Capítulo 19

Ricardo se hallaba en aquel momento muy nervioso y excitado. Había partido con el coche, acurrucado en el portaequipajes, clavándosele en el cuerpo una caja de herramientas y revolviéndole el estómago el olor de una lata de gasolina.

El coche atravesó las puertas y emprendió la bajada de la colina. Avanzaba a gran velocidad en dirección desconocida. Una vez se paró de repente. Al girar en una curva estuvo a punto de chocar con un camión, por lo que el señor Perton tuvo que frenar en seco. El pobre Ricardo se llevó un susto terrible. Se golpeó la cabeza contra la tapa y gimió.

Se mantenía encogido en su estrecho escondite, sintiéndose enfermo y asustado. Empezó a lamentar el haber pretendido convertirse en un héroe. Deseaba chillar pidiendo auxilio. Cualquiera que fuera el tipo de heroicidad elegido resultaba difícil, pero aquello era algo espantoso. El coche continuó durante algunos kilómetros. Ricardo no tenía idea de adonde se dirigía. Al principio no oyó ninguna señal de tráfico, luego percibió el ruido de ruedas sobre la carretera y comprendió que se acercaba a una ciudad. En algún momento debieron pasar cerca de una estación de ferrocarril, porque Ricardo distinguió con claridad el resoplido de un tren y luego un fuerte silbido.

Por fin el coche se detuvo. Ricardo escuchó con tensa atención. ¿Se habría parado tan sólo a causa de las luces de algún semáforo o bien era que el señor Perton abandonaba el coche? En este caso ésta suponía su mejor oportunidad para escapar.

Oyó cómo se cerraba la portezuela. ¡Ah!, entonces el señor Perton estaba ya fuera del coche. Ricardo, después de esperar un poco, empujó con fuerza la tapa del portaequipajes. Julián la había apretado con exceso, mas al fin cedió y se abrió, cayendo hacia atrás con un ruido estrepitoso.

Ricardo miró a su alrededor con cautela. Se encontraba en una calle oscura. Algunas personas caminaban por la acera de enfrente. Un poco más lejos se veía un farol. Aquél era el momento oportuno para salir. ¿O andaría el señor Perton cerca?

Estiró una pierna para deslizarse fuera y saltar al suelo, pero había permanecido en aquella incómoda posición durante tanto tiempo que se le habían dormido las piernas y no podía moverse. Le asaltó un súbito calambre y se sintió dolorido y sumamente desdichado. Intentó estirarse.

¡Pobre Ricardo! Tenía la libertad ante sí y se veía forzado a moverse con desesperante lentitud. Sus piernas y brazos no le respondían. Se quedó sentado por unos segundos, pugnando por obligarse a sí mismo a salir de su prisión.

¡De pronto se dejó oír muy cerca la voz del señor Perton! Bajaba en aquel momento las escaleras de la casa delante de la cual había aparcado el coche. Ricardo se horrorizó al verlo. No se le había ocurrido que pudiera volver tan pronto.

Probó de nuevo a saltar fuera del portaequipajes y se cayó al suelo. El señor Perton sintió el ruido que produjo al caer y, pensando que alguien pretendía robar algo de la parte de atrás del coche, corrió hacia él.

Ricardo se puso en pie justo a tiempo para escabullirse de la mano que el señor Perton había alargado ya en su dirección. Se lanzó a toda la velocidad que le permitían sus entumecidas piernas hacia la acera de enfrente de la calle, con la esperanza de que sus rígidos miembros no le fallaran. El señor Perton se apresuró tras él.

—¡Eh, tú, párate! ¿Qué hacías dentro de mi coche? —gritó el señor Perton. Ricardo esquivó a un transeúnte y prosiguió su alocada carrera, asustadísimo. No debía dejarse coger.

El señor Perton le alcanzó al llegar al farol. Lo asió por el cuello y lo hizo girar bruscamente.

—¡Suélteme! —chilló Ricardo. La emprendió a patadas contra los tobillos del hombre, con tanta fuerza que casi lo tiró por el suelo.

El señor Perton lo reconoció.

—¡Dios mío! ¿Eres tú? —gritó—. El niño de Rooky. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo pudiste…?

Con un último y desesperado esfuerzo, Ricardo se escapó abandonando su chaqueta en manos del señor Perton. Sus piernas iban recobrando su elasticidad y podía ya correr más de prisa.

Dio la vuelta a la esquina, tropezando con un niño. Estaba lejos antes de que el asombrado chiquillo alcanzara a emitir un solo grito. El señor Perton giró a su vez en la esquina y fue a tropezar contra el mismo obstáculo. Esta vez el niño, con más agilidad que la primera vez, agarró al señor Perton por el abrigo, fuera de sí por haber sido golpeado dos veces seguidas.

Cuando el señor Perton consiguió deshacerse del furioso niño, Ricardo había desaparecido de su vista. El hombre corrió hacia la esquina y miró la escasamente alumbrada calle.

—¡Lo he perdido! ¡Pequeña peste! —exclamó con rabia—. ¿Cómo llegó hasta aquí? Por allí arriba veo un chico que parece ser él.

En efecto, lo era. Ricardo se había escondido en un jardín, pero el furioso ladrido de un perro le obligó a abandonar su refugio. Desesperado, abrió la verja y empezó a correr otra vez. El señor Perton lo siguió.

Se hallaba sin aliento. Dio vuelta a otra esquina con la esperanza de que a ningún transeúnte se le antojase detenerlo. El pobre Ricardo ya no se sentía nada heroico ni disfrutaba con esta aventura.

Se tambaleó en la esquina siguiente y llegó a la calle principal de la ciudad. Allí enfrente había un farol iluminando una palabra que lo hizo suspirar de alivio.

Agradecido, Ricardo subió los escalones y empujó la puerta del puesto de policía con tanta ansiedad que casi se cayó dentro. Se encontró en una especie de sala de espera con un agente sentado ante una mesa. Miró sorprendido a Ricardo al verle entrar con aquella premura.

—Bueno, ¿qué significa esto? —preguntó.

Ricardo se volvió asustado hacia la puerta, suponiendo que el señor Perton le seguiría de cerca. No lo hizo. La puerta siguió cerrada. El señor Perton se libraría muy bien de presentarse en un puesto de policía por poco que pudiese evitarlo, sobre todo pensando en que Ricardo pudiese haber empezado con su historia.

Ricardo jadeaba hasta tal punto que, al principio, no logró pronunciar una sola palabra. Luego le salió todo a la vez. El agente le escuchaba atónito. Cuando terminó su relato, llamó a un hombre grande y fuerte, que resultó ser un inspector muy importante.

Pidió a Ricardo que se lo repitiese todo despacio y tan claro como le fuera posible. El niño se sentía mucho mejor y orgulloso de sí mismo. ¡Pensar que lo había conseguido, que se había escapado del coche, huyendo del señor Perton, y que había llegado sano y salvo al puesto de policía! ¡Maravilloso!

—¿Dónde está situado Owl’s Dene? —preguntó el inspector. Él agente se encargó de informarle.

—Tiene que ser aquel viejo caserón que se alza sobre Owl’s Hill, señor. Recordará usted que una vez fuimos allí en busca de un fugitivo, pero todo parecía estar en regla. Lo cuida un jorobado y su hermana, y pertenece a una persona que sale con frecuencia de viaje. Se llama Perton.

—¡Justo! —gritó Ricardo—. Precisamente he llegado aquí en el coche del señor Perton, un «Bentley» negro.

—¿Conoces el número de su matrícula? —preguntó el inspector.

—KMF ciento dos —contestó Ricardo sin vacilar.

—¡Buen chico! —celebró el inspector.

Cogió el teléfono y dio instrucciones precisas a un coche de policía para que iniciase la búsqueda del «Bentley».

—¿De manera que tú eres Ricardo Thurlow Kent? —dijo luego—. Tu madre está muy preocupada por ti. Me encargaré de que la avisen en seguida. Sera mejor que te lleven a casa en un coche.

—Pero… Señor, ¿no podría ir a Owl’s Dene con usted? —protestó Ricardo, desalentado—. Ustedes irán allí en busca de Ana, Dick, Jorge y Julián, ¿no es eso?

—Claro que iremos —respondió el inspector—. Pero tú no nos acompañarás. Ya has tenido bastantes aventuras. Lo mejor es que te vayas a tu casa y te metas en la cama. Necesitas descansar. Ya has hecho suficiente escapándote y llegando hasta aquí. Te has portado como un verdadero héroe.

Ricardo no pudo impedir el sentirse satisfecho ante sus palabras. Sin embargo, ¡cuánto le hubiese gustado ir a Owl’s Dene con la policía! ¡Qué maravillosa escena cuando entrase en ella demostrando así a Julián lo bien que había solucionado su parte del asunto! Quizás entonces Julián se decidiese a cambiar su opinión sobre él.

Pero el inspector no estaba de acuerdo en llevarse a ningún niño en los coches que irían hacia Owl’s Dene. Confió a Ricardo a la custodia del joven agente y le ordenó que esperase hasta que llegase un coche para llevarlo a su casa. Después llamó por teléfono.

—¿No hay rastro del «Bentley»? Bien. Gracias. —Se dirigió al joven policía—. Nunca pensé que lo encontrasen. Probablemente se habrá apresurado a regresar hacia Owl’s Dene para poner a los demás al corriente de la escapatoria de Ricardo.

—Llegaremos allí pronto —dijo el policía sonriendo—. Nuestro «Wolseley» es tan rápido como un «Bentley».

El inspector se hallaba en lo cierto. Cuando el señor Perton vio a Ricardo tambaleándose sobre los escalones del puesto de policía, no se detuvo a meditar sobre lo que sería conveniente hacer. Corrió hacia el coche a toda velocidad, cerró la portezuela y salió disparado, seguro de que la policía no tardaría en iniciar la captura del coche matrícula KMF 102.

Cogiendo las curvas como un loco, tocaba la bocina sin cesar, haciendo que todo el mundo se apartase a toda prisa de la carretera. Pronto se encontró en el campo. Siguió corriendo a gran velocidad, gracias a sus potentes faros que iluminaban el camino hasta larga distancia.

Tan pronto como llegó a la colina donde se encontraba Owl’s Dene comenzó a apretar la bocina insistentemente. Nada más llegar a las puertas, éstas se abrieron. Alguien había oído su señal. ¡Estupendo! Recorrió el camino y frenó en seco delante de la puerta principal, que se abrió cuando saltó fuera del coche. Rooky estaba allí, con dos hombres más, todos con aire preocupado.

—¿Qué pasa, Perton? ¿Por qué has vuelto tan pronto? —gritó Rooky—. ¿Ha ocurrido algo malo?

El señor Perton se dirigió hacia ellos. Cerró la puerta y se enfrentó con los hombres en la entrada.

—¿Sabes lo que ha pasado? El niñito ese, Ricardo Kent, salió conmigo en el coche cuando me marché. ¿Te das cuenta? Escondido en el portaequipajes o algún otro sitio. ¿No lo habéis echado de menos?

—Sí —respondió Rooky—. Claro que lo hemos echado de menos. ¿Lo has dejado escapar, Perton?

—Bueno… —titubeó—, el hecho de que yo ignoraba su presencia en el coche y de que tuve que ir a hablar con Ted, le facilitó la escapada. Corrió como una liebre. Me faltó muy poco para cogerle una vez, pero se me escabulló dejando su chaqueta en mis manos. Y como se metió en un puesto de policía decidí que sería mejor dejarle y volver aquí para avisaros.

—Entonces la policía se presentará aquí antes de que puedas pronunciar «amén» —gritó Rooky—. Eres un loco, Perton. Tenías que haber atrapado al niño fuese como fuese. Hemos perdido nuestro rescate. ¡Y yo que me sentía tan contento de entendérmelas con ese pequeño bruto!

—Es inútil llorar sobre la leche derramada —adujo Perton—. ¿Qué hay de Weston? Suponte que la policía le encuentre. Lo están buscando. Los periódicos no hablan en estos días más que de la desaparición de Ricardo Kent y de Salomón Weston y su huida de la cárcel. Y estamos metidos hasta las orejas en los dos asuntos. ¿Es que deseas volver a la cárcel, Rooky? Acabas de salir de ella… ¿Qué haremos ahora?

—Debemos pensarlo —respondió Rooky con voz atemorizada—. Entremos en esta habitación.