Capítulo 9

Los cuatro rodaron con infinitas precauciones por el sendero montañoso y escarpado. Se sintieron contentos cuando llegaron al camino. Julián se detuvo un momento.

—Según el mapa, ahora tendríamos que desviarnos a la derecha y, más abajo, hacia la izquierda, después rodear una colina y, luego de avanzar dos o tres kilómetros por un pequeño valle, llegaremos al pie de Owl's Hill.

—Si encontrásemos a alguien, podríamos preguntarle dónde está Owl's Dene —dijo Ana, esperanzada.

—No tropezaremos con nadie a estas horas —rechazó Julián—. Estamos muy alejados de cualquier pueblo y durante muchos kilómetros no veremos ni un campesino, ni un policía, ni un viajero. No podemos esperar el encontrar a nadie.

La luna había salido y el cielo se iba esclareciendo a medida que adelantaban sobre el camino. Pronto se pudo ver casi con tanta claridad como de día.

—Apagaremos las luces y así economizaremos las baterías —dijo Julián—. Ahora que hemos salido del bosque podemos ver perfectamente con el claro de luna. Es un espectáculo mágico, ¿no creéis?

—Siempre me parece extraño el claro de luna, porque, a pesar de que brilla sobre todas las cosas, no se percibe ningún color por parte alguna —asintió Ana. Ella también apagó su faro. Miró a Tim—. Apaga los faros de tu cabeza —dijo, cosa que hizo reír a Ricardo.

Julián se sonrió. Daba gusto ver de nuevo a Ana de buen humor.

—Los ojos de Tim son como lámparas de cabeza, cierto —dijo Ricardo—. ¿Qué hay de la comida, Julián?

—En verdad, se me había olvidado —repuso Julián, y metió la mano dentro de la cesta.

Pero era difícil sacar las cosas con una mano sola e intentar pasarlas a los demás.

—Más vale que nos paremos unos minutos —dijo por fin—. Me parece que ya dejé caer un huevo duro. ¡Venid! Dejaremos las bicis en la cuneta y comeremos algo, lo suficiente para calmar un poco el hambre.

Ricardo se mostró encantado. Las niñas estaban tan hambrientas que también pensaron que era una buena idea. Abandonaron el camino iluminado por la luna y se dirigieron hacia un pequeño campo que se hallaba en el borde. Se trataba de un pinar y su suelo aparecía cubierto por las agujas de estos árboles.

—Sentémonos unos minutos aquí —propuso Julián—. Un momento, ¿qué es lo que hay allí enfrente?

Todos miraron hacia el lugar señalado.

—Es una cabaña en ruinas o algo parecido —respondió Jorge. Se acercó para verlo mejor—. Sí, eso es, una vieja casa en ruinas. Lo único que queda es parte de las paredes. Un sitio encantado.

Se sentaron bajo los pinos y Julián repartió la comida. Tim recibió también su parte, aunque no tanto como hubiese deseado. Permanecieron sentados allí, bajo la sombra de los pinos, masticando con hambre y tan de prisa como les era posible.

—Escuchad… ¿Puede alguien oír lo mismo que yo? —exclamó Julián de súbito levantando la cabeza—. Parece un coche.

Escucharon. Julián estaba en lo cierto. Un coche se acercaba por el campo. ¡Qué suerte!

—Si viniese hacia aquí —dijo Julián—, podríamos pararlo y pedir ayuda. De todos modos, podría llevarnos al más cercano puesto de policía.

Dejaron la comida en el campo y se adelantaron hacia el camino. No se veían luces por ninguna parte, pero podían oír el ruido del coche.

—Un motor muy silencioso —comentó Julián—. Debe de ser un coche potente. No han encendido las luces porque hay claro de luna.

—Se acerca —dijo Jorge—. Viene por este camino, sí que lo hace.

Y así era. El ruido del motor se aproximó aún más. Los niños se prepararon a saltar sobre el camino, para detener el coche cuando pasara por su lado.

De repente, cesó el ruido del motor. La luz de la luna brilló sobre un coche de línea alargada que se había parado más abajo, sobre el camino. No tenía luces, ni siquiera en los costados. Julián contuvo a sus compañeros con la mano, a fin de que no corriesen hacia él chillando.

—¡Esperad! —dijo—. Esto es un poco raro.

Aguardaron amparándose en la penumbra. El coche se había estacionado cerca de la casa en ruinas. Se abrió una de las portezuelas y un hombre salió del interior del vehículo y corrió hacia la sombra de un seto cercano. Parecía llevar una especie de paquete.

Se oyó un silbido y en el acto resonó el grito de un búho. «Una señal —pensó Julián, muy interesado por todo aquello—. ¡Dios mío! ¿Qué es lo que está sucediendo?»

—No os mováis —susurró a los demás—. Jorge, cuídate de que Tim no alborote.

Pero Tim sabía cuándo había que callar. Ni siquiera resopló. Se quedó como una estatua, con las orejas tiesas y sus agudos ojos observando el camino.

Por un momento nada ocurrió. Julián se movió con cautela para ocultarse tras otro árbol desde donde podía vigilar mejor.

Divisaba muy bien la casa derruida. Vislumbró una sombra surgiendo del bosque y, acercándose a ella, vio a un hombre esperando, el hombre del coche probablemente. ¿Quiénes eran? ¿Qué podían hacer en aquel lugar a esas horas de la noche?

El hombre que había salido de entre los árboles se acercó por último al que esperaba. Hubo un rápido intercambio de palabras, pero Julián no alcanzó a entender lo que decían. Estaba seguro de que ninguno de los dos sospechaba siquiera que él y los niños se encontraban tan cerca. Cuidadosamente se deslizó hacia otro árbol y miró, intentando descubrir lo que pasaba.

—No tardes —le oyó decir a uno de los hombres—. No traigas las cosas al coche. Puedes dejarlas dentro del pozo.

Julián no podía ver bien lo que hacía el hombre. Le pareció que se cambiaba de ropa. Sí, ahora se ponía otra, sin duda procedente del paquete que el otro había sacado del coche. Julián se sentía cada vez más intrigado. ¡Qué cosa más rara! ¿Quién era el segundo individuo? ¿Un refugiado? ¿Un espía?

El que se había cambiado de ropa cogió la que se había quitado y se encaminó hacia la parte trasera de la casa. Volvió sin ella y siguió a su compinche, que se dirigía hacia el coche.

Aun antes de cerrarse la portezuela, el motor del coche ya se había encendido. Inició la marcha hacia el campo donde los niños se escondían y todos ellos se echaron hacia atrás cuando pasó por delante de ellos, alejándose a gran velocidad.

Julián se reunió con los demás.

—Bueno, ¿qué decís de todo eso? —preguntó—. Es algo raro, ¿verdad? Vi como el otro hombre se cambiaba de ropa, Dios sabe por qué. La dejó en algún sitio detrás de la casa. Me pareció oírle decir a uno que la dejase dentro de un pozo. ¿Vamos a investigar?

—Sí, vamos —asintió Jorge, perpleja—. ¿Os habéis fijado en el número del coche? Lo único que yo pude ver fueron las letras KMF.

—Yo vi el número —dijo Ana—. El ciento dos, y era un «Bentley» negro.

—Sí, un «Bentley» negro, matrícula KMF ciento dos —dijo Ricardo—. Seguramente hacían algo sospechoso.

Se dirigieron hacia la casa en ruinas por el patio trasero, pasando dificultosamente a través de hierbas y matas muy crecidas. Descubrieron un pozo también en ruinas al cual le faltaban gran parte de ladrillos.

Estaba cubierto con una tapadera de madera. Julián la levantó. Todavía pesaba bastante, a pesar de estar medio podrida por el tiempo. Miró al interior del pozo, pero no logró vislumbrar nada. Era demasiado profundo para poder distinguir el fondo con la simple luz de un faro de bicicleta.

—No hay mucho que ver —dijo Julián, volviendo a poner la tapadera en su sitio—. Supongo que era su ropa lo que echó ahí dentro. Me pregunto por qué se habrá cambiado.

—¿Crees que podría ser un preso escapado de la cárcel? —preguntó Ana de pronto—. Si así fuera, tendría que cambiarse de ropa, ¿no es verdad? Eso sería lo primero que tendría que hacer. ¿Hay alguna cárcel cerca de aquí?

Nadie lo sabía.

—No recuerdo haber apreciado ninguna en el mapa —respondió Julián—. No, no creo que el hombre fuese un prisionero huido. Quizá se trate de un espía. Lo habían dejado en este desolado país y alguien se encargó de traerle la ropa. Aunque podría ser también un desertor del ejército. Eso es lo más probable.

—Bueno, sea lo que sea, no me gusta nada y estoy contenta de que el coche se marchase con el prisionero, desertor o espía —comentó Ana—. ¡Qué cosa más curiosa que diese la casualidad de encontrarnos aquí cuando ocurrió! Los hombres no sospecharán jamás que han sido observados por cuatro niños y un perro a unos cuantos metros de distancia.

—Suerte que no lo sospecharon —dijo Julián—. No les hubiese hecho ninguna gracia. Ahora, adelante. Ya hemos perdido bastante tiempo. Volvamos a nuestra comida. Bueno, espero que Tim no se la haya comido toda entre tanto. La dejamos por el suelo sin darnos cuenta.

Tim no se había comido ni una migaja. Estaba sentado pacientemente al lado de la comida, oliéndola de vez en cuando. ¡Todo aquel pan, jamón y huevo esperando allí y nadie para comérselo!

—Buen perro —le palmeó Jorge—. Eres de muchísima confianza, Tim. Como premio, se te dará un gran trozo de pan con jamón.

Tim se lo tragó de una vez. Su ración había terminado, pues los demás tenían apenas lo suficiente para ellos mismos y se comieron hasta las migajas. Después de unos minutos, se levantaron y se dirigieron hacia sus bicicletas.

—Bien, hacia Owl's Hill otra vez —dijo Julián—. Y esperemos no tropezar con más cosas raras por esta noche. Ya tenemos bastante.