Todos ellos pensaron que, en efecto, resultaba un poco extraño que desapareciese de repente de aquella manera, despidiéndose con un simple «adiós». Julián se preguntó si no debería haberlo acompañado hasta la puerta de la casa. Así se lo manifestó a los otros.
—No seas tonto, Julián —repuso Dick con tono desdeñoso—. ¿Qué te imaginas que le puede ocurrir desde el portillo hasta la puerta de la casa?
—Nada, claro. Simplemente que no me fío de él —dijo Julián—. Hablando en plata, no estoy muy seguro de que le haya pedido permiso a su madre para venir con nosotros.
—Yo también lo creo así —asintió Ana—. Llegó demasiado pronto a Croker's Corner, ¿no es verdad? Tenía un buen trecho de camino hasta llegar a su casa. Y algo tendría que haberse entretenido mientras encontraba a su madre, hablaba con ella y todo lo demás.
—Sí, me hubiese gustado acercarme hasta la casa de su tía para preguntarle si lo estaba esperando —dijo Julián.
No obstante, lo pensó mejor y no fue. Se hubiese sentido molesto en caso de encontrar a la tía junto con Ricardo. Parecería que pretendía obligarlos a que los invitasen a entrar.
De manera que, después de discutir el asunto durante unos minutos, reanudaron la marcha. Deseaban llegar pronto a Middlecombe Woods, porque no existía ningún pueblo entre Great Giddings y este último lugar. Tendrían que alcanzar el bosque y seguir adelante hasta tropezar con una granja, en donde comprarían alimentos para la cena y el desayuno. No habían podido hacerlo en Great Giddings porque aquel día las tiendas cerraban pronto y no habían querido pedirle a la buena señora del salón de té que les vendiese algo. Ya se habían comido gran parte de sus provisiones.
Llegaron a Middlecombe Woods. Descubrieron un lugar maravilloso para acampar aquella noche. Un pequeño valle, rodeado de velloritas y violetas, completamente escondido, a salvo de ojos indiscretos y acaso desconocido de los mismos vagabundos.
—¡Estupendo! —exclamó Ana—. Debemos estar a muchos kilómetros de cualquier población. Espero que encontraremos alguna granja que nos venda comida. A pesar de que no sentimos hambre ahora, ya la sentiremos dentro de un rato.
—Creo que tengo un pinchazo —dijo Dick, examinando su rueda trasera—. Es pequeño, a Dios gracias. Pero no voy a correr el riesgo de ir en busca de la granja antes de haberlo arreglado.
—Tienes razón —dijo Julián—. Ana tampoco necesita venir. Parece un poco cansada. Iremos Jorge y yo. No cogeremos las bicis. Por el bosque se anda mejor a pie. Quizá tendremos una hora más o menos, pero no os preocupéis. Tim nos guiará en el camino de vuelta. Así que no nos perderemos.
Julián y Jorge se marcharon, pues, a pie seguidos por el perro. Éste también estaba cansado. Pero nadie hubiera podido convencerle de que se quedase atrás con Dick y Ana. Tenía que seguir a su amada Jorge.
Con todo cuidado, Ana ocultó su bici entre unos arbustos. No debía olvidarse que podría presentarse algún vagabundo para intentar robar algo. Si Tim se hallase presente, no tendría importancia, porque se pondría a ladrar en cuanto el vagabundo se acercase a un kilómetro de distancia.
Dick dijo que arreglaría el pinchazo en seguida. Ya había encontrado el agujero, producido por un pequeño clavo.
Ana se sentó cerca de su hermano para verle trabajar. Estaba contenta de poder descansar un poco. Se preguntaba si Julián y Jorge habían conseguido localizar una granja.
Dick trabajaba con ahínco para arreglar el pinchazo. Había transcurrido sobre una media hora, cuando, de repente, oyeron unos extraños ruidos.
Dick levantó la cabeza y prestó atención.
—¿Oyes tú algo? —le preguntó a Ana. Ella asintió.
—Sí, parece como si alguien gritase. ¿Por qué será?
Los dos escucharon otra vez. Entonces pudieron percibir con claridad los gritos.
—¡Auxilio! ¡Julián! ¿Dónde estáis? ¡Auxilio!
Se pusieron en pie de un salto. ¿Quién podía pedir ayuda a Julián? No era la voz de Jorge. Los gritos se fueron tornando cada vez más fuertes, hasta convertirse en verdaderos aullidos de pánico.
—¡Julián! ¡Dick!
—¡Dios mío! Parece Ricardo —exclamó Dick, estupefacto—. ¿Qué querrá de nosotros? ¿Qué le habrá ocurrido?
Ana se había puesto pálida. No le hacía gracia que ocurriesen cosas inesperadas.
—Oye… ¿Iremos a su encuentro? —dijo.
Se oyó un restallar de ramas no muy lejos, como si alguien se abriese camino a través de la maleza. Reinaba la oscuridad entre los árboles y, al principio, Ana y Dick no lograban distinguir nada. Dick gritó con fuerza:
—¡Eh! ¿Eres tú, Ricardo? ¡Estamos aquí!
Se oyeron más chasquidos.
—¡Ya voy! —se oyó la voz de Ricardo—. ¡Esperadme! ¡Esperadme, por favor!
Esperaron. Pronto oyeron llegar a Ricardo, tropezando entre las matas que crecían al pie de los árboles.
—Estamos aquí —repitió Dick—. ¿Qué te pasa?
Ricardo se tambaleó en su prisa por llegar hasta ellos. Parecía medio muerto de miedo.
—Me siguen —jadeó—. Tenéis que salvarme. ¿Dónde está Tim? El los morderá.
—¿Quién te sigue? —preguntó Dick, asombrado.
—¿Dónde está Tim? ¿Dónde está Julián? —gritó Ricardo, mirando a su alrededor con desesperación.
—Han ido a buscar una granja para comprar comida —contestó Dick—. Volverán pronto, Ricardo. Pero ¿qué pasa? ¿Te has vuelto loco? ¡Estás como una cabra!
El niño no prestó atención a sus preguntas.
—¿Adónde se fue Julián? Necesito a Tim en seguida. Dime por dónde se fueron. No puedo quedarme aquí. ¡Me cogerán!
—Se fueron hacia allí —dijo Dick, mostrándole el camino—. Puedes ver las huellas de sus zapatos. Ricardo, ¿qué…?
Pero Ricardo ya se había marchado. Corrió por el camino a toda la velocidad que le permitían sus piernas, llamando a voz en cuello:
—¡Julián! ¡Tim!
Ana y Dick se miraron, sorprendidos. ¿Qué le había ocurrido a Ricardo? ¿Por qué no estaba en casa de su tía? ¡Por fuerza tenía que estar loco!
—No vale la pena correr tras él —opinó Dick—. Nos perderíamos y nos sería imposible regresar aquí otra vez. Y los demás, al no vernos, saldrían en nuestra búsqueda y se perderían también. ¿Qué le pasará a Ricardo?
—No hacía más que repetir una vez y otra que alguien le seguía —dijo Ana—. Tiene algo metido en la cabeza.
—¡Murciélagos en el campanario! —exclamó Dick—. Loco, más que loco y torpe. Asustará a Julián y a Jorge cuando aparezca ante ellos, si es que consigue localizarlos. Me gustaría que no los encontrase, por tanto.
—Me subiré a ese árbol por si veo a Ricardo y los demás —determinó Ana—. Es alto, pero fácil de escalar. Tú termina de arreglar el pinchazo. ¡Estoy rabiando por saber lo que le pasa a Ricardo!
Dick volvió a su bici, todavía intrigado, mientras Ana trepaba por el tronco del árbol. Lo hacía bien y pronto alcanzó la copa. Oteó a su alrededor. Se veía una gran llanura por una parte y bosques hacia el otro lado. Miró hacia la llanura, que se sumía ya en la sombra del atardecer, para ver si descubría alguna granja en las cercanías. Pero no pudo ver nada.
Dick estaba terminando ya con su tarea cuando percibió un nuevo ruido en el bosque. ¿Sería acaso ese idiota de Ricardo que volvía sobre sus pasos? Escuchó.
El ruido se acercaba cada vez más. No era un chasquido como el que había provocado Ricardo, sino un sonido furtivo, como si alguien se acercase con infinitas precauciones. A Dick no le gustó comprobarlo. ¿Quién se acercaba? O mejor dicho, ¿qué se acercaba? ¿Podía tratarse de un animal salvaje, quizás un jabalí con su hembra? El niño volvió a escuchar.
Un silencio absoluto se enseñoreó del ambiente. No más movimientos. No más ruidos. ¿Lo habría imaginado todo? Ojalá Ana y los demás estuviesen con él. Le invadía como un presentimiento. Algo estaba allí, en los oscuros bosques, esperando y acechando.
Decidió por fin que no eran sino fantasías de su imaginación. Pensó que no estaría mal encender el faro de la bicicleta. La claridad haría desaparecer sus tontas ideas. Comenzó a tantear en su busca, delante de la cesta. Encendió el faro y una luz débil pero muy reconfortante aclaró un pequeño círculo del valle.
Dick se hallaba a punto de llamar a Ana para contarle su absurdo temor, cuando los ruidos se iniciaron de nuevo. Ahora no había equivocación posible.
Una luz potente apareció a través de los árboles y cayó sobre Dick, que guiñó los ojos, deslumbrado.
—¡Ah! Conque estás aquí, pequeño miserable —dijo una voz áspera, al mismo tiempo que alguien se adelantaba hacia él. Alguien más le seguía.
—¿Qué quieren decir? —preguntó Dick, estupefacto. No podía ver quiénes eran los hombres porque la luz le cegaba.
—Nos has obligado a seguirte durante kilómetros, ¿no es verdad? Creíste que te escaparías, ¿eh? Pero te teníamos cogido de antemano —dijo la voz.
—No entiendo nada —exclamó Dick, algo enfadado—. ¿Quiénes son ustedes?
—No nos vengas con cuentos. Sabes muy bien quiénes somos —respondió la voz—: ¿Acaso no te escapaste, chillando, tan pronto como viste a Rooky? Él te siguió por un camino y nosotros por otro. Pronto te hemos alcanzado, ¿verdad? Conque ahora, guapo, no te queda otro remedio que venir con nosotros.
Esta conversación aclaró algo a Dick. Por alguna razón u otra, estaban buscando a Ricardo y lo confundían con él.
—Yo no soy el chico que ustedes buscan —les comunicó—. Lo sentirán de verdad si se atreven a tocarme.
—¿Cómo te llamas entonces? —preguntó el primer hombre, con sorna.
Dick les reveló su nombre.
—Así que eres Dick, ¿eh? ¿Y no es Dick el diminutivo de Ricardo? No pretendas engañarnos con tus chiquilladas —dijo el primer hombre—. Tú eres el Ricardo que buscamos, Ricardo Kent, ¿entiendes?
—Yo no soy Ricardo Kent —gritó furioso al notar la mano del hombre sobre su brazo—. ¡Suélteme! Espere que la policía se entere de esto.
—No se enterará —dijo el hombre, con suavidad—. ¡Adelante! No trates de escapar ni de gritar, o lo sentirás de veras. Una vez estés en Owl's Dene, ya nos ocuparemos de ti.
Ana se hallaba completamente petrificada, arriba en el árbol. No podía moverse ni hablar. Intentó llamar al pobre Dick, pero ni una palabra salió de su boca. La pobre niña se vio forzada a quedarse sentada y ver cómo su hermano era arrastrado por los dos intrusos. Podía oír el ruido que hacían al alejarse.
Rompió a llorar. No se atrevía a bajar del árbol porque temblaba de tal forma que tenía miedo de caerse.
Esperaría a que Julián y Jorge regresaran. ¿Y si no volvían? ¿Y si a ellos también los hubiesen cogido? Se pasaría toda la noche, sola, en el árbol. Ana sollozó aún más fuerte, abrazándose al tronco. Las estrellas aparecieron sobre su cabeza y distinguió entre ellas la que brillaba más que las otras.
De pronto oyó un nuevo ruido de pisadas y voces. Se quedó rígida en su escondite. ¿Quién sería esta vez? «¡Dios mío, haz que sean Julián, Jorge y Tim! ¡Que sean Julián, Jorge y Tim!», pensaba.