Capítulo 20

Los cuatro niños habían oído la apresurada llegada del coche por el camino. Julián se acercó a la puerta de la cocina, ansioso de enterarse de lo que había ocurrido. Si el señor Perton estaba de regreso, eso podía significar dos cosas: o que Ricardo había alcanzado éxito en su empeño y se había escapado, o bien que había sido descubierto y devuelto el redil.

Escuchó toda la conversación desarrollada en la entrada. ¡Bueno! ¡Magnífico! Ricardo se había escapado y en este momento estaría contando toda la historia a la policía. Dentro de poco, los representantes del orden aparecerían en Owl's Dene y… ¡con cuántas cosas sorprendentes se encontrarían en la casa!

Cuando los hombres se retiraron a la habitación, salió de la cocina y se aproximó de puntillas a la puerta. ¿En qué consistirían sus planes? Esperaba que no la emprendiesen con él o los demás. Claro que contaban con Tim, pero, en caso de emergencia, Rooky no dudaría en disparar sobre el perro.

A Julián no le gustaron en absoluto los proyectos que los bandidos trazaban dentro de la habitación.

—Lo primero que haré es golpear las cabezas de esos críos una con contra otra, tan fuerte como pueda —gruñó Rooky—. El niño mayor… ¿cómo se llama?… Julián o algo por el estilo, ha debido ser quien planeó la huida de Ricardo Kent. Zurraré de lo lindo a ese metomentodo.

—¿Y qué hay de los diamantes? —preguntó otra voz—. Tendremos que esconderlos en sitio seguro antes de que llegue la policía. Hemos de darnos prisa.

—Bueno… Pasará algún tiempo antes de que adviertan que no pueden abrir el portillo, y algún tiempo más antes de que puedan escalar el muro. Disponemos de tiempo de sobra para dejar los diamantes en el cuarto de Weston. Si él está a salvo allí, también lo estarán los diamantes.

«¡Diamantes! —pensó Julián, excitado—. Así que tienen una partida de diamantes escondidos en la casa. ¿Qué más habrá?»

—Cógelos, Rooky —urgió el señor Perton—. Llévalos al cuarto secreto en seguida. Y date prisa. La policía puede presentarse de un momento a otro.

—Les contaremos un cuento sobre el niño Ricardo y sus amigos —dijo la voz del cuarto hombre—. Diremos que los cogimos a todos ellos invadiendo nuestro terreno y los hemos retenido para castigarlos. Si nos diese tiempo, lo mejor sería dejarlos a todos en libertad. Al fin y al cabo, no saben una palabra de nada. No pueden descubrir ningún secreto.

Rooky no se sentía dispuesto a permitirlo. Tenía planes espantosos con respecto a ellos. Sin embargo, sus compinches acabaron por convencerlo.

—Muy bien —dijo con enfado—. Que se vayan si todavía hay tiempo. Perton, tú llévalos hacia las puertas y échalos fuera antes de la llegada de la policía. Estarán agradecidos de marcharse y se perderán en la oscuridad. ¡Mejor para ellos!

—De acuerdo. Mientras, tú coge los diamantes y ocúpate de ellos —asintió el señor Perton. Julián percibió el ruido de su silla al levantarse. Se apresuró a regresar hacia la cocina.

Parecía que no les quedaba otro remedio que dejarse conducir fuera de la casa. Julián pensó que, si eso ocurría, esperarían cerca de allí la llegada de la policía. No se perderían en la oscuridad como deseaba Rooky.

El señor Perton entró en la cocina. Su mirada se posó sobre los niños. Tim gruñó.

—Así que llevasteis a cabo vuestro plan y escondisteis a Ricardo en el coche, ¿eh? —dijo—. Bien, os daremos vuestro merecido dejándoos fuera en la oscuridad. Lo más probable es que os perdáis y vaguéis durante días por el campo desierto que nos rodea. ¡Así lo espero!

Nadie respondió. El señor Perton intentó darle un bofetón a Julián, que se agachó a tiempo. Tim saltó sobre el hombre y Jorge se apresuró a sujetarlo por el collar. Pese a ello, el perro por poco parte en dos el brazo del señor Perton.

—Si este maldito perro tuviese que quedarse aquí un día más, no dudaría en pegarle un tiro —exclamó el señor Perton fuera de sí—. Venid todos. ¡Vamos!

—Adiós, Aggie —se despidió Ana.

Aggie y el jorobado les vieron salir de la cocina e internarse en el oscuro jardín. Aggie aparentaba sentirse muy asustada. El jorobado escupió detrás de ellos y soltó una palabrota.

Se encontraban a mitad de camino cuando llegó hasta ellos un rugido de motores acercándose a las puertas de Owl's Dene a toda prisa. Dos vehículos potentes y rápidos, con intensos faros. ¡Coches de la policía sin duda alguna! El señor Perton se detuvo en seco y luego empujó a los niños de nuevo hacia la casa. Ya era tarde para dejarlos en el exterior de la finca con la esperanza de que se perdiesen.

—Id a buscar a Rooky —les ordenó—. Se vuelve loco cuando tiene miedo. Y os aseguro que ahora se asustará de verdad, con la policía llamando a la puerta.

Julián y los demás entraron en la cocina con cautela. Harían todo lo posible para no comparecer ante Rooky. No había nadie en la estancia, ni siquiera el jorobado o Aggie.

El señor Perton se dirigió hacia la entrada.

—¿Habéis escondido ya los diamantes? —gritó.

—Sí —contestó una voz—. Los tiene Weston. Está todo en regla. ¿Has tenido tiempo de echar a los niños?

—No. Y la policía ha llegado ya al portillo —gruñó el señor Perton.

Se oyó un chillido de alguien, probablemente Rooky.

—¡La policía! ¿Ya? Si tuviese a Ricardo aquí le arrancaría la piel. Espera a que acabe de quemar unas cuantas cartas que no quiero que caigan en sus manos. Entonces cogeré a los otros niños. Alguien tiene que pagármelas y no me importa quién sea.

—No seas loco, Rooky —protestó el señor Perton—. ¿Quieres meterte en un lío otra vez por culpa de tu mal genio? Deja en paz a los niños.

Julián escuchó todo aquello y se sintió muy molesto. Tendría que esconder a sus compañeros. Ni siquiera Tim conseguiría protegerlos en caso de que Rooky tuviese una pistola. Pero… ¿dónde podía ocultarlos?

«Si Rooky se enfada más, es capaz de rebuscar por toda la casa de arriba abajo hasta localizarnos y vengarse de nosotros —pensó Julián—. ¡Qué lástima que no haya otro cuarto secreto para meternos nosotros también en él! Así estaríamos a salvo».

Mas, aun en el caso de que existiese, ellos ignoraban su situación. Oyó cómo Rooky subía al primer piso con los demás. Ahora tenían una oportunidad. Sí, pero ¿dónde esconderse?

De pronto se le ocurrió una idea. De momento no pudo decidir si era buena o mala. Luego pensó que, en un caso u otro, tenían que intentarlo.

—Tenemos que ocultarnos —dijo a sus hermanos y a su prima—. Rooky no resulta de fiar cuando se enfada.

—¿Y dónde nos esconderemos? —preguntó Ana, asustada.

—En el cuarto secreto —respondió Julián. Todos se quedaron mirándole estupefactos.

—Pero… pero hay alguien escondido en él. Nos has dicho que lo viste la noche pasada —exclamó Jorge por fin.

—Ya lo sé. Y no podemos remediarlo. Pero si hay algo cierto es que ese hombre será la última persona en el mundo que desee delatarnos si nos encondemos con él. No tiene ningún interés en ser encontrado —dijo Julián—. Estaremos muy apretujados, porque el cuarto secreto es muy pequeño. Sin embargo, es el sitio más seguro que se me ocurre.

—Tim tendrá que venir también —intervino Jorge con firmeza.

Julián asintió.

—Claro que sí. Podemos necesitarle para que nos proteja del hombre que lo ocupa —dijo—. Se pondrá furioso y debemos evitar que llame a Rooky. Una vez que nos hayamos metido en el cuarto, todo irá bien, porque entonces Tim se cuidará de que no se mueva. Además, no se atreverá a gritar porque le diremos en seguida que la policía ha venido.

—¡Estupendo! —dijo Dick—. Vámonos. ¿No hay moros en la costa?

—No, todos se han ido arriba —contestó Julián—. Probablemente están quemando los documentos que no les interesa que sean encontrados. ¡Venid!

El jorobado y Aggie seguían sin dar señales de vida.

Seguramente al oír lo que pasaba habían resuelto esconderse ellos también. Julián guió a sus compañeros hacia el pequeño despacho.

Se aproximaron a la grande y sólida biblioteca que llegaba hasta el techo. Julián se dirigió rápidamente a una estantería y sacó todos los libros. Buscó la manecilla.

¡Allí estaba! La atrajo hacia él y el entrepaño trasero se deslizó en silencio hacia abajo, dejando una abertura, semejante a una ventana, sobre el cuarto secreto.

Los niños se quedaron asombrados. ¡Qué raro! ¡Qué extraordinario! Miraron a través de la abertura y vieron el pequeño cuarto iluminado por la luz de una vela. También descubrieron al hombre escondido y él los vio a ellos. Los contempló asombrado.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó con voz amenazadora—. ¿Quién os ha mandado abrir el entrepaño? ¿Dónde están Rooky y Perton?

—Venimos a reunimos con usted —repuso Julián con la mayor tranquilidad—. No haga ruido.

Primero hizo entrar a Jorge. Ésta se dejó resbalar a través de la abertura y cayó al suelo sobre sus pies. Tim la siguió de inmediato, empujado por Julián.

El hombre se había puesto en pie, enfadado y sorprendido. Era un hombre grande y fuerte, con unos ojos muy pequeños y semicerrados y una boca que expresaba una gran crueldad.

—¡Escuchad! —dijo con voz fuerte—. No estoy conforme con esto. ¿Dónde está Perton? ¡Eh! Per… —intentó gritar.

—Si dice una sola palabra más, mi perro saltará sobre usted —interrumpió Jorge en respuesta a una señal de Julián. Tim ladró con tanta ferocidad que el hombre se encogió.

—Yo… Yo… —empezó a decir. Tim ladró otra vez, enseñando todos sus magníficos dientes. El hombre saltó sobre la pequeña cama y allí se quedó, sumiso, extrañado y furioso. Dick fue el siguiente en deslizarse por el agujero y, luego, Ana. La pequeña habitación se hallaba repleta.

—¡Un momento! —exclamó Julián recordando algo de repente—. Yo tendré que quedarme fuera, porque hay que poner los libros en su sitio. Si no, Rooky notará que el estante está vacío y comprenderá que nos hemos metido en el cuarto secreto. Entonces caeríamos en sus manos.

—¡Oh! Julián, tienes que venir con nosotros —protestó Ana, asustada.

—No puedo, Ana. He de volver a cerrar el panel y colocar los libros —dijo Julián—. No podemos correr el riesgo de que nos encuentre antes de que la policía haya cogido al loco de Rooky. No me pasará nada, no te preocupes.

—¿La policía? —murmuró el hombre del cuarto secreto, y los ojos casi se le salieron de las órbitas—. ¿Está la policía aquí?

—En las puertas —contestó Julián—. Así que a callar, si no quiere usted que lo localicen en seguida.

Empujó la manecilla. El entrepaño volvió a su lugar sin el menor ruido. Julián puso los libros en su sitio sobre el estante tan de prisa como le fue posible. Luego salió del despacho, a fin de que los hombres no imaginaran siquiera que había puesto los pies en él. Se sentía satisfecho porque Rooky le había dejado el tiempo necesario para poner su plan en ejecución.

¿Dónde se escondería él? ¿Cuánto tiempo tardaría la policía en escalar el muro o en forzar las puertas? Con toda probabilidad no se demorarían demasiado.

Se oyeron pisadas sobre las escaleras. Era Rooky. En el acto descubrió a Julián.

—¡Ah! ¿Conque estás aquí? ¿Dónde se han metido los demás? Ya te ensebaré yo a estropear mis planes. Ya te enseñaré a…

Rooky tenía un látigo en la mano y parecía loco de verdad. Julián se asustó. Regresó corriendo al despacho y cerró la puerta a sus espaldas. Rooky empezó a golpearla. De pronto, resonó un ruido tan fuerte que Julián comprendió que había cogido una de las sillas de la entrada y golpeaba con ella. La puerta no resistiría mucho más y caría al suelo.