Capítulo 18

Miraron hacia la casa y vieron al señor Perton de pie en la puerta principal, iluminado por la lámpara de la entrada. Hablaba con Rooky, que, según todas las apariencias, no pensaba marcharse. Al parecer, sólo el señor Perton iba a salir con el coche.

—¡Buena suerte, Ricardo! —murmuró Julián. Y él y los demás se alejaron para ocultarse entre las sombras del otro lado del camino.

Se quedaron allí en la oscuridad, observando cómo el señor Perton se encaminaba hacia el coche. Entró en él y cerró la puerta. ¡Gracias a Dios no había necesitado guardar nada en el portaequipajes!

El motor se puso en marcha y el coche se alejó por el camino. Al mismo tiempo se oyó el chirriante ruido del mecanismo del portillo iniciando la maniobra.

—Las puertas se están abriendo para él —susurró Dick.

Oyeron cómo el coche descendía por el camino, atravesando las puertas sin frenar. Tocó la bocina tan pronto como se encontró del otro lado, una especie de señal para los de la casa. Las puertas, que se habían abierto en el momento oportuno, se estaban cerrando ahora, si se tomaba en consideración el ruido que producían.

La puerta principal de la casa se cerró también. Los niños permanecieron allí, silenciosos, durante un minuto o dos, pensando en el pobre Ricardo, encerrado en el portaequipajes.

—Jamás me hubiese esperado nada semejante por su parte —exclamó Jorge.

—No, yo tampoco. Pero uno no puede saber con certeza lo que hay en el interior de los demás —repuso Julián, pensativo—. Supongo que incluso el peor de los cobardes, el más perverso, el más degradado, puede encontrar algo bueno en sí mismo si se toma la molestia de buscarlo.

—Sí. Es la voluntad de procurarlo, que falla con frecuencia —dijo Dick—. Mirad, allí está Aggie, en la puerta de la cocina. Nos llama.

Fueron hacia ella.

—Podéis entrar ahora —les dijo—. Me temo que no podré daros una gran cena, porque el jorobado estará presente. Intentaré dejaros algo más en vuestra habitación, debajo de las mantas.

Penetraron en la cocina. El ambiente resultaba agradable, con el fuego de leña y la suave luz de una lámpara de aceite. El jorobado se hallaba en el otro extremo de la estancia, muy atareado con un trapo y betún. Al ver a Tim profirió uno de sus acostumbrados gritos.

—Sacad inmediatamente de aquí a ese perro y dejadlo fuera —les ordenó.

—No —respondió Jorge con decisión.

—Entonces se lo diré a Rooky —amenazó el hombre. No se había dado cuenta, ni Aggie tampoco, de que no había más que cuatro niños en vez de cinco.

—Bueno, si Rooky se atreve a acercarse, estoy segura de que Tim le morderá la otra mano —replicó Jorge, desdeñosa—. De todos modos, ¿no cree que se sorprenderá mucho al ver que Tim sigue todavía vivo?

No se dijo una palabra más sobre el perro. Aggie depositó en silencio los restos de una tarta de ciruelas sobre la mesa.

—Aquí está vuestra cena —dijo.

Les tocó un trozo muy pequeño a cada uno de ellos. Estaban a punto de terminar, cuando el jorobado abandonó la habitación. Aggie aprovechó la ocasión para murmurar:

—Oí la radio a las seis. Transmitieron un mensaje de la policía sobre uno de vosotros, llamado Ricardo. Al parecer, su madre dio parte de su desaparición y la policía pidió noticias por la radio.

—¿De verdad? —preguntó Dick—. Entonces pronto aparecerán por aquí.

—Pero, ¿es que saben dónde estáis? —preguntó Aggie, sorprendida. Dick denegó con la cabeza.

—Todavía no, aunque supongo que pronto encontrarán nuestra pista y la seguirán hasta aquí.

Aggie parecía dudarlo.

—Nadie ha sido seguido hasta aquí todavía, y creo que jamás lo será. Una vez vinieron unos cuantos agentes buscando a alguien y el señor Perton les permitió pasar con mucha educación. Registraron la casa y toda la finca, pero no consiguieron hallar al hombre que buscaban.

Julián le dio un significativo empujoncito a Dick. Él sabía muy bien dónde se había ocultado aquel hombre: en la pequeña habitación secreta situada detrás del entrepaño que se deslizaba.

—¡Qué cosa más rara! No he visto ningún teléfono en la casa. ¿Es qué no lo tienen?

—No —contestó Aggie—. No hay teléfono, ni gas, ni electricidad, ni agua corriente, ni nada. Sólo secretos y señales, idas y venidas, amenazas y…

Se detuvo de pronto. El jorobado volvió a entrar y se acercó a la gran chimenea donde una tetera se calentaba sobre los trozos de leña encendidos. Miró a los niños.

—Rooky pregunta por el que se llama Ricardo —dijo con una sonrisa escalofriante—. Dice que quiere darle unas cuantas lecciones.

Los cuatro suspiraron con alivio por el hecho de que Ricardo estuviese lejos de ellos. Se sentían seguros de que a él no le hubiesen gustado en absoluto las lecciones que Rooky pretendía darle.

Se miraron el uno al otro, fingiendo sorpresa, y luego dirigieron sus miradas alrededor de la habitación.

—¿Ricardo? ¿Dónde está Ricardo?

—¿Qué queréis decir con eso de dónde está Ricardo? —preguntó el hombre, con voz tan amenazadora que Tim le dirigió un furioso gruñido—. Uno de vosotros se llama Ricardo, esto es todo lo que sé.

—¡Caramba! Eran cinco niños y ahora no hay más que cuatro —exclamó Aggie de repente, muy sorprendida—. Acabo de darme cuenta de ello. ¿Es Ricardo el que falta?

—¡Dios mío! ¿Dónde se habrá metido Ricardo? —dijo Julián, simulando un gran asombro. Llamó—: ¡Ricardo! ¡Ricardo! ¿Dónde estás?

El hombrecillo parecía a punto de estallar de cólera.

—Nada de trampas ahora. Uno de vosotros tiene que ser Ricardo. ¿Cuál? ¡Decidlo de una vez!

—Ninguno de nosotros —contestó Dick—. Caramba, ¿dónde puede haberse quedado Ricardo? ¿Crees que nos lo hemos dejado en el jardín, Julián?

—Eso me imagino —aseguró Julián. Fue hacia la ventana de la cocina y la abrió de par en par—. ¡Ricardo! —gritó—. ¡Ricardo! Te llaman.

Naturalmente, no hubo el menor indicio del tal Ricardo. Se hallaba a muchos kilómetros de allí, en el portaequipajes del «Bentley» negro.

Se oyó el ruido de pasos en la entrada y la puerta de la cocina se abrió de un violento empujón. Rooky apareció en el umbral, enfadado, con su mano vendada. Con un ladrido de alegría, Tim saltó hacia delante. Jorge alcanzó a sujetarlo a tiempo.

—¡Dichoso perro! ¿No te he mandado que lo envenenases? —chilló Rooky, furioso—. ¿Por qué no me has traído a ese niño, jorobado?

El jorobado parecía asustado.

—Ellos dicen que no está —trató de disculparse—. A no ser que sea uno de ellos.

Rooky los miró.

—No, no es ninguno de ellos. ¿Dónde está Ricardo? —le preguntó a Julián.

—Ya lo he llamado —respondió Julián con aire sorprendido—. ¡Qué cosa más rara! Ha permanecido todo el día fuera con nosotros y ahora no aparece por ningún lado. ¿Puedo ir a buscarle fuera?

—Lo llamaré otra vez —se ofreció Dick con muy buena voluntad, acercándose a la ventana—. ¡Ricardo!

—¡Calla! —ordenó Rooky—. Iré yo mismo y os aseguro que lo atraparé. ¿Dónde está mi lámpara? Cógela, Aggie. Cuando lo localice lo va a sentir mucho… pero que mucho.

—Yo también saldré —dijo el jorobado—. Tú vas por un lado y yo por el otro.

—Llama a Ben y Fred para que nos ayuden —dijo Rooky.

El enano marchó en busca de Ben y Fred, quienquiera que fuesen. Los niños supusieron que se trataba de los hombres que habían llegado con Rooky la noche pasada.

Rooky salió por la puerta de la cocina con su potente linterna. Ana se estremeció, aliviada por la idea de que no lograrían dar con Ricardo por mucho que rebuscasen por todas partes. Pronto otras voces se mezclaron a las de Rooky y el jorobado. Los hombres se separaron en dos bandos e iniciaron su búsqueda.

—¿Dónde estará el pobre niño? —murmuró Aggie.

—No lo sé —respondió Julián sin mentir. De ninguna manera revelaría su secreto a Aggie, a pesar de lo bien que se portaba con ellos.

La mujer abandonó también la habitación y los niños se agruparon, hablando en voz baja.

—Ha sido una verdadera bendición que se haya marchado Ricardo y no uno de nosotros —murmuró Jorge.

—¡Palabra que sí! No me gustó nada la mirada de Rooky cuando entró antes en la cocina —corroboró Julián.

—Bueno, Ricardo ha alcanzado ya una pequeña recompensa por su intento de mostrarse valeroso —comentó Ana—. Se ha salvado de verse maltratado por Rooky.

Julián miró el reloj de la cocina.

—¡Mirad! Son casi las nueve. Hay una radio en este estante. La conectaremos por si radian algún mensaje sobre nosotros o Ricardo.

Enchufó la radio y dio vueltas al botón hasta que captó la emisora adecuada. Después de unos minutos de noticias, llegó el mensaje que anhelaban oír:

«Ricardo Thurlow Kent, un niño de doce años, de buena estatura, rubio, ojos azules, vistiendo pantalones cortos grises, un jersey gris y una chaqueta del mismo color, falta de su casa desde este miércoles. Probablemente llevaba una bicicleta…».

El mensaje acababa comunicando el número de teléfono del puesto de policía adonde se podía llamar. No había ninguna noticia concerniente a Julián y a los demás. Se sintieron aliviados.

—Eso significa que mamá no sabe nada y, por tanto, no está preocupada —dijo Jorge—. Lo malo es que también quiere decir que, a no ser que Ricardo consiga auxilio, nadie podrá jamás encontrarnos aquí. Si no se nos da por desaparecidos no nos buscarán, y la verdad es que no me gustaría seguir por más tiempo en este lugar.

A ninguno de ellos le gustaba, como es lógico. Todas sus esperanzas se cifraban ahora en Ricardo. No parecía un puntal muy fuerte para apoyarse en él, pero uno no puede nunca asegurar nada. Quizá consiguiese escaparse del portaequipajes sin que lo vieran y llegar a un puesto de policía.

Al cabo de casi una hora, Rooky y sus compinches regresaron furiosos. Rooky se dirigió en el acto hacia Julián.

—¿Dónde se ha metido ese crío? Tú tienes que saberlo.

—¡Guau! —intervino Tim inmediatamente. Rooky indicó a Julián que se acercase a la entrada. Cuando salió, cerró la puerta de la cocina y le gritó de nuevo.

—Bueno, ya has oído lo que pregunté. ¿Dónde está el niño?

—¿Es que no está fuera? —respondió Julián con aire imperturbable—. ¡Dios mío! ¿Qué ha podido ocurrirle? Le juro que durante todo el día no se ha separado de nosotros. Aggie puede confirmárselo y el jorobado también.

—Ya me lo han dicho —dijo Rooky—. Pero no está en el exterior. Hemos mirado por todas partes. ¿Adónde se ha ido?

—Bueno, puede que se haya escondido en algún sitio dentro de la casa —sugirió Julián con aire inocente.

—Imposible —aseguró Rooky, rabioso—. La puerta principal ha permanecido cerrada todo el día, excepto cuando salió Perton. Y el jorobado y Aggie aseguran que no entró en la cocina.

—Un verdadero misterio, ¿verdad? —comentó Julián—. ¿Me permite buscarlo por la casa? Los demás podrían ayudarme. Tim olfatearía en seguida su pista.

—Ese perro no se moverá de la cocina —aseguró Rooky—. Tampoco ninguno de vosotros. Me imagino que ese endiablado chiquillo se habrá ocultado en alguna parte y estará riéndose de todos nosotros. Y también supongo que tú conoces ese lugar.

—No lo sé —dijo Julián—. Le digo la verdad.

—Como lo encuentre, le… le… —Rooky se calló, incapaz de pensar en algo lo bastante malo para el pobre Ricardo.

Fue a reunirse con los demás, murmurando amenazas entre dientes. Julián, aliviado, regresó a la cocina, muy contento de que Ricardo se hallase fuera del alcance de aquellos bandidos. Cierto que se había librado por casualidad, pero qué bendita casualidad… ¿Dónde estaría? ¿Qué haría en aquellos momentos? ¿Seguiría todavía en el portaequipajes del coche? ¡Cómo deseaba saberlo!