Capítulo 7

Julián y Jorge habían encontrado una pequeña granja escondida en un hueco de la montaña. Tres perros iniciaron un coro de furiosos ladridos al sentirles aproximarse. Tim refunfuñó y el pelo se le erizó sobre el cuello. Jorge lo sujetó por el collar.

—No me acercaré más con Tim —decidió—. No quiero que sea atacado por tres perros a la vez.

Por lo tanto, Julián se adelantó solo hacia la granja. Los perros ladraban de tal manera y se les veía tan furiosos que se detuvo en el patio. No temía a los perros, pero aquéllos no parecían muy amistosos, sobre todo un gran mestizo, que enseñaba los dientes con fiereza.

Una voz le llamó.

—¡Oye, tú! ¡Lárgate! No queremos extraños por aquí. Cuando vienen, nuestros huevos y nuestras gallinas desaparecen que es un contento.

—¡Buenas noches! —gritó Julián cortésmente—. Somos cuatro niños que estamos acampados en el bosque por esta noche. ¿Podría darnos usted un poco de comida? Se la pagaré bien.

Hubo una pausa. El hombre retiró la cabeza de la ventana a través de la cual había estado hablando él. Era evidente que consultaba con alguna otra persona. Volvió a sacar la cabeza.

—Ya te he dicho que no nos gustan los extraños. Jamás nos gustaron. No tenemos más que pan y mantequilla, aunque podríamos darte también unos huevos duros, leche y jamón. Eso es todo.

—¡Estupendo! —dijo Julián alegremente—. Justo lo que nos apetece. ¿Puedo entrar a recogerlo?

—No, a no ser que pretendas que los perros te despedacen. Espérate ahí. Yo saldré cuando los huevos estén a punto.

—¡Uf! —exclamó Julián volviendo al lado de Jorge—. Eso quiere decir que tendremos para rato. ¡Qué hombre más desagradable! No me gusta mucho este sitio, ¿y a ti?

Jorge se mostró de acuerdo con él. Estaba muy mal cuidado. El granero se derrumbaba y se veían trozos de maquinaria enmohecida por todas partes sobre la hierba espesa. Los tres perros continuaron ladrando, pero no se acercaron. Jorge siguió sujetando a Tim, que temblaba de impaciente ira.

—¡Qué sitio más solitario! —dijo Julián—. Se diría que no hay otra casa en muchos kilómetros. Y para colmo, sin teléfono. Me pregunto cómo se las arreglarían si alguno de ellos enfermase o tuviese un accidente y necesitasen ayuda.

—Espero que se den prisa con la comida —dijo Jorge, nerviosa—. Pronto habrá oscurecido por completo. Además, empiezo a tener hambre.

Por fin un hombre con barba, encorvado y viejo, con el pelo desaliñado y bastante cojo salió de la granja en ruinas. Tenía una cara deforme y fea. Ni a Julián ni a Jorge les gustó en lo más mínimo.

—Aquí tenéis —dijo, empujando a sus tres perros hacia atrás—. ¡Fuera, vosotros! —Le asestó una patada al que estaba más cerca y el animal chilló de dolor.

—¡Oh! No lo haga —exclamó Jorge—. Le ha hecho usted daño.

—Es mi perro, ¿no? —respondió el hombre, enfadado—. Tú, métete en tus asuntos. —Dio una patada a otro perro, mirando ceñudo a Jorge.

—¿Qué hay de la comida? —preguntó Julián, alargando la mano, deseoso de marcharse antes de que las cosas se pusieran feas entre Tim y sus congéneres—. Jorge, llévate a Tim un poco hacia atrás. Está poniendo nerviosos a los perros.

—¡Bueno! Eso sí que me gusta —protestó Jorge—. Son los otros perros los que le ponen nervioso a él.

Arrastró a Tim unos metros hacia atrás. El animal se quedó allí con los pelos erizados alrededor de la garganta, gruñendo de una forma escalofriante.

Julián cogió la comida, que estaba muy mal empaquetada en un papel marrón.

—Gracias —dijo—. ¿Cuánto le debo?

—Cinco libras —contestó el hombre sorprendentemente.

—No diga tonterías —rechazó Julián. Miró la comida—. Le daré cinco chelines por ello y es más de lo que vale. Apenas si hay un poquito de jamón.

—He dicho cinco libras —insistió el hombre con terquedad.

Julián le miró. Pensó que debía estar loco. Devolvió la comida al horrible viejo.

—Aquí la tiene —determinó—. No tengo cinco libras para pagarle por esta comida. Cinco chelines es todo cuanto le puedo dar. Buenas noches.

El viejo le devolvió el paquete, tendiendo otra vez la mano en silencio. Julián rebuscó en su bolsillo y sacó dos medias coronas. Las depositó dentro de la sucia palma del hombre, preguntándose por qué le habría pedido una suma tan elevada. El viejo guardó el dinero en su bolsillo.

—¡Fuera de aquí! —dijo de repente con voz enfadada—. No queremos a extraños rondando por aquí, para que roben nuestras cosas. Soltaré a los perros tras de vosotros si volvéis por aquí.

Julián dio la vuelta para marcharse, temiendo que el hombre cumpliese su amenaza. El viejo se quedó allí, en la semioscuridad, rezongando insultos, mientras ellos se alejaban del patio.

—¡Bueno! ¡Si se ha creído que vamos a volver…! —empezó Jorge, furiosa por la manera en que los habían tratado—. Está loco de remate.

—Sí. Y tampoco me gusta su comida —corroboró Julián—. Pero no nos queda más remedio que aguantarnos por esta noche.

Siguieron a Tim a través del bosque. Se sentían contentos de llevarlo consigo, porque en caso contrario se hubiesen perdido. Tim conocía el camino. Una vez que pasaba por un sitio, lo recordaba para siempre. Ahora corría delante de ellos, husmeando aquí y allá y, a veces, esperando a que los niños le alcanzasen.

De repente se puso rígido y gruñó en un tono bajo. Jorge lo asió por el collar. Alguien se estaba acercando.

Sí, en efecto, alguien se estaba acercando. Era Ricardo, que les buscaba. Seguía gritando y chillando y el ruido que hacía había llegado a los agudos oídos de Tim. Pronto Julián y Jorge lo oyeron también mientras aguardaban a que hiciese su aparición.

—¡Julián! ¿Dónde estás? ¿Dónde está Tim? Quiero a Tim. Me siguen, os digo. ¡Me siguen!

—¡Dios mío! Parece Ricardo —exclamó Julián, sobresaltado—. ¿Qué es lo que hace aquí y chillando de esa forma? Algo le ha ocurrido. Espero que Ana y Dick se encuentren bien.

Corrieron en dirección a los gritos tan de prisa como les fue posible en aquella penumbra. Pronto dieron con Ricardo, que ya no chillaba, pero se tambaleaba, casi sollozando.

—¡Ricardo! ¿Qué te pasa? —gritó Julián.

El niño corrió hacia él y se arrojó en sus brazos. Tim no se le acercó, sino que se quedó parado, sorprendido. Jorge lo miró aturdida.

¿Qué es lo que había sucedido?

—¡Julián! ¡Julián! ¡Estoy asustadísimo! —gritó Ricardo, agarrándose con fuerza a su brazo.

—¡Cálmate! —ordenó Julián con voz tranquila, consiguiendo con ello calmar a Ricardo—. Juraría que estás alborotando sin motivo. ¿Qué pasó? ¿Tu tía no estaba en casa y viniste corriendo hacia nosotros?

—Eso es. Mi tía no estaba —dijo Ricardo—. Ella…

—¿Conque no estaba? Pero, ¿es que tu madre no lo sabía cuando dijo que podías…?

—No le pedí permiso a mi madre para venir —gritó Ricardo—. Ni siquiera volví a casa cuando vosotros pensasteis que iba a hacerlo. Me fui derechito hacia Croker's Corner y os esperé allí. Verás, quería ir con vosotros y sabía que mi madre no me lo hubiese permitido de ningún modo.

Había un tono de desafío en su voz. Julián le miró asqueado.

—Me avergüenzo de ti —dijo—. ¡Contarnos tales mentiras…!

—No sabía que mi tía se hubiese marchado —intentó disculparse. Toda su valentía se había desvanecido al oír la voz desdeñosa de Julián—. Pensé que estaría en casa y que telefonearía a mamá para decirle que me había marchado de excursión con vosotros. Supuse que entonces podría acompañaros y… y…

—Y entonces nos dirías que tu tía no estaba en casa y así podrías venir con nosotros —terminó Julián todavía con desprecio—. Un plan falso y ridículo. Te hubiera hecho volver atrás, lo sabes bien.

—Sí, ya lo sé. Pero, mientras, podía haber acampado durante toda una noche con vosotros —musitó Ricardo—. Jamás he hecho una cosa semejante. Yo…

—Bien. Dejemos eso. Lo que quiero saber ahora es de qué te asustabas cuando llegaste corriendo, chillando y llorando —gritó Julián con impaciencia.

—¡Oh, Julián! ¡Fue algo espantoso! —dijo Ricardo, y de pronto agarró de nuevo el brazo de Julián—. Mira, salía del portillo del jardín de mi tía hacia el camino que lleva a Middlecombe Woods cuando un coche se detuvo delante de mí. ¡Y vi quién estaba dentro del coche!

—Bueno, y ¿quién era? —preguntó Julián con ganas de sacudirle.

—¡Era… era Rooky! —respondió Ricardo con voz temblorosa.

—¿Y quién es Rooky? —preguntó Julián. Jorge golpeó el suelo impacientemente. ¿Es que Ricardo era incapaz de relatar algo como Dios manda?

—¿No te acuerdas? Os hablé de él en el lago. Aquel hombre con labios gruesos y enorme nariz que hacía de guardaespaldas de mi padre el año pasado y que fue despedido —explicó Ricardo—. Siempre juró que se vengaría de mi padre y de mí también por ir con cuentos sobre él a mi padre, dando motivo para despedirle. Así que, cuando le vi dentro del coche, me horroricé.

—Ya veo —dijo Julián empezando a comprender—. ¿Qué pasó entonces?

—Rooky me reconoció cuando iba montado en la bicicleta y, dando la vuelta al coche, me siguió —dijo Ricardo, temblando de nuevo al recordar el espantoso paseo—. Pedaleé con todas mis fuerzas. Al llegar a Middlecombe Woods me desvié por el camino, pensando que el coche no podría seguirme. Claro que no pudo, pero los hombres saltaron fuera. Eran tres. A dos de ellos no los conocía. Y me persiguieron a pie. Pedaleé y pedaleé hasta que tropecé con un árbol o algo por el estilo y me caí. Empujé mi bici entre unos arbustos y corrí al interior de la espesa maleza para esconderme.

—Continúa —ordenó Julián al ver que Ricardo se paraba—. ¿Qué pasó luego?

—Los hombres se separaron. Rooky se fue por una parte para buscarme y los dos hombres por otra. Aguardé hasta que se hubieron marchado, entonces salí y corrí por el camino, esperando encontraros. Deseaba sentir a mi lado a Tim, pensando que él saltaría sobre los hombres.

Tim gruñó. Claro que hubiese saltado sobre ellos.

—Aquellos dos debieron esperar escondidos a que yo volviese a salir —prosiguió Ricardo—. Tan pronto como eché a correr, me siguieron. Les di esquinazo, esquivándoles y escondiéndome, escondiéndome y esquivándoles. De pronto tropecé con Dick. Estaba arreglando un pinchazo. Pero tú no estabas con él y era a ti y a Tim a quienes necesitaba. Sabía que pronto llegarían los hombres, así que corrí adelante y por fin di con vosotros. Jamás me he sentido tan feliz en mi vida.

Era un cuento extraordinario, pero Julián no se detuvo a meditar en él. Un pensamiento alarmante había ocupado su mente. ¿Qué les habría pasado a Dick y a Ana? ¿Qué les ocurriría si los hombres los hallaban en su camino?

—¡De prisa! —apremió a Jorge—. Tenemos que ir adonde están los otros. ¡Date prisa!