Cosa de una hora más tarde se oyó un súbito chirrido. Ricardo, Jorge y Ana se sobresaltaron. Pero Julián sabía qué lo producía.
—Están abriendo las puertas —les explicó. Entonces recordaron lo que les había contado sobre el mecanismo que abría las puertas, aquel mecanismo que tenía una rueda sobre la cual había escrito un letrero que decía «puerta derecha, puerta izquierda, las dos puertas».
—¿Cómo lo sabes? —preguntó de pronto el jorobado, sorprendido y desconfiado.
—Pues… soy un buen adivino —contestó Julián airosamente—. Corríjame si me equivoco. He comprendido en seguida que estaban abriendo las puertas y además adivino que Rooky está entrando en este momento.
—Como sigas siendo tan perspicaz, un día lo vas a sentir —gruñó el jorobado, encaminándose hacia la puerta.
—Eso mismo me dijo mi madre cuando tenía dos años —dijo Julián, y los demás se echaron a reír. Si era preciso contestar, Julián siempre acertaba con la respuesta oportuna.
Se acercaron a la ventana y Jorge la abrió. Tim estaba allí fuera, sentado. Su ama había suplicado a la mujer que le permitiese entrar, pero ella se había negado. Le había echado algunos restos de comida y le había dicho a Jorge que podía beber en un charco que se había formado en el patio. Le era imposible hacer nada más por él.
—¡Tim! —gritó Jorge cuando oyó el ruido de un coche adelantándose sobre el camino—. Tim, quédate ahí, no te muevas.
Tenía miedo de que Tim corriese hacia el vehículo y saltase sobre la primera persona que se apease de él. El perro la miró con aire interrogante. Estaba desconcertado con todo aquel asunto. ¿Por qué no se le permitía permanecer dentro de la casa con su ama? Sabía muy bien que a ciertas personas no les gustaban los perros, pero Jorge rehusaba, por regla general, ir a casa de ellas. También le desorientaba el hecho de que ella no saliese a verle.
Jorge continuaba inclinada sobre la ventana. Él podía oír su voz, incluso alcanzaría a lamer su mano si se pusiese derecho sobre sus patas traseras, apoyándose contra la pared.
—Cierra esa ventana y métete dentro ahora mismo —ordenó con malicia el jorobado. Disfrutaba al ver que Jorge se sentía nerviosa por tener que estar separada de su perro.
—Ahí llega el coche —exclamó Julián. Echaron una ojeada al exterior y se miraron entre sí. Claro, era el KMF ciento dos.
El «Bentley» negro pasó bajo las ventanas de la cocina y se adelantó hacia la puerta principal. Tres hombres salieron del coche. Ricardo se echó en el acto hacia atrás, súbitamente pálido.
Julián fijó en él su mirada, levantando las cejas, como para preguntarle si había reconocido a Rooky en uno de aquellos hombres. Ricardo asintió con aire desdichado. Estaba asustadísimo.
El chirrido se dejó sentir de nuevo. Al parecer estaban cerrando el portillo. Se oyeron voces en la entrada. Luego los hombres entraron en una habitación y cerraron la puerta.
Julián se preguntó si podría deslizarse fuera de la habitación sin que se dieran cuenta e ir a comprobar si Dick se encontraba bien. Inició el movimiento pensando que el jorobado se hallaba demasiado entretenido con un montón de zapatos sucios. Pero su desagradable voz se elevó en seguida.
—¿Adónde vas? Si no obedeces mis órdenes, se lo diré al señor Perton y te aseguro que te arrepentirás.
—Pronto habrá muchos hombres en esta casa que se sentirán profundamente arrepentidos —respondió Julián con una voz tan alegre que crispó los nervios de su oponente—. ¡Vaya con cuidado, jorobado!
El hombrecillo perdió los estribos y arrojó a Julián el cepillo con que limpiaba los zapatos. Julián lo recogió con destreza en el aire y lo dejó sobre la chimenea.
—Gracias —dijo—. ¿No le apetece tirar otro?
—¡Oh! No lo irrites —imploró la mujer—. No sabes cómo se pone cuando saca el mal genio. No lo hagas, por favor.
La puerta de la habitación en que habían entrado los hombres se abrió y se percibieron los pasos de alguien que subía las escaleras. «Van a buscar a Dick», pensó Julián.
El enano tomó otro cepillo y siguió limpiando zapatos, refunfuñando por lo bajo con enfado. La mujer, entre tanto, proseguía preparando la comida. Jorge, Ana y Ricardo prestaban atención, mirando a Julián. Ellos también habían adivinado que el hombre había subido a buscar a Dick para llevarlo ante Rooky.
De nuevo sonaron los pasos, aunque esta vez eran dos pasos distintos y bajaban en lugar de subir. Sí, debían ser Dick y el hombre. Reconocían la voz de su compañero.
—¡Suélteme el brazo! ¡Puedo andar sin que me arrastre! —le oyeron decir indignado. ¡El bueno de Dick! No consentiría que lo dominasen sin protestar como era debido.
Le hicieron entrar en la habitación donde esperaban los tres hombres. De pronto, habló alguien en tono fuerte e indignado.
—Éste no es el chico. ¡Idiotas! ¡Os habéis equivocado de chico!
El jorobado y la mujer se miraron el uno al otro, confusos. Algo había ido mal. Fueron hacia la puerta y se quedaron allí en silencio. Los niños se hallaban justo detrás de ellos. Con infinitas precauciones, Julián atrajo a Ricardo hacia atrás.
—Frota un poco de hollín sobre tu pelo —murmuró—, hasta que esté tan negro como te sea posible. Si los hombres vienen aquí para vernos, probablemente no te reconocerán con tanta facilidad si tienes el pelo oscuro. Venga, de prisa, ahora que los demás no se fijan en ti.
Julián apuntaba hacia la reja de la chimenea, cubierta por el hollín. Ricardo extendió sus temblorosas manos y las cubrió con él. Luego las frotó sobre su rubio cabello.
—Más —ordenó Julián en un susurro—, mucho más. ¡Sigue! Me quedaré delante de ti para que los demás no vean lo que haces.
Ricardo frotó más hollín sobre su pelo. Julián asintió. Sí, era suficiente. Ricardo parecía otra persona. Julián esperaba que Ana y Jorge se mostrasen lo bastante sensatas como para no prorrumpir en exclamaciones cuando lo viesen.
Evidentemente se había originado una fuerte discusión en la habitación de la entrada. Las voces iban subiendo de volumen, pero no se podían comprender muchas de las palabras desde donde escuchaban los niños, en la puerta de la cocina.
De repente sonó muy clara la voz de Dick.
—Ya les dije que se habían equivocado. Ahora, déjenme marchar.
De pronto, el jorobado empujó con brusquedad a todos apartándolos de la puerta, excepto al pobre Ricardo, que se había metido en el rincón más oscuro que pudo encontrar temblando de miedo.
—¡Ya vienen! —susurró—. ¡Fuera de aquí!
Todos obedecieron. El jorobado volvió a sus zapatos, la mujer comenzó a pelar patatas y los niños se dedicaron con afán a hojear unas viejas revistas que habían hallado.
Los pasos se acercaron hacia la puerta de la cocina. Alguien la abrió de par en par. El señor Perton se dejó ver en el umbral y tras él se veía a otro hombre. No cabía duda sobre quién era.
Gruesos labios, una nariz enorme… Sí, era el rufián Rooky, en el pasado guardaespaldas del padre de Ricardo. El hombre que odiaba al niño porque había ido con cuentos sobre él a su padre y por esta causa había sido despedido.
Dick aparecía entre los dos hombres y les hizo un gesto amistoso con la mano. Julián sonrió. ¡El bueno de Dick!
Rooky miró a los cuatro niños. Su mirada se detuvo un instante sobre Ricardo y luego se alejó. No lo había reconocido.
—Bueno, señor Perton —dijo Julián—. Me alegra ver que ha hecho usted bajar a mi hermano de la habitación donde lo encerró anoche. Supongo que eso significa que puede venirse con nosotros. No alcanzo a imaginarme por qué lo trajo usted aquí y lo hizo prisionero.
—Escúchame —empezó el señor Perton, en un tono distinto del que había empleado antes—. Mira, nos hemos equivocado. No necesitáis saber ni el porqué, ni el cómo. Eso no os incumbe. Éste no es el niño que buscábamos.
—Ya habíamos dicho que era nuestro hermano —intervino Ana.
—Cierto —respondió el señor Perton con cortesía—. Siento no haberlo creído. Estas cosas ocurren a veces. Bien, queremos haceros un regalo para compensar cualquier incomodidad que hayáis sufrido. Aquí tenis diez libras para compraros helados y cosas por el estilo. Os podéis marchar cuando queráis.
—Y no vayáis con cuentos de hadas a nadie —ordenó Rooky con expresión amenazadora—. Nos hemos equivocado, pero no queremos que se hable del asunto. Si se os ocurre decir cualquier tontería, la desmentiremos. Aseguraremos que encontramos a este niño perdido en el bosque, nos dio lástima y lo trajimos aquí a pasar la noche. A vosotros os cazamos cometiendo una infracción en nuestra finca, ¿entendido?
—Perfectamente —asintió Julián con voz fría y un poco burlona—. ¿Podemos marcharnos ahora?
—Sí —dijo el señor Perton. Metió la mano en su bolsillo y sacó un puñado de billetes. Entregó dos libras a cada uno de los niños. Ellos miraron a Julián para saber si debían aceptar o no. A ninguno le hacía la menor gracia recibir dinero del señor Perton, pero sabían que no debían rechazarlo si Julián así se lo indicaba.
Julián tomó las dos libras que se le tendían y se las guardó en el bolsillo sin una palabra de agradecimiento. Los otros le imitaron. Ricardo mantuvo la cabeza baja todo el rato, rezando a Dios por que los dos hombres no advirtieran el modo en que le temblaban las piernas. Estaba aterrorizado ante la presencia de Rooky.
—Ahora, ¡largo de aquí! —dijo Rooky cuando se hubieron repartido las diez libras—. Olvidad todo lo que ha pasado o tendréis que lamentarlo.
Abrió la puerta que daba sobre el jardín. Los niños salieron en silencio; Ricardo, procurando ocultarse en medio de ellos. Tim los estaba esperando. Dio un ladrido de bienvenida y se arrojó sobre Jorge acariciándola, lamiendo todas las partes de su cuerpo que se hallaban a su alcance. Volvió la cabeza hacia la puerta de la cocina y gruñó como preguntando: «¿Queréis que entre por alguno de ellos?»
—No —rechazó Jorge—. Tú te vienes con nosotros. Salgamos de aquí lo más pronto posible.
—Dadme vuestro dinero, de prisa —ordenó Julián en voz baja tan pronto como dieron la vuelta a la esquina y estuvieron fuera de la vista de las ventanas. Todos le tendieron el dinero, sorprendidos. ¿Qué pensaba hacer con él?
La mujer había salido fuera para ver cómo se marchaban. Julián la llamó con un gesto. Se acercó dudando.
—Para usted —dijo Julián poniendo el dinero en sus manos—. Nosotros no lo queremos.
La mujer lo cogió, asombrada. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Caramba, esto es una fortuna. No, no, tomadlo. Sois muy buenos, muy buenos.
Julián dio la vuelta, dejando a la mujer allí de pie, admirada y feliz, mirándolo. Corrió hacia los demás.
—Ha sido una idea muy buena —afirmó Ana con calor, y sus compañeros asintieron. Todos se compadecían de la pobre mujer.
—¡Adelante! —dijo Julián—. No debemos retrasarnos si queremos llegar cuando se abran las puertas. Escuchad, se puede oír el chirrido que llega desde la casa. Alguien ha puesto el mecanismo en marcha para abrir las puertas. Gracias a Dios, estamos libres y Ricardo también. Ha sido una verdadera suerte.
—Sí. Tenía tanto miedo de que Rooky me reconociese, a pesar de haberme teñido el pelo con el hollín —confirmó Ricardo, mucho más alegre—. Mirad. Se ve el final del camino y el portillo está abierto. ¡Somos libres!
—Recogeremos las bicicletas —decidió Julián—. Recuerdo en dónde las hemos dejado. Puedes subirte en la barra de la mía, Ricardo, porque ahora nos falta una. Dick ha de montar en la suya. ¿Recuerdas que la cogiste prestada? Mirad, aquí están.
Montaron sobre sus vehículos y avanzaron un trecho por el camino. De pronto, Ana lanzó un grito de espanto.
—¡Julián! ¡Las puertas se están cerrando! Corred, corred, o nos quedaremos dentro.
En efecto, todos pudieron ver, con horror, cómo se cerraban las puertas muy despacio. Pedalearon a toda la velocidad que les fue posible, pero sin resultado. Cuando llegaron al portillo estaba bien cerrado. A pesar de sacudirlo con fuerza no pudieron abrirlo. ¡Caramba, qué mala suerte! Ahora que se encontraban casi a salvo.