Se dejaron caer sobre la hierba, entre lamentos de desesperación.
—¿Por qué lo habrán hecho justo cuando nos hallábamos a punto de salir? —preguntó Dick—. ¿Creéis que se trata de una equivocación? Quiero decir que quizá pensaron que ya habíamos salido…
—Bueno, si ha sido una equivocación tiene fácil arreglo —repuso Julián—. Me acercaré en un momento con la bici a la casa y les diré que cerraron las puertas demasiado pronto.
—Sí, hazlo —respondió Jorge—. Te esperaremos aquí.
Pero antes que Julián hubiese tenido tiempo de montar sobre la bicicleta, llegó hasta ellos el ruido del coche que se acercaba por el largo camino. Los niños se pusieron en pie. Ricardo se escondió detrás de unas matas, muerto de pánico, ante la idea de enfrentarse con Rooky otra vez.
El coche se acercó a los chiquillos y frenó frente a ellos.
—Sí, aquí están todavía —dijo el señor Perton mientras salía del coche. A continuación se apeó también Rooky. Se dirigieron hacia el pequeño grupo.
Rooky les echó una mirada.
—¿Dónde está el otro niño? —preguntó.
—No me lo puedo imaginar —contestó Julián fríamente—. Quizá haya tenido tiempo de salir por el portillo. ¿Por qué cerró las puertas tan pronto, señor Perton?
Pero Rooky había descubierto a Ricardo, temblando detrás de las matas. Fue hacia él y lo arrastró afuera. Lo miró con atención. Luego lo llevó hasta el señor Perton.
—Sí, tal como me había imaginado. Aquí está el pequeño bribón. Se tiñó el pelo con hollín y por eso no lo reconocí. Sin embargo, cuando se marchó, estaba seguro de que me recordaba a alguien, por eso quise volver a verlo —y zarandeaba al pobre Ricardo como un gato zarandea a un ratón.
—Bueno, ¿y qué pretendes hacer ahora? —preguntó el señor Perton con desaliento.
—Llevárnoslo, claro —dijo Rooky—. Me valdré de él para vengarme de su padre; tendrá que abonar una suma muy fuerte si quiere volver a ver a su asqueroso hijito. Nos vendrá muy bien ese dinero. ¿No crees? Y al mismo tiempo este chico me las pagará por todas las mentiras que le contó a su padre sobre mí. ¡Qué rata más sucia!
Sacudió otra vez a Ricardo. Julián se adelantó, pálido y furioso.
—¡Ya está bien! —dijo—. Suelte a ese niño. ¿No le parece suficiente lo que ha hecho? Ha encerrado a mi hermano durante toda una noche, no nos permite salir de aquí y ahora habla de cometer un rapto. Acaba usted de salir de la cárcel y ya quiere volver a ella.
Rooky soltó a Ricardo y se adelantó hacia Julián. Con un gruñido, Tim se lanzó entre los dos y mordió la mano del hombre. Rooky soltó un chillido de rabia y se frotó la mano herida.
—Llama en seguida a este perro, ¿me oyes? —gritó a Julián.
—Lo haré volver atrás si se decide usted a hablar con sentido —contestó el muchacho, todavía pálido de rabia—. Nos dejará marchar a todos de aquí y ahora mismo. Vuelva a la casa y abra las puertas.
Tim ladró de una forma espantosa y Rooky y el señor Perton se apresuraron a retroceder unos cuantos pasos. Rooky cogió una gran piedra del suelo.
—Si se atreve a tirarnos esa piedra mandaré al perro que se eche otra vez contra usted —gritó Jorge, temiendo por la suerte de Tim. El señor Perton hizo caer la piedra de la mano de Rooky.
—No seas loco —le acusó—. Ese perro nos haría picadillo. Es enorme. Mírale los dientes. Por Dios, Rooky, déjalos que se marchen.
—No antes de llevar a término nuestro planes —repuso Rooky con furia, todavía frotándose la mano—. Manténlos a todos prisioneros dentro de la finca. No tardaremos en cumplir con nuestro cometido. Y lo que es más, me llevaré a esa pequeña rata conmigo cuando me marche. ¡Aja! Le enseñaré unas cuantas cosas, y a su padre también.
Tim volvió a gruñir. Estaba tratando de soltarse de la mano de Jorge. Ella le tenía firmemente asido por el collar. Ricardo tembló cuando oyó las amenazas proferidas por Rooky. Las lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Puedes lloriquear tanto como te apetezca —le chilló Rooky—. Espera a que te coja. ¡Miserable! ¡Cobarde! ¡Jamás tuviste un ápice de valor! Todo lo que sabes hacer es contar mentiras y portarte mal siempre que puedes.
—Mira, Rooky, es mejor que vengas a casa a curarte la mano —intervino el señor Perton—. Está sangrando de mala manera. Tendrás que lavarla y poner un desinfectante sobre la herida. Sabes muy bien que una mordedura de perro puede ser peligrosa. Ven. Ya te ocuparás luego de los niños.
Rooky se dejó llevar hasta el coche, amenazando a los niños con un gesto de su mano sana. Ellos lo contemplaron en silencio.
—¡Chiquillos entrometidos! ¡Pequeños…!
El resto de las palabras se perdió entre el ruido del motor. El señor Perton dio marcha atrás, hizo girar el coche y desapareció cuesta arriba. Los cinco niños se sentaron sobre la hierba. Ricardo empezó de nuevo a sollozar.
—¡Ricardo! ¡Cállate de una vez! —dijo Jorge con desprecio—. Rooky estaba en lo cierto cuando dijo que eras un pequeño cobarde, sin pizca de valor. Estoy por completo de acuerdo con él. Ana es mucho más valiente que tú. Ojalá no hubiésemos tropezado contigo jamás.
Ricardo se frotó los ojos con las manos. Las tenía llenas de hollín y se llenó la cara de chafarrinones. Presentaba un aspecto muy raro con las manchas de hollín surcadas por las lágrimas. Se le notaba verdaderamente desesperado.
—Lo siento —dijo lloriqueando—. Sé que no me creéis, pero os aseguro que lo siento de veras. Siempre he sido un poco cobarde. No lo puedo remediar.
—Sí, sí que puedes —dijo Julián con sorna—. Cualquiera puede evitar ser un cobarde. Tu cobardía consiste en preocuparte exclusivamente de tu miserable piel, en lugar de pensar en los demás. Hasta la pequeña Ana es capaz de preocuparse más por nosotros que por ella misma. Eso es lo que le proporciona valor. No podría mostrarse cobarde aunque lo intentase.
Aquello resultaba algo nuevo por completo para Ricardo. Intentó secarse las lágrimas.
—Haré lo que pueda para ser como vosotros —prometió en voz baja—. ¡Sois todos tan decentes! Jamás he tenido amigos como vosotros. No volveré a defraudaros.
—Bueno, ya lo veremos —respondió Julián con aire dubitativo—. Verdaderamente me darías una gran sorpresa si de repente te convirtieras en un héroe, claro está que una sorpresa muy agradable. Entre tanto, nos serviría de gran ayuda si cesases de gimotear y nos permitieses hablar.
Ricardo se calmó. En verdad que tenía una cara muy extraña con aquellas franjas de hollín. Julián se volvió hacia los demás.
—Esto es para volverse loco —dijo—. Justo cuando ya estábamos a punto de conseguir la libertad. ¿Qué pensarán hacer con nosotros? Supongo que nos encerrarán en una habitación y nos dejarán allí hasta que terminen su trabajo. Me imagino que consiste en llevar al hombre aquel hasta lugar seguro. Me refiero al que vi en el cuarto secreto.
—¿Crees que los padres de Ricardo no darán parte a la policía cuando adviertan su desaparición? —preguntó Jorge abrazando a Tim, que no cesaba de lamerla, feliz por tenerla de nuevo a su lado.
—Claro que sí. Pero, ¿qué ganarán con ello? La policía no posee la menor pista para dar con él —contestó Julián—. Tampoco nadie sabe dónde estamos nosotros. Tía Fanny no se preocupará, de momento, creyéndonos de excursión con nuestras bicis. Ya cuenta con que no le escribiremos todos los días.
—¿Tú crees que esos hombres piensan llevarme en realidad con ellos cuando se marchen? —le interrogó Ricardo.
—Bueno, espero que encontraremos la manera de escaparnos antes —dijo Julián, a quien le desagradaba responder afirmativamente. Sus propósitos eran bien claros.
—¿Y cómo podremos escaparnos? —insistió Ana—. Jamás lograríamos escalar estos muros. No creo que nadie se acerque por aquí tampoco. Los vendedores no llegan a estos sitios tan apartados.
—¿Y qué hay del cartero? —preguntó Dick.
—Lo más probable es que ellos mismos se encarguen de ir a buscar el correo cada día —repuso Julián—. Supongo que no desean que nadie venga por aquí. O puede que haya un buzón fuera del portillo. No había pensado en ello.
Trataron de comprobarlo. Mas, a pesar de estirar los cuellos hasta el máximo para ver la otra parte, no divisaron ningún buzón para que el cartero depositase en él las cartas. Así que la pequeña esperanza que les quedaba de hablar con el cartero y darle un mensaje se esfumó.
—¡Vaya! Ahí viene la mujer, Aggie, o como se llame —exclamó de pronto Jorge. Tim comenzó a ladrar. Todos volvieron la cabeza. Sí, Aggie avanzaba a buen paso por el camino. ¿Pensaría salir de la finca? ¿Se abrirían las puertas para ella?
Esta esperanza desapareció al acercarse a ellos.
—¡Ah!, aquí estáis. Traigo un mensaje para vosotros. Os dan a elegir entre dos cosas: o quedaros todo el día fuera y no poner ni siquiera un pie en la casa, o bien entrar en ella para ser encerrados en una habitación. —Miró a su alrededor con cautela y bajó la voz—. Siento que no hayáis podido marcharos. Ya es bastante malo para una vieja como yo estar atrapada aquí con el jorobado. Pero no es justo encerrar a niños en un sitio como éste. Y vosotros sois muy buenos chicos.
—Gracias —contestó Julián—. Ya que piensa usted que somos buenos, quizá quiera ayudarnos. Díganos, ¿hay alguna manera de salir de aquí aparte atravesar el portillo?
—No, no existe ninguna —repuso la mujer—. Cuando estas puertas se cierran, la finca se transforma en una cárcel. No se le permite a nadie entrar y sólo se puede salir con el consentimiento del señor Perton y los otros. Así que será mejor que no intentéis huir. No hay escapatoria posible.
Nadie contestó a estas palabras. Aggie miró hacia atrás, como si temiese que alguien la estuviese escuchando, acaso el jorobado. Luego prosiguió en voz baja:
—El señor Perton me ordenó que no os diese mucha comida. También le dijo al jorobado que preparase algo de comida con veneno dentro para el perro. Así que no le permitáis probar bocado fuera de lo que yo traiga.
—¡El muy bruto! —chilló Jorge, atrayendo a Tim hacia ella—. ¿Has oído eso, Tim? ¡Qué lástima que no hayas mordido al señor Perton también!
—¡Chitón! —dijo la mujer, asustada—. ¡No alborotéis! No debía haberos dicho esto, lo sabéis bien, pero os habéis portado muy bien conmigo y me regalasteis todo el dinero. Sois verdaderamente amables. Ahora, escuchadme. Será preferible que os quedéis aquí fuera, en el jardín. Si estáis encerrados no me atreveré a llevaros más comida. Rooky podría entrar y verla. Si permanecéis aquí, me será mucho más fácil traeros provisiones extras.
—Gracias —repitió Julián, y los demás asintieron—. De todos modos, ya estábamos decididos a quedarnos aquí. Supongo que el señor Perton teme que tropecemos por casualidad con uno de los secretos de la casa si se nos deja andar libremente por ella. Muy bien, dígale que elegimos el exterior. ¿Qué hay de nuestra comida? ¿Cómo nos las arreglaremos? No queremos causarle molestias, pero siempre nos sentimos hambrientos a las horas de las comidas y una buena comida nos iría de mil maravillas hoy.
—Ya me las arreglaré para que la tengáis —dijo Aggie sonriendo—. Pero, ¡cuidado con lo que os he dicho! Sobre todo, que el perro no coma nada de lo que el jorobado le prepare. Estará envenenado.
Alguien chilló desde la casa. Aggie levantó la cabeza y prestó atención.
—Es el jorobado, que me llama —les comunicó—. Debo irme ya.
—Bueno, bueno, bueno —comentó Julián—. Conque piensan envenenar a Tim, ¿eh? Tendrán que discurrir otra cosa mejor, viejo amigo, ¿no es verdad?
—¡Guau! —repuso Tim con gran seriedad.