—Me parece que necesito un poco de ejercicio —dijo Jorge cuando Aggie se hubo marchado—. Exploraremos el jardín. Siempre cabe en lo posible encontrar algo que sea de utilidad.
Se levantaron, contentos de tener algo que hacer para no debatirse en sus por el momento insolubles problemas. ¿Quién hubiera podido pensar ayer, cuando corrían tan contentos sobre sus bicis a través del campo soleado, que hoy se verían prisioneros? Jamás se sabe lo que puede ocurrirle a uno. Claro que esa incertidumbre proporcionaba un poco de sal a la vida. Sin embargo, en el caso presente, les estropeaba la excursión en bicicleta.
No descubrieron nada interesante en el jardín, salvo dos vacas, muchas gallinas y una nidada de patitos. ¡Vaya! Ni siquiera el lechero necesitaba venir a Owl's Dene. La casa se abastecía por sí sola.
—El «Bentley» negro debe de ir todos los días a la ciudad para recoger el correo y comprar la carne y el pescado —dijo Jorge—. Exceptuando esas cosas, Owl's Dene puede seguir adelante durante meses sin precisar ningún contacto con el mundo exterior. Me imagino que dispondrá de montones de comida en conserva.
—Parece obra de magia la existencia de un lugar como éste, abandonado en una colina desierta, olvidado por todo el mundo y escondiendo Dios sabe qué secretos —opinó Dick—. Julián, me gustaría saber quién es el hombre que viste en la habitación secreta, el que roncaba.
—Alguien que no desea ser visto ni siquiera por el jorobado o Aggie —respondió Julián—. Alguien a quien la policía se alegraría de encontrar.
—Ojalá pudiésemos salir de aquí —suspiró Jorge con añoranza—. Odio este sitio. Uno puede darse cuenta en seguida de que algo malo sucede en él. Y aborrezco la idea de que alguien intente envenenar a Tim.
—No te preocupes, no será envenenado —la consoló Dick—. No lo permitiremos. Se comerá la mitad de nuestra ración, ¿verdad que sí, Tim, viejo amigo?
Tim asintió meneando su rabo. No se apartaba del lado de su ama aquella mañana. Se mantenía pegado a ella como una sanguijuela.
—Bueno, ya hemos recorrido todo el jardín y la verdad es que no hay mucho que ver —dijo Julián cuando se acercaban a la casa—. Supongo que el jorobado es quien se ocupa de ordeñar las vacas, dar de comer a los pollos y recoger las verduras. Aggie tiene bastante trabajo con la casa. Mirad, allí está el jorobado. ¡Está preparando la comida de Tim!
El hombre les hacía señales desde lejos.
—Aquí tenéis la comida del perro —les chilló.
—No digas una palabra, Jorge —ordenó Julián en voz baja—. Vamos a fingir que Tim se la come. Ya la tiraremos luego en algún rincón apartado. Ya verás la cara que pondrán mañana por la mañana, cuando adviertan que todavía vive.
El hombrecillo desapareció en dirección del establo, transportando un cubo en la mano. Ana rió.
—Se me ha ocurrido una broma estupenda para gastarle. Le haremos ver que Tim no se comió más que la mitad y que el resto se lo hemos dado a las gallinas y los patos.
—Y el jorobado se pondrá fuera de sí pensando que se morirán y le echarán una buena bronca —asintió entusiasmada Jorge—. Lo tiene bien merecido. Venid, iremos por la comida.
Corrió a coger la gran escudilla que el enano había dejado en el suelo. Tim la olió y se alejó en el acto. Estaba claro que no le habría hecho mucha gracia si le hubiesen obligado a comérsela. Era un perro muy sensato.
—De prisa, Julián, coge esa pala y cava un hoyo antes de que el jorobado vuelva —dijo Jorge.
Julián se puso a la obra sonriendo. En un minuto, el hoyo estuvo preparado en la tierra blanda. Jorge vació la comida en él, limpió la escudilla con una hojas y contempló cómo Julián volvía a rellenar el hoyo con la tierra. Ahora ningún animal correría el peligro de morir envenenado.
—Vámonos al gallinero. En cuanto veamos al jorobado, lo llamaremos —decidió Julián—. Nos preguntará lo que estamos haciendo y le soltaremos el cuentito. ¡Venid! Se merece un buen susto.
Se acercaron al gallinero y se quedaron observando a través de la alambrada. Cuando el enano salió, se volvieron hacia él y le llamaron.
Jorge fingió rascar los alimentos de la escudilla del perro y tirarlos en el gallinero. El jorobado la miró con intensidad. Luego corrió hacia ella gritando:
—¡No hagas eso! ¡No lo hagas!
—¿Qué pasa? —se interesó la niña con aire inocente, simulando empujar un resto de comida por la alambrada—. ¿Es que no puedo dar algunas migajas a las gallinas?
—¿Es ésta la escudilla donde puse la comida del perro? —preguntó el jorobado con brusquedad.
—Sí —contestó Jorge.
—¡No se lo comió todo y se lo estás dando a mis gallinas! —gritó el jorobado, furioso, a la vez que arrancaba la escudilla de las manos de Jorge. Ella aparentó sentirse muy enfadada.
—¡Déjeme! ¿Por qué sus gallinas no pueden comer unas migajas del alimento del perro? Tenía muy buen aspecto. ¿Por qué no se les puede dar un poco a las gallinas?
El hombre la fulminó con una mirada.
—¡Niño tonto! ¡Dar de esta comida a mis gallinas! Te mereces una buena zurra.
Naturalmente, pensaba que Jorge era un chico. Los otros los miraban interesados y divertidos. El jorobado hombrecillo se merecía pasar un buen susto por sus gallinas después de haber intentado envenenar al querido Tim.
El hombre, desesperado, no sabía qué hacer. Fue a buscar una fuerte escoba a un cobertizo que se alzaba allí cerca y entró en el gallinero. Evidentemente había decidido rastrillarlo todo hasta hacer desaparecer cualquier migaja envenenada que hubiese quedado. Barrió con fuerza, de rodillas, y los niños se quedaron contemplándole, contentos de que se castigase a sí mismo en esta forma.
—Jamás había visto a nadie barrer un gallinero hasta ahora —exclamó Dick en voz alta y llena de interés.
—Tampoco yo —le apoyó Jorge en el acto—. Debe de estar en extremo ansioso por criar a sus gallinas como es debido.
—Yo diría que es un trabajo bastante pesado —intervino Julián—. Me siento muy satisfecho de que no me corresponda efectuarlo a mí. Es una lástima barrer así las migajas de comida. ¡Un verdadero desperdicio!
Todos aprobaron sus palabras.
—Es extraño que este hombre se indigne tanto sólo porque he dado unas migajas de la comida de Tim a sus gallinas —continuó Jorge—. Quiero decir que me parece algo sospechoso.
—Sí que lo es —confirmó Dick—. A lo mejor es él quien tiene un carácter sospechoso.
El jorobado podía oír con claridad la conversación, lo cual era lo que pretendían los niños, naturalmente. Cesó de barrer y les chilló con malicia.
—¡Fuera de aquí, pequeñas pestes! —gritó levantando la escoba, como dispuesto a perseguirlos con ella.
—Parece una gallina enfurecida —exclamó Ana uniéndose al coro de burlas de sus compañeros.
—Está a punto de empezar a cloquear —quiso poner Ricardo su granito de arena. Todos se echaron a reír. El jorobado corrió a abrir la puerta del gallinero, enrojecido su semblante por la furia.
—Acaba de ocurrírseme la idea de que quizá haya puesto veneno en la comida de Tim —dijo Julián en voz alta—. Por eso se muestra tan preocupado por sus gallinas. Bueno, bueno… ¡Qué justo es el refrán que dice: «El que a hierro mata, a hierro muere»!
El mero hecho de mencionar el veneno frenó de súbito la acometida del enano. Tiró la escoba al interior del cobertizo y se fue hacia la casa sin decir una palabra más.
—Bueno, le hemos dado su merecido —sonrió Julián.
—Y vosotras, gallinas, no os preocupéis —dijo Ana, siempre compasiva, acercando su cara a la alambrada del gallinero—. No estáis envenenadas. Nunca pensaríamos en haceros daño.
—Aggie nos llama —les avisó Ricardo—. Mirad, puede que nos traiga algo de comer.
—Así lo espero —dijo Dick—. Tengo mucha hambre. Es curioso, los mayores no parecen sentir tanta hambre como los niños. Me dan lástima.
—¿Por qué? ¿Es que disfrutas teniendo hambre? —preguntó Ana mientras se encaminaban hacia la casa.
—Sí, cuando sé que me espera una buena comida —replicó Dick—. En caso contrario, no tendría ninguna gracia. ¡Dios mío! ¿Será eso todo lo que Aggie nos ha preparado?
Sobre el reborde de la ventana se veía un pan con aspecto de llevar cocido mucho tiempo y un trozo de queso duro y muy amarillento. Nada más. El jorobado estaba allí, vigilándolos con una perversa sonrisa.
—Aggie dice que ésa es vuestra comida —dijo, al mismo tiempo que se sentaba ante la mesa y se servía grandes cantidades de un estofado muy apetitoso.
—Una pequeña venganza por nuestra conducta en el gallinero —murmuró Julián—. Bueno, no me esperaba esto de Aggie. ¿Dónde se habrá metido?
En aquel momento salía por la puerta de la cocina, llevando una cesta que parecía llena de ropa.
—Voy a tender esto, jorobado. Vuelvo en seguida —le gritó—. Se volvió hacia los niños y les guiñó un ojo. Allí tenéis vuestra comida, sobre el reborde de la ventana. Cogedla e iros adonde os parezca a despacharla. Al jorobado y a mí no nos agrada que andéis rondando por la cocina.
De repente sonrió e hizo un gesto señalando hacia la cesta de la ropa. Los niños comprendieron en el acto. La verdadera comida se hallaba dentro de ella.
Cogieron el pan y el queso de la ventana y la siguieron. Ella depositó la cesta debajo de un árbol, bien lejos de la casa. Llevaba una cuerda atada a él.
—Luego vendré a tender mi colada —dijo, y con una sonrisa que transformó por completo su semblante, embelleciéndolo, volvió a la casa.
—La buena de Aggie —exclamó Julián, levantando la ropa—. ¡Cáspita! ¡Mirad aquí!