Capítulo 12

La mujer les trajo un poco de comida, consistente en pan con mantequilla y mermelada y café caliente para beber. Los cuatro niños no estaban muy hambrientos, pero sí tenían sed. Se bebieron el café con ansia.

Jorge abrió la ventana y llamó despacito a Tim.

—¡Tim! Aquí hay algo para ti.

El perro continuaba allí abajo, observando y esperando. Sabía dónde se encontraba su ama. Había ladrado y lloriqueado por algún tiempo, pero ahora aparecía ya tranquilo.

Jorge estaba resuelta a hacerle entrar por el medio que fuese. Le dio todo su pan con mermelada, tirándoselo trozo a trozo y escuchando cómo lo devoraba. Hallaba algún consuelo en el pensamiento de que el viejo Tim sabía que ella pensaba en él.

—¡Escuchad! —dijo Julián viniendo del pasillo donde había permanecido algún tiempo al acecho—. Me parece que debiéramos apagar esta luz y que vosotros os acomodéis en los colchones. Colocaré un bulto en el mío y, así, si alguien viene, creerá que estoy en mi puesto. Pero no estaré.

—¿Adónde te irás, entonces? —preguntó Ana—. No nos dejes solos, por favor.

—Me esconderé en el pasillo, dentro del armario —explicó Julián—. Tengo el presentimiento de que nuestro agradable anfitrión, el señor Perton, se ocupará muy pronto de venir a encerrarnos con llave, y no tengo la menor intención de dejarme encerrar. Antes inspeccionará la habitación con su lámpara para ver si nos hemos dormido. Cuando se haya ido, os abriré y no habrá conseguido tenernos prisioneros.

—Es una idea estupenda —dijo Ana arropándose con una manta—. Es mejor que te metas en el armario cuando antes, Julián, no vaya a ser que nos cierren la puerta con llave para toda la noche.

Julián apagó la lámpara. Anduvo de puntillas hasta la puerta y salió, dejándola entreabierta. Ya en el pasillo, se dirigió hacia donde recordaba haber visto el armario. ¡Ah! ¡Allí estaba! Asió el mango y tiró. La puerta se abrió silenciosamente. Se deslizó dentro y dejó la puerta asimismo entreabierta para poder ver si alguien venía por el pasillo.

Esperó durante un intervalo de veinte minutos. El armario olía a moho y resultaba muy aburrido permanecer en su interior sin hacer nada en absoluto.

De pronto, por la ligera rendija de la puerta, notó como una luz se acercaba. ¡Alguien venía!

Miró a través de la abertura. Vio al señor Perton caminando de puntillas a lo largo del pasillo, con una pequeña lámpara de aceite en la mano. Fue hacia la puerta de la habitación de los niños y la empujó un poco. Julián lo observaba sin apenas atreverse a respirar.

¿Se daría cuenta de que el bulto que ocupaba uno de los colchones estaba formado por una manta enrollada y tapada por otra manta? Julián oró ardientemente por que no lo notase, ya que, en ese caso, todos sus planes se le estropearían.

El señor Perton sostuvo en alto la lámpara y miró con cautela dentro de la habitación. Vio cuatro bultos sobre los colchones. «Cuatro niños», pensó.

Era evidente que dormían. Muy despacio, el señor Perton cerró la puerta y con gran suavidad dio vuelta a la llave. Julián lo vigilaba lleno de ansiedad por si se metía la llave en el bolsillo. No, no se quedó con ella. La dejó en la cerradura. ¡Menos mal!

El hombre se alejó andando quedamente. No bajó al piso inferior, sino que desapareció en el interior de una habitación. Julián oyó cómo se cerraba la puerta. Después percibió el chirriar de la llave en la cerradura. Seguramente no se fiaba de su otro compañero, quienquiera que fuese. O quizá sospechaba del jorobado o de la mujer.

Julián esperó un rato y salió del armario. Se acercó a la habitación del señor Perton y miró por el ojo de la cerradura para comprobar si la luz se había apagado. Sí. ¿Se habría dormido el señor Perton? Eso Julián no podía asegurarlo.

De todos modos, no pensaba esperar hasta oírle roncar. Tenía que buscar a Dick. Le pareció lo mejor empezar por el desván de arriba.

«Apostaría a que el señor Perton había subido a ver a Dick cuando tiré las piedras —pensó Julián—. Entonces bajó y abrió la ventana para atraparnos dentro. Hemos caído en la trampa. Debía estarnos esperando dentro de la habitación. No me gusta el señor Perton. Tiene ideas demasiado luminosas».

Se puso en camino en dirección a las escaleras que llevaban al desván, pisando con sumo cuidado para no hacer ruido. Pero no podía evitar que los peldaños crujiesen y, a cada crujido, Julián se paraba y escuchaba temblando por si alguien lo había oído.

Al llegar arriba se encontró con un largo pasillo lleno de puertas. Se detuvo, pensando qué camino debía tomar.

¿Hacia dónde caía exactamente la luz que había visto? Podría jurar que era en este pasillo. Bueno, se acercaría a cada una de las habitaciones y miraría si brillaba alguna luz a través de la cerradura o por debajo de la puerta.

Fue pasando puerta tras puerta, todas entornadas. Julián las abrió una por una y descubrió oscuros y vacíos desvanes, otros rebosantes de trastos. Por fin llegó a una puerta que estaba cerrada. Miró por el ojo de la cerradura. No había ninguna luz dentro de la estancia.

Golpeo la puerta suavemente. Una voz contestó en el acto, la voz de Dick:

—¿Quién anda ahí?

—¡Calla! Soy yo, Julián —le susurró—. ¿Estás bien, Dick?

Se oyó el crujido de una cama, luego unos pasos sobre el suelo sin alfombrar. La voz de Dick le llegó del otro lado de la puerta, velada, con cautela.

—¡Julián! ¿Cómo llegaste hasta aquí? ¡Atiza, qué fantástico! ¿Puedes abrir la puerta y dejarme salir?

Julián había buscado ya la llave, pero no había ninguna. El señor Perton se la había llevado sin duda.

—No, no está la llave —dijo—. Dick, ¿qué te han hecho?

—No mucho, no te preocupes. Me arrastraron hacia el coche y me empujaron hacia dentro —respondió Dick—. El hombre llamado Rooky no estaba allí. Los otros le esperaron algún tiempo y luego nos pusimos en marcha. Pensaron que se había ido a ver a alguien a quien tenía la intención de visitar. Así es que todavía no lo he visto. Supongo que llegará mañana por la mañana. ¡Qué disgusto se llevará cuando vea que no soy Ricardo!

—Ricardo también ha vuelto —murmuró Julián—. ¡Ojalá no lo hubiese hecho! Si Rooky llega a verle, le raptará, estoy seguro de ello. La única esperanza que nos queda es que Rooky no se preocupe más que de ti, y como sus compinches piensan que somos todos una sola familia, cabe en lo posible que nos permitan marchar. ¿Has venido directamente aquí con el coche, Dick?

—Sí —respondió éste—. Cuando llegamos, las puertas se abrieron como por arte de magia y me encerraron. Uno de ellos vino a explicarme todo lo que Rooky haría conmigo cuando me viera y, de repente, se fue abajo y no volvió más.

—¡Oh!, apostaría a que fue cuando las piedras chocaron contra la ventana —dijo inmediatamente Julián—. ¿No las has oído?

—¡Atiza! Así que en eso consistía el ruido que oímos. El hombre que estaba conmigo se acercó a la ventana. Debió descubrirte en seguida. Ahora dime: ¿cómo has podido llegar hasta aquí? ¿Es verdad que estáis todos? Supongo que sería Tim el que ladraba ahí fuera.

Julián, muy de prisa, le contó lo sucedido desde que él y Jorge se habían encontrado a Ricardo, chillando, hasta el momento en que había subido las escaleras y lo había encontrado.

Se produjo un silencio cuando terminó su relato. Luego la voz de Dick llegó por el agujero.

—No sirve de mucho hacer planes, Julián. Si todo sale bien, saldremos de aquí por la mañana, cuando Rooky advierta que no soy el chico que busca. Y si sale mal, por lo menos estaremos juntos y podremos intentar algo. Me pregunto lo que pensará su madre cuando vea que esta noche Ricardo no llega.

—Probablemente pensará que ha ido a casa de su tía —contestó Julián—. Creo que ese chico no es nada de fiar. ¡Al diablo con él! Por culpa suya nos hemos metido en un buen lío… Bien. Esos hombres tendrán que inventar un buen cuento para explicar el motivo de haberte encerrado cuando mañana por la mañana adviertan que no eres Ricardo —continuó—. Dirán que tiraste piedras a su coche, o algo por el estilo, o bien que te habías herido y que te trajeron aquí para curarte. De todos modos, digan lo que digan, no armaremos ningún alboroto de momento. Nos iremos tranquilamente y después actuaremos de prisa. No sé lo que pasa aquí, pero desde luego es algo raro. La policía tendrá que encargarse de averiguarlo.

—Escucha, es Tim otra vez —dijo Dick—. Ladra para llamar a Jorge, supongo. Es mejor que te marches, Julián, por si despierta a alguno de los hombres y te encuentran aquí. Me siento muy feliz de saber que estás cerca. Muchísimas gracias por venir a buscarme.

—Buenas noches —se despidió Julián.

Se marchó por el pasillo, aprovechando las zonas iluminadas por la luna, mirando asustado hacia las sombras por si el señor Perton o cualquier otro estuviese esperándole.

Pero no tropezó con nadie. Tim había parado de ladrar. Un profundo silencio reinaba en toda la casa. Julián bajó por las escaleras hasta la habitación donde los otros dormían. Se detuvo un momento antes de entrar. ¿Y si hacía un poco más de exploración? Era una buena oportunidad.

Se determinó a hacerlo. El señor Perton dormía profundamente, pensó. También el jorobado y la mujer debían de haberse acostado ya. Se preguntó dónde estaría el otro hombre, el que había traído a Dick hasta Owl's Dene. No lo había visto por parte alguna. Cabía en lo posible que se hubiese marchado en el «Bentley» negro que salió a través del portillo cuando ellos llegaron.

Descendió hasta la planta baja impulsado por una idea luminosa. Intentaría abrir la puerta principal y mandar a los otros fuera. Sólo él debería quedarse para no abandonar a Dick.

Luego cambió de parecer. «No —pensó—. Ante todo Ana y Jorge se negarían a marcharse sin mí». Suponiendo que lograsen atravesar la puerta sin contratiempos y bajar por el camino, ¿cómo saldrían fuera de la finca? El portillo funcionaba por un mecanismo especial accionado desde la casa.

De manera que su idea luminosa resultaba irrealizable. Decidió examinar todas las dependencias del primer piso. Primero se encaminó a la cocina. El fuego estaba casi apagado. La luna brillaba a través de las rendijas que dejaban las cortinas y aclaraba un tanto la oscura y silenciosa habitación. El jorobado y la mujer probablemente se habían retirado a otro sitio.

No había nada interesante en la cocina, por lo tanto continuó hacia la habitación de enfrente. Era un comedor, con una mesa larga y pulida, candelabros en las paredes y una chimenea en la que se veían los restos de un fuego de leña. Nada interesante allí tampoco.

Penetró después en un nuevo cuarto. ¿Qué era aquello? ¿Un taller? No, un despacho. Había en él una radio. Sobre una mesa divisó un artefacto muy raro, provisto de una rueda… ¿No sería aquello lo que abría el portillo? Sí, eso era. En un ángulo descubrió una etiqueta pegada a él que decía: «Puerta derecha, puerta izquierda, las dos puertas».

«Eso es —pensó Julián—. El mecanismo para abrir las dos puertas al tiempo o una de ellas nada más. Si pudiese sacar a Dick de la habitación, nos marcharíamos todos en un momento». Movió el volante de la rueda. ¿Qué ocurriría ahora?