Capítulo 13

Se dejó oír un ruido curioso, como si un poderoso mecanismo hubiese sido puesto en marcha. Julián se apresuró a hacer retroceder el volante hasta la posición inicial. Si hacía tanto ruido, no valía la pena intentar abrir las puertas. Despertaría al señor Perton y lo haría salir corriendo fuera de la habitación.

«Sea lo que sea, me parece muy ingenioso», pensó el chico, examinándolo tan a fondo como le fue posible bajo los tenues rayos de la luna que se infiltraban por la ventana. Miró a su alrededor de nuevo. Un sonido que llegó a sus oídos le forzó a detenerse de pronto.

«Es alguien que ronca —pensó—. Más vale no tocar nada aquí. ¿Dónde estará el durmiente? Seguro que por algún cuarto no lejos de aquí».

Con cautela, avanzó de puntillas hasta la puerta siguiente y asomó la cabeza al interior. Era una especie de galería, pero no había nadie en ella y no se percibía el ronquido desde allí.

Se sentía desconcertado. No parecía haber ninguna otra habitación más allá. Regresó al taller y escuchó. Sí, ahora volvía a oír el ruido. No cabía duda de que se trataba del ronquido de alguien. Alguien que se encontraba cerca, aunque no lo bastante para ser oído con claridad ni ser visto. ¡Muy raro!

Julián se movió despacio por la habitación, intentando localizar el sitio desde donde el ronquido se oía más fuerte. Sí, allí, cerca de la biblioteca, que llegaba hasta el techo. Pero… ¿de dónde procedía el sonido? ¿Habría algún cuarto detrás de la pared del despacho? No pudo encontrarlo. Únicamente había allí la pared del pasillo, por lo que él podía ver. Otra vez volvió al despacho y se acercó a la biblioteca. Sí, se oía de nuevo. Alguien dormía y roncaba cerca de allí, pero… ¿dónde?

Julián empezó a registrar la biblioteca. Aparecía repleta de libros, apretujados los unos contra los otros, novelas, biografías, libros de referencias, todos libros buenos. Sacó unos cuantos de su estante y examinó la biblioteca por detrás. Era de sólida madera.

Volvió a poner los libros en su sitio y continuó su investigación. Toda la biblioteca estaba construida de la misma sólida madera. Julián miró con atención los libros que brillaban bajo los rayos de la luna. Una estantería parecía distinta de las otras, menos ordenada, los libros no tan apiñados. ¿Por qué una estantería tenía que ser distinta de las demás?

Fue retirando muy despacio los libros de dicha estantería. Detrás de ellos se veía la madera otra vez. Julián acercó la mano y palpó. Encontró una manecilla escondida en un rincón. ¡Una manecilla! ¿Para qué serviría?

Con precaución, hizo girar la manecilla. Nada ocurrió. Entonces la empujó. Nada tampoco. La estiró hacia él y se desplazó unos quince centímetros.

Luego todo el tablero de esta singular estantería se deslizó hacia abajo, dejando una abertura lo bastante grande para que una persona pudiera penetrar por ella. Julián se quedó sin aliento. ¡Un entrepaño que se deslizaba! ¿Qué habría tras él?

Una pálida claridad se filtraba a través del espacio vacío.

Julián esperó hasta que se acostumbró a la súbita penumbra después de haber permanecido tanto tiempo bajo los rayos de la luna. Estaba temblando de excitación. El ronquido se oía tan fuerte que Julián pensó que el que dormía debía hallarse muy cerca de él. Gradualmente, descubrió una habitación muy pequeñita, con una cama estrecha, una mesa y una estantería, sobre la cual se adivinaban las siluetas de unas cuantas cosas. Una candela estaba encendida en un rincón. El durmiente yacía sobre la cama. Julián no pudo distinguir su rostro. Sólo acertó a vislumbrar que se trataba de un hombre grande y macizo. Roncaba con toda tranquilidad.

«¡Atiza! —pensó Julián—. ¡Qué hallazgo!» Un escondite secreto, un lugar excelente para ocultarse cualquier clase de gente que tuviese necesidad de ello y pudiese pagar por un escondrijo tan seguro. Deberían haberle advertido al hombre que procurase no roncar. Se había traicionado.

El niño no se atrevió a quedarse allá por más tiempo observando esta curiosa estancia. Había sido construida en el espacio comprendido entre la pared del estudio y la del pasillo. Probablemente databa de la época en que había sido edificada la casa.

Julián buscó la manecilla. La empujó hasta devolverla a su sitio y el entrepaño se deslizó otra vez en seguida. Resultaba evidente que se habían preocupado de mantener el mecanismo en buen estado.

El ronquido sonaba otra vez encubierto. Julián colocó los libros, con la esperanza de recordar, más o menos, cómo los había encontrado.

Su excitación había subido de punto. Había descubierto uno de los secretos de Owl's Dene. La policía se interesaría mucho por este escondite y puede que se interesase todavía más por la persona que lo ocupaba.

Ahora era de suma importancia que él y los demás se escapasen. ¿Estaría bien que lo hiciesen sin Dick? No. Si los hombres sospechaban alguna traición de su parte o descubrían que conocía el escondite secreto, por ejemplo, podían intentar vengarse en Dick.

Pese a sus deseos de acudir cuanto antes a la policía, Julián decidió que no se podían escapar a no ser que lo hiciesen todos, incluyendo a Dick.

No siguió explorando. De repente se sintió muy cansado y subió despacio las escaleras. Pensó que debía acostarse y meditar detenidamente.

Fue al dormitorio. La llave aparecía aún sobre la cerradura. Entró en la habitación y cerró la puerta. El señor Perton, al día siguiente, advertiría que la llave no estaba echada, pero pensaría sin duda que no le había dado la vuelta como era debido… Julián se estiró sobre el colchón al lado de Ricardo. Los demás dormían profundamente.

Tenía la intención de pensar en todos los problemas que tenían planteados, mas, apenas cerró los ojos, el sopor lo invadió y se quedó dormido. No oyó ladrar a Tim, que había reanudado sus quejas. No oyó el alarido del búho que infundía a la noche en la colina un matiz de horror. No vio cómo la luna se deslizaba sobre el cielo.

A la mañana siguiente, el señor Perton no acudió a despertar a los niños. Se encargó de ello la mujer. Entró en la habitación y los llamó.

—Si queréis el desayuno, bajad a tomarlo.

Se sentaron, asombrados, en sus rudimentarios lechos.

—¡Hola! —dijo Julián, medio dormido aún—. ¿Ha dicho usted el desayuno? Eso suena bien. ¿Hay algún sitio en donde podamos lavarnos?

—Podéis lavaros en la cocina —respondió la mujer con hosquedad—. No voy a limpiar ningún cuarto de baño por vuestra culpa.

—Deje la puerta sin llave para que podamos salir —observó Julián con aire inocente—. El señor Perton la cerró con la llave.

—Eso es lo que dijo —contestó la mujer—, pero no lo ha hecho. No estaba cerrada cuando probé a abrirla esta mañana. Vosotros no lo sabíais, ¿verdad? Apuesto a que os hubieseis dedicado a pasear por toda la casa de haberos dado cuenta.

—Es muy posible —asintió Julián guiñando un ojo a los demás. Ellos sabían que había decidido ir en busca de Dick aquella noche y explorar un poco los alrededores. Sin embargo, ignoraban todo lo que había descubierto. No había querido despertarlos para contárselo por la noche.

—No tardéis mucho —dijo la mujer, y se marchó dejando la puerta abierta.

—Espero que le haya subido algo para desayunar al pobre Dick —suspiró Julián. Los demás se le acercaron.

—Julián, ¿encontraste a Dick anoche? —susurró Ana. Su hermano asintió con la cabeza. En voz baja y en pocas palabras les contó todo lo que había descubierto, dónde habían encerrado a Dick, y cómo había oído el ronquido y descubierto el entrepaño y la habitación secreta. No se olvidó del hombre que dormía en ella sin sospechar que Julián lo había visto.

—¡Julián! ¡Qué emocionante! —exclamó Jorge—. ¿Quién hubiese imaginado algo semejante?

—Sí, muy emocionante. También he descubierto el mecanismo que abre las puertas —prosiguió Julián—. Está en la misma habitación. Bueno, vamos: si no bajamos pronto a la cocina, la mujer esa vendrá a buscarnos otra vez. Espero que no esté allí el jorobado. No me gusta ni pizca.

Pero el jorobado estaba presente, terminando su desayuno sentado a una mesa pequeña. Puso mala cara a los niños, que fingieron ignorarlo.

—Habéis tardado mucho —gruñó la mujer—. Allí está la pila, por si queréis lavaros. He puesto una toalla para vosotros. Estáis todos muy sucios.

—Sí, lo estamos —confirmó Julián, en tono alegre—. Nos hacía mucha falta un baño anoche. Pero no se puede decir que nos hayan recibido muy calurosamente.

Cuando terminaron de lavarse, se dirigieron hacia una mesa grande y bien fregada. No había mantel sobre ella. La cocinera les había preparado pan y mantequilla, huevos duros y un jarro de chocolate bien caliente. Se sentaron y empezaron a servirse. Julián charlaba con gran animación, guiñando un ojo a los demás para indicarles que ellos también hiciesen lo mismo. No permitiría que el jorobado pensase que se sentían asustados o preocupados.

—¡Callaos! —ordenó el enano de pronto.

Julián no le hizo el menor caso. Continuó hablando y Jorge le siguió la corriente con su valentía habitual. Ana y Ricardo callaron atemorizados al oír la voz furiosa del hombrecillo.

—¿Habéis oído lo que os he dicho? —chilló el jorobado, levantándose de repente de la mesita en que estaba sentado—. ¡Callaos de una vez! ¿Que es eso de venir a mi cocina y armar este jolgorio? ¡A callar!

Julián se levantó también.

—No acepto órdenes de usted, sea usted quien sea —dijo, y parecía un hombre mayor—. Empiece por callarse usted mismo o, por lo menos, muéstrese más educado.

—¡Por favor! No le hables así, por favor, no lo hagas —intervino la mujer con voz llena de ansiedad—. Tiene un genio tan endiablado que es capaz de pegarte con un palo.

—Yo también le pegaría a él de buena gana —repuso Julián, enfadado.

Dios sabe lo que hubiese podido ocurrir de no haberse presentado el señor Perton en la cocina. Entró y miró con furia a su alrededor, dándose cuenta de que había jaleo.

—¿Es que has perdido los estribos otra vez, jorobado? —dijo—. Guarda tu genio para cuando lo necesitemos. Probablemente te pediré que lo saques a relucir en cualquier momento, si estos críos no se portan bien.

Observó a los niños con expresión de enfado. Luego miró a la mujer.

—Rooky llegará pronto —le dijo—. Vienen con él uno o dos más. Prepara una comida, una buena comida. Mantén a los chiquillos aquí, jorobado. Y vigílalos. Puede que los necesite luego.

Salió. La mujer se echó a temblar.

—Rooky viene —le cuchicheó al jorobado.

—Sigue con tu trabajo, mujer —respondió el enano—. Encárgate tú misma de traer las verduras. Yo tengo que vigilar a estos niños.

La pobre mujer corría nerviosa de un lado para otro. Ana la miró compadecida. Se acercó a ella.

—¿Quiere que le friegue los platos y los coloque en su sitio? —le preguntó—. Usted tiene mucho trabajo y yo no tengo nada que hacer.

—La ayudaremos todos —determinó Julián.

La mujer lo miró asombrada y agradecida. Era claro que no estaba acostumbrada a buenos modales o cualquier modo de educación.

—¡Ja! —exclamó el jorobado con sorna—. A mí no me engañaréis con vuestras finuras.

Nadie le prestó la menor atención. Los niños empezaron a recoger las cosas del desayuno. Ana y Jorge las depositaron dentro del fregadero y se afanaron en su tarea.

—¡Ja! —dijo el jorobado otra vez.

—Y ¡ja! también a usted —respondió Julián en un tono agradable, que hizo reír a los demás y enfurecer al jorobado de tal modo que los ojos le desaparecieron bajo las cejas de tanto fruncirlas.