Capítulo 17

Aggie se las había arreglado para envolver unos cuchillos, tenedores, cucharas, platos y vasos y ponerlos en el fondo de la cesta. Había dos grandes botellas de leche, un pastel de carne recubierto con una pasta deliciosa y una barbaridad de pasteles, galletas y naranjas. Incluso les había preparado unos dulces caseros. Aggie se había mostrado muy generosa.

Desocuparon la cesta a toda prisa y se llevaron las provisiones detrás de unas matas. Se sentaron sobre el suelo y empezaron a comer un banquete de primera calidad. Tim recibió su parte del pastel de carne y muchas galletas. También se tragó gran parte del queso duro y amarillento.

—Ahora será mejor que lo lavemos todo en aquella fuente y volvamos a empaquetarlo y guardarlo en el fondo de la cesta —dijo Julián—. No me gustaría que Aggie sufriera algún disgusto por su bondad.

Pronto los cacharros estuvieron limpios y colocados dentro de la cesta. Los cubrieron con la ropa de manera que no se notase nada.

Aggie volvió sobre una media hora más tarde. Los niños se acercaron a ella y le hablaron en voz baja.

—Gracias, Aggie. Estaba todo delicioso.

—Es usted una mujer excelente. Hemos disfrutado de lo lindo.

—Apostaría a que el jorobado no gozó con su comida tanto como nosotros.

—¡Silencio! —exclamó Aggie, contenta y asustada a la vez—. Jamás se sabe cuándo el jorobado puede estar escuchando. Tiene orejas de liebre. Oídme ahora. A la hora del té iré a recoger los huevos del gallinero. Llevaré una cesta para transportarlos y pondré vuestra merienda en ella. Dejaré la cesta en el gallinero y me marcharé un momento. Entonces vosotros podéis ir a recogerla.

—¡Es usted maravillosa, Aggie! —dijo Julián.

Aggie rebosaba satisfacción. Se notaba que nadie le había dirigido jamás una palabra amable ni la había admirado desde hacía una eternidad. Era una pobre, desdichada y asustada mujer, que se divertía con su pequeño secreto. También se alegraba de poder engañar al jorobado. Aquello constituía una pequeña venganza por todos los años durante los cuales la había maltratado.

Tendió parte de la ropa de la cesta, dejando algunas prendas para tapar los cubiertos de la comida, y regresó a la casa.

—¡Pobre vieja! —dijo Dick—. ¡Qué vida más triste!

—Sí, no me gustaría verme obligado a vivir aquí años y años con rufianes como Perton y Rooky —corroboró Julián.

—Me parece que llevamos camino de ello si no nos apresuramos a pensar en un plan para escaparnos —afirmó Dick.

—Sí, vale más que nos dediquemos a fondo a la cuestión —asintió Julián—. Venid hacia aquellos árboles. Podemos sentarnos sobre la arena y hablar sin correr el riesgo de ser oídos desde ninguna parte.

—¡Mirad! El jorobado le está sacando brillo al «Bentley» negro —dijo Jorge—. Voy a aproximarme a él y haré que Tim le ladre, a fin de que se convenza de que sigue todavía vivo.

Se llevó a Tim hasta las proximidades de «Bentley» y, naturalmente, el perro ladró con fuerza cuando su ama se lo indicó. El enano se metió a toda prisa en el coche, cerrando la portezuela tras él. Jorge sonrió.

—¡Hola! —dijo—. ¿Se va usted de paseo? ¿Podemos Tim y yo ir con usted?

Hizo como si pensase abrir la puerta y el jorobado chilló:

—No permitas a ese perro entrar aquí. Ya he visto la mano de Rooky. No quiero que ese perro se me acerque.

—Llévenos de paseo —insistió Jorge—. A Tim le encantan los coches.

—¡Fuera de aquí! —chilló el hombre, agarrándose al manillar de la puerta como para proteger su vida—. Tengo que limpiar el coche del señor Perton para esta tarde sin falta. Déjame salir y terminar mi trabajo.

—Bueno, ya pudo comprobar que Tim continúa con vida —dijo Dick con una sonrisa—. Desde luego fue una buena idea. Nos veríamos metidos en un buen aprieto si no tuviésemos a Tim para protegernos.

Se dirigieron hacia los árboles y se sentaron en el suelo.

—¿Qué es lo que dijo el jorobado acerca del coche? —preguntó Julián.

Jorge se lo explicó. El chico parecía pensativo. Ana conocía esa mirada. Julián estaba meditando un plan.

—Julián, has tenido una idea, ¿verdad? ¿En qué consiste?

—Bueno, estaba pensando en algo… —empezó a decir Julián despacio—. En ese coche y en el hecho de que el señor Perton se va en él esta noche… Eso significa que tendrán que abrir el portillo…

—¿Y qué? —dijo Dick—. ¿Es que piensas irte con él?

—Exacto —replicó Julián, sorprendiéndolos—. Veréis, si no se marcha hasta que oscurezca, me parece que lograré meterme en el portaequipajes y esconderme en él hasta que el coche se detenga en algún sitio. Luego podría abrirlo, salir de él e ir a buscar ayuda.

Todos se quedaron mirándolo en silencio. Los ojos de Ana centellearon de alegría.

—¡Oh, Julián! ¡Es un plan fantástico!

—Me suena muy bien —corroboró Dick.

—La única pega es que no me hace ninguna gracia quedarme aquí dentro sin Julián —dijo Ana sintiéndose asustada de repente—. Todo va bien cuando Julián está con nosotros.

—Podría ir yo —se ofreció Dick.

—O yo misma —añadió Jorge—. Pero… —titubeó—, no habría sitio para Tim también.

—El portaequipajes parece bastante grande por fuera —dijo Julián—. Me gustaría poderme llevar a Ana conmigo. Así podría ponerla a salvo. Los demás estaréis bien mientras tengáis a Tim con vosotros.

Discutieron el asunto a conciencia y no callaron hasta la hora del té, cuando vieron llegar a Aggie con la cesta para recoger los huevos. Les hizo una seña para que no se acercasen a ella. Probablemente alguien los estaba vigilando. Se quedaron en donde estaban y la observaron. Se quedó allí poco tiempo, y salió con la cesta llena de huevos recién puestos. Se alejó en dirección a la casa, sin siquiera echar una ojeada a los niños.

—Iré a ver si dejó algo en el gallinero —dijo Dick. Pronto apareció de nuevo sonriente.

Aggie les había dejado unos doce bocadillos de carne, un gran trozo de pastel de cerezas y una botella de leche. Los niños se ocultaron detrás de las matas y Dick vació sus bolsillos.

—También dejó un hueso para Tim —dijo.

—Supongo que será bueno —observó Jorge en tono de duda. Julián lo olió.

—Parece perfectamente fresco —dijo—. Nada de veneno. Aggie no nos jugaría nunca una mala pasada como ésa.

Después del té se sintieron muy aburridos, hasta que Julián organizó unas carreras y unas competiciones de saltos. Claro que Tim les hubiese ganado a todos si le hubiesen considerado como un participante. Pero no lo era. No obstante, tomó parte en todo y ladró con tanta fuerza que el señor Perton se asomó a la ventana y les chilló que lo hiciesen callar.

—Lo siento —le contestó Jorge—. ¡Es que está tan contento hoy!

—El señor Perton se va a sentir muy intrigado —comentó Julián con una sonrisa—. Le hará una escena al jorobado por haber fallado con el asunto del veneno.

Cuando empezó a oscurecer, los niños sé acercaron con cautela al coche. El jorobado había terminado su trabajo en él. Julián abrió silenciosamente el portaequipajes y examinó el interior. Profirió una exclamación de disgusto.

—Es demasiado pequeño. ¡Cáspita! Me temo que no cabré en él. Ni tú tampoco, Dick.

—Entonces iré yo —propuso Ana con una vocecita temblorosa.

—De ninguna manera —exclamó a su vez Julián.

—Bueno, iré yo —decidió Ricardo ante la sorpresa de sus amigos—. Encogiéndome, creo que cabré, aunque, desde luego, muy justo.

—¡Tú! —dijo Dick—. Te morirías de miedo.

Ricardo guardó silencio por un momento.

—Sí, tendré mucho miedo —admitió al fin—. Pero estoy dispuesto a intentarlo. Haré cuanto esté en mi mano si me permitís probar. Al fin y al cabo, o voy yo o no puede ir nadie. No se lo consentiréis a Ana y no hay bastante sitio para Jorge con Tim, ni tampoco para Julián o Dick.

Todos estaban estupefactos. No parecía muy propio de Ricardo el ofrecerse para una acción desinteresada y valerosa. Julián se mostró dubitativo.

—Bueno, esto es algo muy serio, ¿sabes, Ricardo? —le dijo—. Quiero decir que, si te determinas a hacerlo, tendrá que ser como Dios manda, seguir hasta el final y no asustarte a mitad de camino y echarte a llorar para que esos bandidos te oigan y miren en el portaequipajes.

—Lo sé —respondió Ricardo con firmeza—. Creo que puedo conseguirlo. Me gustaría que os fiarais de mí.

—No comprendo el porqué de tu ofrecimiento para algo tan difícil —dijo Julián—. Es algo extraño en ti. Hasta ahora no has demostrado poseer mucho valor.

—Julián, yo sí lo comprendo —exclamó Ana de repente, tirando de la manga de su hermano—. Por una vez está pensando en nosotros y no en sí mismo. O, por lo menos, intenta hacerlo. Creo que merece que le demos la oportunidad de demostrar que tiene algo de valor.

—Eso es. Todo lo que os pido es una oportunidad —murmuró Ricardo en voz baja.

—Muy bien —asintió Julián—, la tendrás. Nos darás una buena sorpresa si consigues algo.

—Explícame exactamente lo que debo hacer —dijo Ricardo con un esfuerzo por hablar sin que le temblase la voz.

—De acuerdo. Tan pronto como te hayas metido dentro del portaequipajes, nosotros nos encargaremos de cerrarlo. Sólo Dios sabe cuánto tiempo te tocará esperar en la oscuridad. Te advierto que no te sentirás demasiado cómodo en él. Y cuando se ponga el coche en marcha te encontrarás mucho peor.

—¡Pobre Ricardo! —suspiró Ana.

—En el momento que el coche se detenga en cualquier sitio y oigas que los hombres salen de él, esperas uno o dos minutos hasta que se alejen. Entonces sales del portaequipajes y corres en busca del primer puesto de policía —prosiguió Julián—. Cuéntales tu historia sin entretenerte en detalles y dales esta dirección, Owl's Dene en Owl's Hill, a unos cuantos kilómetros de Middlecombe Woods. La policía sabrá cómo resolver la situación. ¿Comprendido?

—Sí —contestó Ricardo.

—¿Todavía quieres ir, ahora que conoces todas las dificultades? —preguntó Dick.

—Sí —repitió Ricardo. Se sorprendió al ser abrazado con calor por Ana.

—Ricardo, eres muy bueno. ¡Y yo que pensé que no lo eras…!

Julián le dio una palpada sobre la espalda.

—Bueno, Ricardo, lleva este asunto hasta el final y olvidaremos todas las tonterías que has hecho hasta ahora. Bien, ¿qué te parece si te metes en el portaequipajes? No sabemos cuándo se les ocurrirá venir a los hombres.

—Sí, me meteré ahora mismo —repuso Ricardo, sintiéndose muy valeroso después del abrazo de Ana y la palmada de Julián.

Este abrió el portaequipajes. Examinó la cara interna de la tapadera.

—No creo que se pueda abrir desde dentro —dijo—. En efecto, no se puede. La cerraremos dejando una pequeña abertura sirviéndonos de un palito o algo por el estilo. Esto le proporcionará un poco de ventilación y así podrá abrirla desde el interior cuando quiera. ¿Dónde hay un palito?

Dick encontró uno. Ricardo entró en el portaequipajes y se encogió cuanto pudo. No había mucho sitio, ni siquiera para él. Probablemente llegaría a sentir calambres. Julián cerró la tapadera y la sujetó con el palo, dejando una rendija de menos de un centímetro.

—¡Venga! ¡De prisa! ¡Alguien viene! —gritó Dick.