—Oíd una cosa —dijo Ricardo cuando hubieron enterrado la basura y comprobado que a nadie se le había deshinchado una rueda—. Escuchadme. Tengo una tía que vive en dirección a esos bosques. Si consigo el permiso de mi madre, ¿me dejaréis ir con vosotros? Puedo ir a visitar a mi tía de paso.
Julián miró a Ricardo con expresión dubitativa. No se sentía muy seguro de que fuera realmente a solicitar el permiso.
—Claro que no nos importa que vengas con nosotros, pero no tardes mucho. Podemos dejarte en casa de tu tía de paso.
—Iré en seguida a pedirle permiso a mi madre —dijo Ricardo y, lleno de ansiedad, corrió a coger su bicicleta—. Os encontraré en Croker's Corner. Ya sabéis dónde está por el mapa. Eso nos ahorrará tiempo, porque así no necesitaré volver atrás. No queda muy lejos de mi casa.
—Muy bien —dijo Julián—. De todos modos, tengo que ajustar mis frenos y eso me llevará por lo menos cinco minutos. Dispones de tiempo sobrado para ir a tu casa, pedir permiso y reunirte luego con nosotros. Te esperaremos unos diez minutos en Croker's Corner. Si tardas, comprenderemos que no lo conseguiste. Dile a tu madre que te dejaremos sano y salvo en casa de tu tía.
Ricardo salió a toda velocidad en su bicicleta, muy excitado. Ana empezó a recogerlo todo y Jorge la ayudó. Tim se metió entre los pies de todo el mundo, husmeando en busca de trozos de pan.
—Cualquiera pensaría que continúa hambriento —comentó Ana—. ¡Pues desayunó mucho más que yo! ¡Tim! Si te metes otra vez entre mis piernas, te ataré.
Julián ajustó sus frenos con la ayuda de Dick. En un cuarto de hora estaban preparados para ponerse en marcha. Habían planeado ya el lugar en que se detendrían para comprar comida y, a pesar de que el camino hacia Middlecombe Woods era más largo del que habían recorrido el día anterior, se sentían con fuerzas para correr más kilómetros aquel segundo día. Tim también se mostraba impaciente por marcharse. Era un perro grande y disfrutaba mucho haciendo ejercicio.
—A ver si en estos días consigues perder un poco de grasa —dijo Dick a Tim—. No nos gustan los perros gordos, ¿sabes? No hacen más que balancearse y resoplar.
—¡Dick! Tim jamás ha sido grueso —exclamó Jorge, indignada.
Pero se calló en cuanto advirtió la sonrisa de su primo. Le estaba tomando el pelo como de costumbre. De buena gana se daría una patada a sí misma. ¿Por qué tenía que enfurecerse cada vez que Dick se burlaba de ella metiéndose con Tim? Le asestó un amistoso puñetazo de protesta.
Montaron en las bicicletas. El perro echó a correr el primero, contento. Llegaron a un camino y descendieron por él, evitando los baches. No era una carretera principal porque a los niños les desagradaban aquéllas. Había demasiado tráfico y mucho polvo. Les gustaban los caminos con sombra, donde encontraban tan sólo algún que otro coche o, de vez en cuando, el carro de algún campesino.
—Cuidado con pasar de largo Croker's Corner —advirtió Julián—. Tiene que estar por aquí, cerca de este camino, según el mapa. Jorge, si sigues metiéndote en los baches de esa manera, saldrás disparada de la bici.
—¡Ya lo sé! —exclamó Jorge—. Me metí en ellos porque Tim se me puso delante de la rueda. Debe de andar tras un conejo o algo por el estilo. ¡Idiota, no te quedes atrás!
Tim siguió de mala gana al pequeño grupo. El ejercicio es algo maravilloso, pero da lugar a que muchos olores que surgen a los lados del camino queden sin husmear. «Supone una pérdida tremenda de olores», pensaba Tim.
Llegaron a Croker's Corner antes de lo previsto. Una señal indicaba el nombre y allí, apoyado contra el poste y montado en su bicicleta, encontraron a Ricardo, radiante de alegría.
—Has hecho bastante de prisa el camino. Creí que te llevaría más tiempo ir a casa y volver hasta aquí —dijo Julián—. ¿Qué te ha dicho tu madre?
—No le molesta en absoluto que me pase todo el día con vosotros —contestó Ricardo—. Dijo que puedo ir a pasar la noche a casa de mi tía.
—¿No has traído pijama contigo? —preguntó Dick.
—Los hay siempre de sobra en casa de mi tía —explicó Ricardo—. ¡Hurra! Será maravilloso pasarme todo el día con vosotros, sin el señor Lomax para darme la lata con esto o con lo otro. ¡Adelante!
Partieron todos juntos en las bicicletas. Ricardo intentó avanzar de tres en fondo. Julián le advirtió que a los ciclistas no se les permitía hacer eso.
—No me importa —rechazó Ricardo, que parecía muy alegre—. ¿Quién nos lo puede impedir?
—Yo te lo impediré —dijo Julián, y Ricardo cesó de sonreír en el acto.
Julián podía mostrarse muy severo cuando se lo proponía. Dick guiñó un ojo a Jorge, que a su vez se lo guiñó a él. Los dos habían comprendido ya que Ricardo era un niño muy mimado y le gustaba hacer lo que le daba la gana. Sin embargo, no lo conseguiría si se enfrentaba con el bueno de Julián.
A las once se pararon en un pueblecillo para tomar un helado y beber un refresco. Ricardo aparentaba tener mucho dinero. Insistió en invitarlos a todos, Tim incluido, a un helado.
Después adquirieron provisiones para la comida del mediodía: pan tierno, mantequilla fresca, crema de queso, escarola, rábanos encarnados y un manojo de cebollas tiernas. Ricardo compró un suculento pastel de chocolate que descubrió en una pastelería de lujo.
—¡Dios mío! Eso ha debido de costarte un dineral —exclamó Ana—. ¿Cómo vamos a llevarlo? No cabe en ninguna de las cestas.
—¡Guau! —se ofreció en seguida Tim con anhelo.
—¡Que te crees tú eso! No permitiré que lo lleves tú —dijo Ana—. ¡Cielo santo! Me parece que tendremos que partirlo por la mitad y llevarlo entre dos. ¡Es un pastel tan enorme!
Otra vez emprendieron el camino y pronto se encontraron en pleno campo. Cada vez había menos pueblos y aparecían más alejados unos de otros. De cuando en cuando se veía, sobre las faldas de una colina, una granja rodeada de vacas, corderos y aves. Un escenario apacible, con el sol brillando sobre él y el cielo azul salpicado por alguna que otra nube afelpada.
—¡Es fantástico! —dijo Ricardo—. ¿Es que pensáis que Tim no se cansa jamás? En este momento jadea que da pena.
—Sí, creo que tendríamos que buscar ya un sitio apropiado para la comida —repuso Julián mirando el reloj—. Hemos recorrido bastante esta mañana. Claro que la mayor parte del trayecto ha sido cuesta abajo. Esta tarde tendremos que ir más despacio porque llegaremos a lugares montañosos.
Al fin localizaron un lugar adecuado para la comida. Escogieron la parte soleada de un seto que dominaba un precioso valle. Un sinfín de ovejas y corderos los rodeaban. Los corderillos los miraban con ojo escrutador y uno de ellos se acercó a Ana balando.
—¿Quieres un trocito de pan? —le preguntó la niña, y se lo tendió. Tim observaba, indignado. ¡Imagínate, dar de comer a esas tontas criaturas! Gruñó un poco y Jorge hubo de ordenarle que se callase.
Pronto todos los corderos los rodearon sin temor. Incluso uno de ellos intentó poner sus patitas sobre los hombros de Jorge. ¡Aquello fue demasiado para Tim! Gruñó con tal furia que los pobres corderitos tuvieron que alejarse a toda prisa.
—No seas celoso, Tim —le reprendió su ama—. Toma este sándwich y pórtate bien. Has asustado a los corderitos y ya no querrán volver.
Despacharon toda la comida, acompañada por el zumo de limón dulce y el jengibre. El sol calentaba mucho. Pronto se pondrían todos bien morenos y eso que estaban todavía en abril. ¡Qué maravilla! Julián pensó con indolencia que era una verdadera suerte gozar de un tiempo tan estupendo. Hubiese sido espantoso tener que rodar todo el día bajo la lluvia.
Otra vez los niños echaron una siestecita al sol. También Ricardo se acostó. Los corderitos, brincando, se acercaron cada vez más. Uno de ellos casi saltó sobre Julián, que se despertó sobresaltado.
—Tim —empezó a decir—, Tim, si saltas sobre mí de esta manera voy…
Entonces descubrió que no era Tim, sino un corderito. Julián se rió. Se quedó sentado un momento, mirando como los blancos animalitos jugaban a «Este castillo es mío» con un viejo cubo. Luego se volvió a acostar.
—¿Falta mucho para la casa de tu tía? —preguntó Julián a Ricardo así que volvieron a montar en las bicicletas.
—Si estamos cerca de Great Giddings, pronto llegaremos a ella —contestó Ricardo. Intentó avanzar sin cogerse del manillar y por poco acaba dentro de la cuneta—. ¿No lo localizaste en el mapa?
Julián intentó recordar.
—Sí, creo que estaremos en Great Giddings sobre la hora del té…, digamos a las cinco, poco más o menos. Si quieres podemos dejarte en casa de tu tía para el té.
—¡Oh, no, gracias! —dijo Ricardo apresuradamente—. Prefiero tomarlo con vosotros. ¡Cuánto me gustaría hacer esta excursión en vuestra compañía! Supongo que no me lo permitiríais, ¿verdad? Quizá si telefoneases a mi madre…
—No seas burro —rechazó Julián—. Merienda con nosotros si te apetece; después te dejaremos en casa de tu tía, tal como convinimos. Nada de tonterías sobre el asunto.
Arribaron a Great Giddings sobre las cinco y diez. A pesar de su nombre (Great significa grande en inglés) era muy pequeño. Había un establecimiento donde servían el té con un letrero que decía: «Pasteles y mermeladas caseras». Así que entraron para tomar el té allí.
La señora que les atendió era gordita, alegre y le gustaban los niños. Comprendió que ganaría muy poco sirviéndoles el té a cinco niños rebosantes de salud. Sin embargo, le daba igual. Puso manos a la obra y empezó a llenar tres grandes platos con rebanadas de pan y mantequilla. Sacó mermelada de albaricoque, frambuesa y fresa y una buena cantidad de pasteles. Al ver los preparativos, a los niños se les hizo la boca agua.
La dueña del establecimiento conocía bien a Ricardo, porque aquél había merendado alguna vez en su casa, acompañado de su tía.
—¿Irás a quedarte con tu tía esta noche? —preguntó a Ricardo.
Éste asintió con la cabeza, llena su boca de pastel de jengibre… Era una merienda estupenda. Ana pensó que, después de esto, le sería imposible probar bocado aquella noche. Incluso Tim parecía satisfecho por una vez.
—Creo que debemos pagarle doble por su fantástica merienda —dijo Julián. La señora no lo aceptó de ninguna manera. No, no, daba gusto verles apreciar sus pasteles. No aceptó que le pagaran ni un céntimo más del precio marcado.
—Hay gente que es de verdad amable y generosa —comentó Ana tan pronto montaron en las bicicletas y se alejaron otra vez—. Uno no puede evitar cogerles cariño en seguida. Espero que llegaré a saber cocinar tan bien como ella cuando sea mayor.
—Si lo consigues, Julián y yo viviremos siempre contigo y ni siquiera pensaremos en casarnos —aseguró Dick, y todos se echaron a reír.
—¿Dónde está la casa de tu tía, Ricardo? —preguntó Julián.
—Allí enfrente —respondió Ricardo, dirigiéndose hacia el portillo—. Bueno, muchas gracias por vuestra compañía. Espero volver a veros a todos muy pronto. Tengo el presentimiento de que no tardaré mucho. ¡Adiós!
Y desapareció por el camino.
—¡Qué adiós más repentino! —exclamó Jorge, asombrada—. ¿No os parece raro?