Capítulo 11

Julián miró hacia la ventana señalada. La luna brillaba sobre ella. Era cierto que se hallaba entreabierta.

«¿Cómo es que no nos hemos fijado en ella cuando pasamos por aquí hace un rato?», se preguntó. Dudó un poco. ¿Valía la pena o no intentar entrar? Quizá resultaría mejor llamar a la puerta por las buenas. Lo más probable era que saliese a abrirles la triste cocinera. Entonces ellos le preguntarían lo que deseaban saber.

Por otra parte, había que tener en cuenta la presencia del jorobado. A Julián no le gustaba aquél en absoluto. No, sería mejor trepar por la ventana, comprobar si Dick se encontraba arriba y escaparse después todos otra vez por la ventana. Nadie se enteraría siquiera. Cuando quisieran darse cuenta, el pájaro habría volado y todo estaría arreglado para ellos.

Julián se encaminó hacia la ventana. Levantó una pierna y se puso a caballo sobre ella. Tendió la mano a Ana.

—Venga, Ana, ya te ayudaré yo —le dijo, y la atrajo a su lado. La izó con cuidado y la depositó sobre el suelo en el interior.

Luego les tocó el turno a Jorge y a Ricardo. La niña se había asomado a fin de alentar a Tim para que saltase, cuando ocurrió algo.

Se encendió una potente luz y su resplandor fue dirigido hacia los cuatro niños, deslumbrándolos. Se quedaran allí parados, guiñando los ojos, llenos de alarma. ¿Qué era eso?

Ana reconoció la voz de uno de los hombres que habían capturado a Dick.

—¡Vaya, vaya! ¡Un grupito de pequeños ladrones! —La voz sonó de pronto enfadada—. ¿Cómo os atrevéis a entrar aquí? Os pondré en manos de la policía.

En el exterior, Tim ladraba ferozmente. Saltó hacia la ventana y casi consiguió atravesarla. El hombre, comprendiendo en el acto lo que ocurría, se acercó a la ventana abierta y la cerró de un golpe. Ahora Tim no podría entrar.

—Deje entrar a mi perro —exclamó Jorge, enfadada. Cometió la torpeza de intentar abrir la ventana otra vez. El hombre la golpeó en las manos con la linterna y ella gritó de dolor.

—Eso es lo que suele ocurrirles a los niños que se niegan a obedecer —dijo aquel bandido. Jorge se sujetaba su mano magullada.

—Oiga —intervino Julián en un tono feroz—, ¿qué se cree que está haciendo? No somos ladrones, y, lo que es más, nos encantaría que nos entregue usted a la policía.

—Conque os gustaría, ¿eh? —se burló el hombre dirigiéndose hacia la puerta. Llamó en voz muy alta—: ¡Aggie! ¡Aggie! Trae una lámpara aquí ahora mismo.

Se oyó una respuesta desde la cocina y, casi de inmediato, una luz disipó las tinieblas del pasillo. Se acercó más y más, hasta que apareció la mujer de cara tristona portando una gran lámpara de aceite. Miró con asombro al pequeño grupo formado por los niños. Estaba a punto de decir algo, cuando el hombre la empujó con rudeza.

—¡Fuera de aquí! Y mantén la boca bien cerrada, ¿me oyes?

La mujer se escapó como una gallina asustada. El hombre examinó a los intrusos a la luz de la lámpara. Apenas si había muebles en la habitación. Daba la sensación de ser una especie de sala de estar.

—De manera que no os importa que os entregue a la policía, ¿verdad? —preguntó el hombre—. Esto se pone muy interesante. ¿Acaso creéis que aprobaría que entraseis de esta forma en mi casa?

—Le digo que no hemos entrado para robar nada —dijo Julián, decidido a aclarar el asunto cuanto antes—. Hemos venido porque tenemos razones que nos hacen pensar que usted tiene prisionero aquí a mi hermano Dick. Todo ha sido una equivocación. Se han confundido de niño.

A Ricardo no le gustó aquello en absoluto. Tenía miedo de que se apoderaran de él y lo encerraran en el sitio de Dick. Se ocultó tras los otros tanto como le fue posible.

El hombre miró con fijeza a Julián. Parecía pensativo.

—No tenemos ningún niño aquí —dijo por fin—. No tengo idea de lo que me estás hablando. ¿Pretendes sugerir que voy por el mundo recogiendo niños y encerrándolos?

—No sé a lo que se dedica usted —respondió Julián—. De lo único que estoy seguro es de lo siguiente: usted raptó a mi hermano Dick esta tarde en Middlecombe Woods, pensando que se trataba de Ricardo Kent. Bien, se ha equivocado. Es mi hermano Dick y, si no le suelta usted en seguida, se lo contaré todo a la policía.

—¡Dios mío! ¿De dónde has sacado todo eso? —preguntó el hombre—. ¿Dónde os habíais metido cuando fue capturado, como tú dices?

—Uno de nosotros estaba presente —replicó Julián bruscamente—. Se había subido a un árbol. Así es como nos hemos enterado.

Siguió un silencio. El hombre sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió.

—Bueno, estáis en un error. No tenemos a ningún niño prisionero aquí. No digáis ridiculeces. Es ya muy tarde. ¿Queréis pasar la noche aquí y marcharos por la mañana? No me gusta mandar a un grupo de niños solos en la noche, podíais extraviaros. No hay teléfono aquí. Si lo hubiese, llamaría a vuestros padres.

Julián vaciló. Estaba firmemente convencido de que Dick se encontraba en el interior de la casa. Si aceptaban pasar la noche allí, podrían asegurarse de la realidad de sus sospechas. Había comprendido que el hombre no tenía el menor deseo de que dieran parte a la policía. Había algo misterioso y siniestro en Owl's Dene.

—Nos quedamos. Nuestros padres están fuera y no se preocuparán por nosotros.

De momento se había olvidado de Ricardo. Los padres de él sí que se alarmarían, pero no se podía remediar. Lo principal era liberar a Dick. Una vez se sintieran seguros de que no era el niño que buscaban, los hombres no serían lo bastante locos como para intentar retenerle por más tiempo. Parecía que Rooky, el bandido que conocía a Ricardo, no había llegado todavía y, por consiguiente, no había visto a Dick. Ésa debía de ser la razón por la cual este hombre deseaba que pasasen la noche allí. Bien. Aguardarían a que apareciese Rooky y, una vez aquél dijese «Éste no es el chico que buscamos», ellos soltarían a su hermano. Tendrían que hacerlo.

El hombre volvió a llamar a Aggie. Ella se presentó a toda prisa.

—Estos niños se han extraviado. Les he dicho que los alojaríamos por esta noche. Prepara una de las habitaciones. Basta con que pongas unos colchones y mantas sobre el suelo. Dales algo de comer si lo desean.

Aggie aparentaba estar muy sorprendida. Julián adivinó que no estaba acostumbrada a verle acudir en socorro de unos niños extraviados. Él le chilló.

—Bueno, no te quedes ahí parada. Haz lo que se te manda. Llévate a los niños.

Aggie llamó a los cuatro niños. Jorge se quedó atrás.

—¿Qué hay de mi perro? —preguntó—. Le oigo refunfuñar todavía. No me puedo acostar sin él.

—Tendrás que hacerlo —respondió el hombre con rudeza—. Puedo asegurarte que no aceptaré de ningún modo un perro dentro de casa.

—Atacará a cualquiera que se presente —adujo Julián.

—No te preocupes, no encontrará a nadie allí fuera. A propósito, ¿cómo habéis conseguido atravesar el portillo?

—Un coche salía en el momento que nosotros nos acercábamos y entramos antes de que volviese a cerrarse —explicó Julián—. ¿Cómo se cierran las puertas? ¿Con un mecanismo?

—¡No te metas en asuntos ajenos! —exclamó furioso el individuo, y se fue por el pasillo en dirección opuesta.

—Un hombre bueno y apacible —dijo Julián a Jorge.

—Sí, una naturaleza muy dulce —contestó ella.

La mujer les miró a los dos, sorprendida. No parecía haber comprendido que decían precisamente todo lo contrario de lo que pensaban. Los guió hacia arriba.

Llegaron a una habitación amueblada con una pequeña cama en un rincón, una o dos sillas y una alfombra en el suelo. No había nada más en la estancia.

—Traeré unos cuantos colchones y los colocaré en el suelo para vosotros —dijo.

—Le ayudaré —se ofreció Julián, pensando que supondría una buena ocasión para echar una ojeada a la casa.

—Muy bien —aceptó la mujer—. Los demás quedaos aquí.

Salió, seguida por Julián. Fueron hacia un armario y la mujer cogió de su interior dos grandes colchones. Julián la ayudó. Parecía contenta de contar con su ayuda.

—Muchas gracias —dijo—. Son bastante pesados.

—Me imagino que no verán niños con frecuencia por aquí, ¿verdad? —preguntó Julián.

—Bueno, es raro que llegaseis justo después de que… —empezó a decir ella. De repente, se detuvo y se mordió los labios, mirando hacia ambos lados del pasillo.

—¿Justo después de qué? —insistió Julián—. ¿Acaso quiere decir justo después de haber llegado el otro niño?

—¡Calla! —exclamó la mujer, asustada—. ¿Qué sabes tú de eso? No tenías que haberlo dicho. El señor Perton me arrancará la piel si te oye decir semejante cosa. Pensará que se me ha soltado la lengua. Así que olvídalo.

—Se refería usted al niño que está encerrado en uno de los desvanes, arriba, ¿verdad? —dijo Julián, ayudándola a transportar uno de los colchones al gran dormitorio. Ella dejó caer el extremo que sostenía, alarmada.

—¿Te quieres callar? ¿Pretendes meterme en líos? ¿Y meteros vosotros también? ¿Es que quieres que el señor Perton llame al jorobado para que os zurre a todos? No conoces a ese hombre. Es un malvado.

—¿Cuándo llega Rooky? —preguntó de nuevo Julián a la aterrorizada mujer. Aquello fue ya demasiado para ella. Se quedó inmóvil, con las rodillas temblando, mirando a Julián como si no creyese lo que oía.

—¿Qué sabes de Rooky? —murmuró—. ¿Es que viene aquí? ¡No me digas que viene aquí!

—¿Por qué? ¿No le gusta? —preguntó Julián. Puso una mano sobre su hombro—. ¿Por qué está tan asustada y nerviosa? ¿Qué pasa? Dígamelo. A lo mejor podría ayudarla.

—Rooky es un canalla —explicó la mujer—. Creía que estaba en la cárcel. No me digas que ha salido otra vez. No me digas que viene aquí.

Estaba tan asustada que no pudo añadir una palabra más. Rompió a llorar y Julián no quiso molestarla más. En silencio, la ayudó a arrastrar el colchón a la habitación que les había sido destinada.

—Os traeré algo de comer —dijo la pobre mujer con apariencia de sentirse muy desgraciada—. Si os queréis acostar, encontraréis mantas dentro de aquel armario.

Luego desapareció. En voz bajísima, Julián puso a los otros al corriente de lo que había descubierto.

—Trataremos de buscar a Dick tan pronto como no se oiga ruido en la casa. Esta es una casa sospechosa, una casa llena de secretos, de idas y venidas extrañas. Más tarde me deslizaré fuera de la habitación y veré lo que puedo averiguar. Me parece que aquel hombre, que se llama señor Perton, está en efecto esperando a Rooky para saber si Dick es Ricardo o no. Cuando vea que se han equivocado no dudo que lo soltará y a nosotros también.

—¿Y qué hay de mí? —dijo Ricardo—. Una vez que me haya descubierto, estaré perdido. Yo soy el chico que busca. Odia a mi padre y me odia a mí también. Me raptará, me llevará a algún sitio y pedirá un rescate enorme por mí.

—Bueno, tendremos que hacer algo para impedir que te vea —respondió Julián—, aunque no sé por qué ha de preocuparse por ti. Se irá directamente a ver a Dick. No se interesará en los que él piensa que son los hermanos y hermanas de Dick. Y no empieces otra vez a lamentarte, porque seré yo mismo el que te entregue a Rooky. Eres un pequeño cobarde. No posees el menor valor.

—Además, todo esto es el resultado de tus engaños y mentiras —añadió Jorge, furiosa—. Por tu culpa se nos estropeó la excursión, Dick ha sido encerrado y el pobre Tim tiene que estar afuera sin mí.

Ricardo pareció sorprendido. Se encogió en un rincón y no añadió una palabra más. Se sentía muy desdichado. Nadie le quería y nadie tenía fe en él. Verdaderamente era un personaje muy insignificante.