Capítulo 21

Julián era un muchacho muy valiente. No obstante, en aquel momento se sintió invadido por el pánico. ¿Qué estarían pensando los niños escondidos en la habitación secreta? ¡Pobre Ana! Debía estar aterrorizada por los gritos y los golpes de Rooky sobre la puerta.

De súbito, una idea maravillosa surgió en su mente. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes? Podría abrir el portillo él mismo para permitir el paso a la policía. Sabía cómo hacerlo y tenía la rueda del mecanismo al alcance de su mano. Una vez abiertas las puertas, la policía no tardaría más que unos minutos en alcanzar la casa.

Julián corrió hacia la rueda. Le dio la vuelta con fuerza. Un chirriante sonido comenzó a oírse tan pronto como el mecanismo se puso en marcha.

Rooky todavía golpeaba con la silla. Parte de ella había saltado ya. Sin embargo, cuando oyó que el mecanismo funcionaba cesó en su tarea presa de espanto. ¿El portillo se estaba abriendo? Pronto la policía haría su aparición y le cogerían.

Se olvidó de los bonitos cuentos que se había propuesto contarles, se olvidó de los planes que él y los otros habían trazado, se olvidó de todo, salvo de que debía esconderse. Tiró la silla al suelo y escapó corriendo como un gamo.

Julián se sentó en la silla más cercana. Su corazón latía con tanta fuerza como si acabara de hacer una carrera. Las puertas estaban abiertas. Rooky se había marchado y pronto la policía llegaría para rescatarlos. Y mientras pensaba eso, oyó el ruido de potentes coches corriendo sobre el camino. Luego los motores se pararon y las portezuelas de los coches se abrieron.

Alguien empezó a golpear la puerta principal.

—¡Abrid en nombre de la ley! —gritó una voz fuerte. Luego siguió otro martillazo.

Nadie contestó. Julián abrió la medio rota puerta del despacho donde se encontraba y ojeó con cautela el pasillo. No había nadie a la vista.

Corrió hacia la puerta principal, descorrió el cerrojo y retiró la pesada cadena de seguridad, temblando por si alguien viniese e interrumpirle. Pero nadie lo hizo.

La puerta fue empujada por la policía, que penetró en el interior precipitadamente. Eran unos ocho y se sorprendieron al ver a un niño allí.

—¿Quién eres tú? —preguntó el inspector.

—Soy Julián, señor. Me alegro de que hayan venido, porque las cosas se estaban poniendo muy feas.

—¿Dónde estás esos bandidos?

—No lo sé —respondió Julián.

—Búsquenles —ordenó el inspector, adelantándose. Sus hombres se dividieron en dos grupos. No obstante, antes de que pudieran entrar en cualquier habitación, una voz fría les habló desde la entrada del pasillo.

—¿Puedo preguntar qué significa todo esto?

Era el señor Perton, muy tranquilo en apariencia y fumando un cigarrillo. Se mantuvo en la puerta de su sala de estar, imperturbable.

—¿Desde cuándo se entra de esta forma en una casa sin razón que la justifique?

—¿Dónde están sus compinches? —le interrogó el inspector.

—Aquí dentro —dijo el señor Perton—. Teníamos una pequeña conferencia y oímos los martillazos sobre la puerta. Aparentemente, ustedes consiguieron entrar de una manera u otra. Recibirán un disgusto por su intrusión.

El inspector se adelantó hacia la estancia donde estaba el señor Perton. Miró dentro.

—¡Hombre! ¡Pero si es nuestro amigo Rooky! —exclamó—. No llevas más que unos días fuera de la cárcel y ya estás mezclado en otro lío. ¿Dónde está Weston?

—No sé lo que quiere decir —dijo Rooky—. ¿Cómo puedo saber yo dónde está? La última vez que le vi fue en la cárcel.

—Sí, pero se escapó —contestó el inspector—. Alguien tuvo que ayudarle, Rooky, alguien planeó su huida y alguien sabe dónde están los diamantes que robó y escondió. Y ese alguien es amigo tuyo, Rooky. Supongo que los habrá repartido contigo y con tus amigos por haberle prestado vuestra ayuda. ¿Dónde está Weston, Rooky?

—Le repito que no lo sé —volvió a decir Rooky tercamente—. Aquí no, desde luego, si eso es lo que usted quiere decir. Si le apetece, puede registrar toda la casa de arriba abajo. A Perton no le importará, ¿verdad que no, Perton? Y, de paso, busque también los diamantes si quiere. Yo no sé una palabra sobre ellos.

—Perton, sospechamos de usted desde hace mucho tiempo —dijo el inspector mirando al señor Perton, que continuaba fumando su cigarrillo con toda calma—. Suponemos que está complicado en todas estas fugas de la cárcel. Por eso compró esta vieja casa tan aislada, ¿verdad? De este modo puede trabajar sin que le molesten. Usted arregla las huidas, el cambio de ropa y un buen escondite hasta que el hombre pueda salir del país.

—¡Tonterías! —respondió el señor Perton con tono desdeñoso.

—Y sólo ayuda a los criminales que cometieron robos importantes y se ocuparon de guardar el botín antes de ser atrapados —prosiguió el inspector con voz amenazadora—. Así se asegura un gran beneficio en su tarea. Perton, sabemos que Weston está aquí y también los diamantes. ¡Entréguenoslos!

—No están aquí —aseguró Perton—. Búsquelos. No conseguirá nada de mí, inspector. Soy inocente.

Julián escuchaba todo aquello con asombro. Habían caído en un nido de ladrones y bandidos. Bueno, él sabía muy bien dónde se hallaban Weston y los diamantes. Dio un paso hacia delante.

—Ya me contarás tu historia más tarde, hijo —rechazó el inspector—. Ahora tenemos trabajo.

—Bueno, señor, yo les puedo ahorrar mucho tiempo —dijo Julián—. Sé dónde está escondido el prisionero, y los diamantes también.

Rooky saltó sobre sus pies, dando un bufido de rabia. El señor Perton contempló a Julián con dureza. Los demás se miraron entre sí, molestos.

—Tú no puedes saber nada —gritó Rooky—. Estás mintiendo. Llegaste sólo ayer.

El inspector observó gravemente a Julián. Le gustaba este niño, con sus corteses modales y sus ojos de honrada expresión.

—¿Es verdad lo que dices? —preguntó.

—Sí —repuso Julián—. Venga conmigo, señor.

Dio la vuelta y salió de la habitación. Todos le siguieron, lo mismo la policía que Rooky y sus compinches. Sin embargo, tres agentes se colocaron tras ellos para cortarles la retirada.

Julián les guió hacia el despacho. La cara de Rooky tomó un color amoratado, pero Perton lo empujó ligeramente y consiguió contenerse. Julián fue hacia la biblioteca y sacó de una vez todos los libros de la estantería.

Rooky chilló de una manera espantosa y saltó sobre Julián.

—Pero, ¿qué es lo que haces?

Dos policías lo sujetaron con fuerza y lo arrastraron hacia atrás. Julián tiró de la manecilla y el entrepaño se deslizó hacia abajo sin el menor ruido, como siempre, dejando un espacio vacío detrás de la pared.

Desde el escondite, cuatro rostros se enfrentaron con los visitantes, las caras de tres niños y de un hombre. Tim también se encontraba allí, si bien en el suelo. Por unos instantes, nadie dijo una palabra. Los del cuarto secreto se mostraban asombrados de ver tal cantidad de policías y los del despacho se sentían estupefactos de hallar tantos críos en una habitación tan pequeña.

—¡Bueno! —exclamó el inspector—. ¡Bueno, bendito sea Dios! ¡Así que aquí tenemos a Weston en persona, tan real como la luz que nos alumbra!

Rooky intentó luchar con la policía. Estaba enfurecido con Julián.

—Ese niño —murmuró—. Dejadme que lo coja. ¡Ese maldito niño!

—¿Tiene usted los diamantes ahí dentro, Weston? —preguntó el inspector alegremente—. Démelos.

Weston aparecía muy pálido. No se movió. Dick alargó la mano por debajo de la cama y sacó la bolsa.

—Esto parece algo bueno. Por lo menos pesa bastante. ¿Podemos salir ya, Julián?

Los policías les ayudaron a pasar por el entrepaño. A Weston le colocaron las esposas antes de permitirle salir. De repente, Rooky se encontró con que él también llevaba esposas. Y, a pesar de su enfado, el señor Perton tuvo que resignarse ante el ruido que hacían las suyas cuando se cerraron sobre sus muñecas.

—Un botín espléndido —exclamó el inspector con entusiasmo al mirar dentro de la bolsa.

—¿Qué has hecho con el uniforme de la prisión, Weston? Has conseguido un buen traje, pero no es el que llevabas cuando saliste de la cárcel.

—Yo puedo decírselo —intervino Julián.

Todos le miraron sorprendidos, salvo Jorge y Ana, que conocían también el lugar.

—Está metido en un pozo, que se encuentra en el patio de una casa en ruinas sobre el camino de Middlecombe Woods —explicó Julián—. Puedo enseñárselo cuando quieran.

El señor Perton miró a Julián como si no pudiese creer lo que oía.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó con brusquedad—. No puedes saberlo.

—Pues lo sé —replicó Julián—. Y le diré más, usted le trajo un paquete de ropa y llegó al patio en su «Bentley» negro KMF ciento dos. ¿No es verdad? Yo lo vi.

—Eso le deja a usted bastante comprometido —dijo el inspector con una sonrisa de satisfacción—. Le pone en un verdadero aprieto, ¿no le parece? He aquí un buen chico, que descubre una gran cantidad de cosas interesantes. No me extrañaría que algún día se enrolara en la policía. Necesitamos gente como él.

Perton escupió su cigarrillo y lo pisó como si desease hacer lo mismo con Julián. ¡Aquellos niños! Si el idiota de Rooky no hubiese visto a Ricardo Kent por el camino y no lo hubiese perseguido, nada de aquello hubiese sucedido. Weston seguiría escondido, en seguridad. Una vez vendidos los diamantes, Weston se hubiese marchado fuera del país y él, Perton, sería dueño de una fortuna. Ahora, una pandilla de chiquillos lo había estropeado todo.

—¿Hay alguien más en la casa? —preguntó el inspector a Julián—. Parece ser que tú sabes más que nadie, hijo mío, así que quizá puedas contestar a esto también.

—Sí, Aggie y el jorobado —replicó Julián en seguida—. Pero no se muestre severo con Aggie. Se portó muy bien con nosotros y el jorobado la tiene aterrorizada.

—Tendremos en cuenta lo que dices —prometió el inspector—. ¡Muchachos!, buscad por toda la casa. Traed a Aggie y también al jorobado. De todos modos los necesitaremos como testigos. Dejad dos hombres de guardia aquí. Los demás nos iremos.

Fueron necesarios el «Bentley» negro y los dos coches de la policía para que cupieran todos. Pronto partieron hacia la próxima ciudad. Tuvieron que dejar las bicicletas, porque no había lugar para ellas en ninguno de los vehículos. Se apretujaron como pudieron.

—¿Os vais a casa esta noche? —preguntó el inspector a Julián—. Os acompañaremos. ¿Qué hay de vuestra familia? ¿No se habrán preocupado por vuestra aventura?

—No. No están en casa —explicó Julián—. Íbamos de excursión con nuestras bicicletas, así que no se han enterado. La verdad es que no tenemos adonde ir esta noche.

Pero sí que tenían. Un mensaje esperaba al inspector. Decía que la señora Thurlow Kent se sentiría encantada en caso de que Julián y los demás aceptaran el pasar la noche en su casa con Ricardo. Deseaba enterarse de todas sus extraordinarias aventuras.

—¡Estupendo! —exclamó Julián—. Esto soluciona la cuestión. Iremos allí. De todos modos quiero darle una palmada en la espalda a Ricardo. Al fin y al cabo, demostró ser todo un héroe.

—Tendréis que permanecer por aquí unos días —dijo el inspector—. Os necesitaremos para que actuéis de testigos. Tenéis una historia magnífica que relatar al juez y nos habéis ayudado mucho.

—De acuerdo. Nos quedaremos por aquí —asintió Julián—. Le agradecería mucho el que usted se ocupara de recoger nuestras bicis.

Ricardo los esperaba en la puerta principal, a pesar de que ya era muy tarde. Llevaba ropa limpia y se le veía muy pulido, comparado al sucio y desarreglado grupo de niños a cuyo encuentro corrió.

—¡Cuánto he deseado seguir con vosotros hasta el final! —gritó—. Me mandaron a casa, aunque estaba furioso. ¡Mamá, papá! Éstos son los niños con quien me marché.

El señor Thurlow Kent acababa de llegar de América. Les estrechó la mano a todos.

—Entrad —les invitó—. Os hemos preparado algo bueno. Debéis de sentiros hambrientos.

—Contádmelo todo en seguida —les urgió Ricardo.

—Necesitamos un buen baño primero —denegó Julián—. Estamos asquerosos.

—Bueno, puedes contármelo al mismo tiempo que te bañas. Estoy impaciente por saberlo.

Era estupendo el poder darse un baño caliente y ponerse ropa limpia.

A Jorge le entregaron unos pantalones cortos, igual que a sus primos, y los demás se rieron al ver que el señor y la señora Kent la tomaban por un chico. Jorge también se rió, pero no dijo una palabra de protesta.

—Me enfadé mucho con Ricardo cuando supe lo que había hecho —dijo el señor Kent cuando todos se hallaron sentados alrededor de la mesa comiendo con gran apetito—. Me avergüenzo de él.

Ricardo bajó la cabeza. Miró a Julián con ojos suplicantes.

—Sí, Ricardo se portó como un loco —asintió Julián—, y nos metió a todos en un buen lío. Habrá que darle un buen escarmiento, señor.

Ricardo pareció todavía más abatido. Se puso muy encarnado y miró hacia el mantel.

—Sin embargo —continuó Julián—, ha pagado ya por su tontería. Se ofreció para acurrucarse dentro del portaequipajes del coche, escaparse y de ese modo avisar a la policía. Eso requería valor, créame. Ahora aprecio mucho a Ricardo.

Se inclinó hacia el niño y le golpeó la espalda. Dick y los otros le imitaron con una palmada y Tim emitió su más profundo ladrido de aprobación.

Ricardo se había puesto ahora rojo de alegría.

—Gracias —expresó con torpeza—. Siempre me acordaré de esto.

—Intenta hacerlo, hijo mío —confirmó su padre—. El caso podía haber terminado de una forma muy distinta.

—Pero no —replicó Ana, contenta—. Acabó así. Podemos volver a respirar con tranquilidad.

—Hasta la próxima vez —dijo Dick con una sonrisa—. ¿Tú qué crees, Tim, viejo amigo?

—¡Guau! —respondió Tim aporreando el suelo con el rabo—. ¡Guau!