalmente abandonado.
Me giré hacia el grupo, para avisarles. Lucía y Prit estaban de espaldas, en una discusión acalorada sobre la mejor manera de apilar los barriles vacíos en la red. Sor Cecilia dormía plácidamente, disfrutando de aquellos minutos en tierra lejos de las aterradoras alturas, y Lúculo… bueno, Lúculo estaba aseándose como sólo los gatos saben hacerlo, indiferente al resto del mundo. Me encogí de hombros y me encaminé hacia el restaurante. Sería cuestión de un minuto.
La puerta, naturalmente, estaba cerrada. Miré a mí alrededor. Unas macetas con plantas mustias decoraban la fachada, cubierta por un alero polvoriento. En el suelo, tirado de cualquier manera, yacía un cartel de helados descolorido por el sol. A su lado, una sombrilla hecha jirones, un par de sillas de plástico y una mesa polvorienta completaban el panorama. En una esquina, acumulando tierra, una cazadora vaquera de color indefinido se pudría lentamente, en el mismo sitio donde alguien la había dejado caer de cualquier manera, como si no hubiese tenido tiempo para apoyarla en un lugar mejor.
La puerta parecía resistente, pero no así una de las ventanas de la fachada lateral. Era una vieja ventana, de marco de madera, que daba a la cocina. El paso del tiempo y el calor generado por la parrilla de la carne situada justo a su lado, en el interior, la habían ido arqueando y presentaba una pequeña holgura de un par de centímetros por su parte inferior.
Desenvainé el cuchillo que llevaba sobre los riñones e inserté la hoja en aquella holgura. Tan sólo tuve que hacer palanca un rato hasta que un apagado «crac» me indicó que el pestillo se había quebrado. La hoja de la ventana, vieja pero perfectamente engrasada, giró silenciosamente sobre sus goznes, dejándome paso franco al interior, fresco y sombrío.
Con cautela me introduje en la cocina, tratando de perforar la penumbra con mis ojos. El cambio del luminoso exterior a la relativa oscuridad del interior me había dejado sin visión por unos segundos. Sin embargo, no podía pensar en eso, porque el olor a podrido allí dentro era sofocante. Con una manga traté de taparme la nariz, mientras los ojos me lagrimeaban y las arcadas me subían por la garganta.
En cuanto me habitué a aquella media luz, pude ver con detalle el interior de la cocina. El olor provenía de una enorme nevera industrial abierta de par en par, donde kilos y kilos de carne de cerdo y ternera se pudrían lentamente desde hacía meses. Sobre la mesa de trabajo, algo que en algún momento había sido un costillar de cerdo bullía cubierto de miles de gusanos blancos, que reptaban incluso sobre el mango del cuchillo apoyado a su lado. Junto a éste, un manojo de tomates putrefactos esperaban eternamente a que alguien los hiciese rodajas para una ensalada que jamás sería servida. Sobre la cocina había una sartén chamuscada, con un enorme cerco negro de humo marcado en el techo. La llave de aquel hornillo estaba abierta, pero el gas se había agotado hacía mucho tiempo, tras mantener la llama encendida durante días, seguramente. Aquel sitio no había ardido hasta los cimientos de milagro.
La imagen general era de una huida apresurada. Con pánico, tanto que ni siquiera se habían detenido en lo más elemental. Podía imaginarme qué era lo que los había asustado tanto.
Abrí con cautela la puerta de la cocina. El comedor, en claroscuro, estaba compuesto por una docena de mesas, varias de las cuales aún tenían restos putrefactos de comida sobre ellas. Un bolso solitario colgaba del respaldo de una silla, abandonado por su dueña en la huida apresurada.
Mi mirada se paseó por la sala desangelada hasta que finalmente se posó en una máquina expendedora de tabaco, situada en una esquina del zaguán, junto a la barra de la cafetería. Un calendario presidía el mostrador, detenido para siempre en febrero del año anterior, entre botellas de coñac y fotos y bufandas del Real Madrid. Me colé detrás de la barra y empecé a revolver cajones, hasta que en el tercero, al lado de un montón de facturas, encontré un manojo de llaves. Sonreí, satisfecho. Alguna de ellas tenía que ser por fuerza la de la máquina de tabaco.
Mientras abría la máquina, desde fuera me llegaba amortiguado el sonido de los bidones vacíos de metal al entrechocar entre sí. Eso significaba que Prit y Lucía debían estar cerrando la red de carga, para despegar de nuevo. Súbitamente me entró una absurda sensación de angustia, al imaginarme que despegaban sin mí y me dejaban olvidado en aquel rincón sucio y perdido de la mano de Dios. El pensamiento era totalmente infundado, pero como todas las ideas estúpidas, en una mente poco descansada como era la mía en aquel momento, tomó forma de realidad. No disponía de demasiado tiempo. Apresuradamente metí en un macuto todas las cajetillas de tabaco que pude, incluso las de peor calidad, derramando varias por el suelo, con las prisas. No sabía dónde podría encontrar el próximo estanco en ese viaje.
Estaba a punto de salir cuando sentí la llamada de la naturaleza. Después de más de siete horas seguidas de vuelo, mi vejiga estaba a punto de explotar. Prit afirmaba sin empacho que era posible orinar en una botella en el helicóptero. No es que dudase de la palabra del ucraniano, pero es que a mí la idea de mear delante de una monja y de una cría de diecisiete años no acababa de convencerme, así que me había aguantado las ganas. Hasta ese momento.
Me tercié el fusil al hombro, y desabrochándome los pantalones por el camino, para ganar tiempo, me dirigí hacia el baño. Me situé delante de uno de los urinarios y pronto sentí una inmensa sensación de alivio.
Cuando me iba a abrochar los pantalones vi una mano reflejada en el pulsador del urinario, justo detrás de mí. Y detrás de la mano, el brazo y el resto de aquella mujer. Era gorda, con el pelo, o lo que quedaba de él, crespo y ensortijado. Algo o alguien le había devorado media cara y arrancado los brazos de cuajo. Fugazmente pude ver uno de los brazos semidevorado en el suelo del baño, en medio de un cuajarón de sangre reseca, mientras el otro, el que había visto al abrir la puerta, le pendía sujeto al hombro tan sólo por un par de tendones, balanceándose de forma macabra cada vez que su propietaria se movía.
Antes de que me diese tiempo a girarme, aquella bestia se me echó encima, aplastándome contra la pared. Noté su aliento en la nuca, mientras oía sus dientes chocando contra el cañón del fusil, cruzado en bandolera en mi espalda. Era enorme, debía de pesar sus buenos ciento y pico kilos, y se movía con la torpeza propia de los No Muertos.
Afortunadamente no tenía brazos, ya que de lo contrario me hubiese dejado frito allí mismo. Había resistido el primer asalto, pero la situación seguía siendo terriblemente comprometida. Apoyando las manos en la pared impulsé mi cuerpo hacia atrás, con aquella cosa firmemente agarrada con los dientes al cañón del fusil, mientras mis pies resbalaban espasmódicamente en el suelo del baño.
Nos caímos rodando al suelo. Me libré como pude de aquel peso muerto, y empecé a gatear de espaldas hacia la puerta, contemplando con espanto cómo aquel monstruo hacía presa con sus dientes en una de mis botas y la atacaba con feroces dentelladas. De forma histérica comencé a golpearla con mi otro pie, en medio del agujero rojizo que algún día había sido su cara.
No quería morir. Así no. En los baños de un sucio y perdido bar de carretera, con los pantalones desabrochados y arrastrándome por el suelo. De esa manera, no.
Cogiendo con las dos manos uno de los virotes que siempre llevaba en la funda adosada a la pierna (el arpón había quedado en el helicóptero), lo levanté por encima de mi cabeza y lo clavé con fuerza en el centro de su cráneo. Con un suave sonido viscoso la punta de acero se deslizó dentro de la cabeza de aquella cosa, hasta tocar alguna parte dura del interior, donde quedó encajada.
Apoyándome en la pared me puse en pie, sin perder de vista el cuerpo de la No Muerta ni por un instante. Como siempre me sucedía en esos casos, empezaba a notar un profundo malestar y un intenso sudor frío recorriendo mi cuerpo, una vez que la pelea había acabado. Todo había sucedido muy rápido. Con manos temblorosas traté de encender un cigarrillo, pero tuve que desistir tras un par de intentos. No era capaz ni de hacer girar la rueda del mechero. Había sido un visto y no visto, quince segundos a lo sumo. Cristo bendito, no podía creerlo.
Salí del baño tambaleándome, con el regusto amargo de la bilis en la boca, mientras notaba el bajón de la adrenalina en cada poro de mi piel. No era capaz de acostumbrarme, ni creía que nunca llegase a hacerlo. Cada vez que mataba a uno de esos seres, incluso sabiendo que no estaban vivos, me sentía enfermar. Cada vez que veía mi vida en peligro, la angustia y el terror me paralizaban. Todas las noches, desde hacía meses, pesadillas horribles eran mis compañeras habituales de cama.
No era el único. Veía cómo se movía Lucía por las noches, huyendo en interminables pesadillas. Había visto a Prit despertándose de golpe, bañado en sudor frío y con una mirada enloquecida en los ojos. Después se pasaba horas mirando al infinito, con expresión ausente y pegándole trago tras trago a una botella de vodka. Me imaginaba que cuando yo me despertaba por las noches, mi expresión era la misma. De todas formas, no creía que ninguno de nosotros hubiese sido capaz de dormir más de cinco horas seguidas desde hacía meses.
Encendí uno de los cigarrillos con manos temblorosas, mientras descorría el cerrojo de la puerta principal y salía de nuevo al exterior. La luz del sol me hizo entrecerrar los ojos por un momento, mientras miraba a mí alrededor, algo desorientado. Giré la cabeza hacia el Sokol, cuyas enormes aspas ya empezaban a trazar lentamente enormes círculos en el aire. Desde la ventanilla del copiloto, Lucía me observaba con aire escrutador, mientras Pritchenko se afanaba en comprobar todos los niveles antes de iniciar el vuelo.
Me acerqué hacia el helicóptero, arrastrando los pies por el polvo, notando cómo la intensa mirada de Lucía me taladraba, adivinando que algo me había sucedido en el interior de aquel polvoriento restaurante abandonado. Me sentía cansado, cansadísimo, y agotado emocionalmente. Aquel pequeño episodio era un resumen de lo que era mi existencia en ese momento.
Aquella pesadilla era interminable.