Ana se sorprendió al ver tres niños en el lago en lugar de dos. Se quedó al borde del agua, mirándolos estupefacta, con su esponja y su toalla en la mano. ¿Quién sería el tercer chico?
Los tres regresaron hacia donde los esperaba Ana. Ésta observó con timidez al extraño. No era mucho mayor que ella, ni tan alto como Julián o Dick. Sin embargo, poseía una fuerte estructura y unos ojos risueños y azules que le agradaron en seguida. Se echó hacia atrás el pelo mojado.
—¡Hola! —dijo Ana, sonriéndole—. ¿Cómo te llamas?
—Ricardo —contestó él—. Ricardo Kent. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Ana —respondió ella—. Estamos haciendo una excursión en bicicleta.
Los niños no se habían ocupado de presentarse todavía, jadeantes como estaban aún por efecto de la carrera.
—Yo soy Julián y éste es Dick, mi hermano —dijo Julián casi sin aliento—. Espero que no hayamos cometido una infracción al invadir tu tierra y tu agua.
Ricardo sonrió.
—Sí la habéis cometido, pero no importa. Yo os doy permiso. Podéis aprovecharos de mi tierra y de mi lago todo el tiempo que deseéis.
—Gracias —dijo Ana—. Supongo que es propiedad de tu padre. No hay ninguna señal indicando «Privado», así que no podíamos saberlo. ¿Te gustaría desayunar con nosotros? Si te vistes al mismo tiempo que los demás, ellos te guiarán adonde hemos acampado anoche.
Ana se lavó la cara y las manos con la esponja mojada, escuchando cómo los niños charlaban detrás de las matas donde habían dejado sus vestidos. Luego se apresuró hacia el campamento a fin de arreglar los sacos de dormir y preparar el desayuno con mayor esmero del acostumbrado. Su prima dormía todavía profundamente en su saco de dormir. Mantenía la cabeza fuera de él y sus cortos bucles negros la hacían parecerse como siempre a un muchacho.
—¡Jorge, despierta! Tenemos un invitado a desayunar —le advirtió Ana, sacudiéndola.
Jorge se desprendió de sus manos, enfadada, sin creer sus palabras. Sin duda trataba de engañarla para que se levantase y la ayudase a preparar el desayuno. Ana la dejó en paz. «Muy bien —pensaba—. ¡Que la encuentren en su saco de dormir, si eso es lo que le gusta!»
Empezó a sacar la comida y arreglarla con sumo cuidado. ¡Qué buena idea habían tenido al traer dos botellas más de jugo de limón dulce! Ahora podrían ofrecerle una a Ricardo.
Los tres niños llegaron, bien aplastados sus cabellos todavía húmedos. Ricardo vio a Jorge en su saco de dormir, al mismo tiempo que Tim acudía a saludarle. Acarició al perro. Éste adivinó, por el olfato, que el niño se rodeaba de perros en su casa. Así que lo olió con mucho interés.
—¿Quién es ese que duerme todavía? —preguntó Ricardo.
—Es Jorge —contestó Ana—. Tiene demasiado sueño para despertarse. Adelante, ya tengo el desayuno preparado. ¿Os agradaría empezar por las rosquillas, anchoas y lechuga? Hay también jugo de limón dulce, si os gusta.
Jorge oyó la voz de Ricardo mientras hablaba con los demás y quedó confusa. ¿Quién era aquel intruso? Se sentó, guiñando los ojos, con su corto pelo alborotado alrededor de su cabeza como un halo. Ricardo pensó que, en efecto, se trataba de un chico. No hay que olvidar que lo parecía y además se llamaba Jorge.
—Buenos días, Jorge —le dijo—. Espero que no me esté comiendo tu parte del desayuno.
—¿Y tú quién eres? —preguntó Jorge.
Sus primos se lo dijeron.
—Vivo a unos cinco kilómetros de aquí —explicó Ricardo—. Vine esta mañana en mi bicicleta con objeto de nadar un rato. Un momento… Esto me recuerda que sería mejor que me trajese mi bici aquí y la dejase en un sitio desde donde la pueda vigilar.
Corrió a buscar la bicicleta. Jorge aprovechó la ocasión para salir corriendo de su saco y marchar a vestirse. Estaba de vuelta antes que Ricardo y se puso a desayunar. Ricardo llegó empujando su máquina.
—Ya la tengo —dijo, y la dejó caer al suelo a su lado—. No quisiera por nada del mundo tener que decirle a mi padre que ésta también desapareció como las otras. Tiene bastante mal genio.
—Mi padre también —confesó Jorge.
—¿Te zurra? —preguntó Ricardo, a la vez que le alargaba a Tim un trocito de rosquilla con pasta de anchoa.
—Claro que no —respondió Jorge, muy digna—. Únicamente tiene el carácter un poco fuerte. Eso es todo.
—El mío tiene mal carácter, rabia, furia, todo lo que queráis. Si alguien le ofende, ya puede prepararse. Se vengará de él. Es como los elefantes, no olvida jamás. Se ha hecho muchos enemigos en su vida. Lo han amenazado varias veces y ha tenido que contratar a un guardaespaldas.
Los chiquillos escuchaban emocionados. Dick deseó por un momento haber tenido un padre como aquél. Sería muy agradable charlar con los otros niños del colegio acerca del guardaespaldas de su padre.
—¿A qué se parece su guardaespaldas? —preguntó Ana con curiosidad.
—Pues… varían. Pero todos son tipos grandes y fuertes. Tienen aspecto de ladrones y lo más seguro es que lo sean —continuó Ricardo, disfrutando del interés que había despertado en los otros—. Uno que tenía el año pasado era horroroso de verdad. Tenía los labios más gruesos que hayáis visto jamás y una nariz tan grande que, cuando se le miraba de perfil, parecía que se había puesto una nariz postiza en broma.
—¡Dios mío! —exclamó Ana—. Eso me suena a algo espantoso. ¿Lo tiene todavía tu padre?
—No, un día hizo algo que le molestó, aunque no sé qué, y, después de una pelea de miedo, mi padre lo despidió —dijo Ricardo—. No hemos sabido nada más de él. La verdad, yo encontré la idea excelente, porque le odiaba. Tenía la costumbre de dar patadas a los perros.
—¡Pero qué bestia! —exclamó Jorge, horrorizada. Puso su brazo alrededor de Tim, como si temiese que alguien estuviera a punto de propinarle una patada a él también.
Julián y Dick se preguntaban si debían creer todo aquello. Llegaron a la conclusión de que los cuentos de Ricardo eran bastante exagerados y continuaron escuchándole divertidos, pero no asustados como las niñas, que permanecían pendientes de cada palabra pronunciada por Ricardo.
—¿Dónde está tu padre ahora? —preguntó Ana—. ¿Tiene algún guardaespaldas en este momento?
—Supongo que sí. Esta semana la pasará en América. Pronto volverá, acompañado de su guardaespaldas de turno —dijo Ricardo, bebiéndose hasta la última gota del jugo del limón dulce—. ¡Caramba! ¡Qué bueno está esto! Qué suerte tenéis de que os dejen ir solos con vuestras bicis y de poder dormir en donde os dé la gana. Mi madre jamás me lo permitiría. Siempre teme que me ocurra algo.
—Quizá sería conveniente que contratasen un guardaespaldas también para ti —sugirió Julián con picardía.
—Ya me encargaría yo de despistarlo —aseguró Ricardo—. De todos modos, tengo ya una especie de guardaespaldas.
—¿Quién? ¿En dónde? —preguntó Ana, mirando a su alrededor como si esperase ver aparecer de pronto algún terrible bandido.
—Bueno, me refiero a mi tutor durante las vacaciones —explicó Ricardo, haciéndole cosquillas a Tim detrás de las orejas—. Se llama Lomax y es una persona espantosa. Me exige que lo ponga al corriente cada vez que salgo, como si fuese un niño de la edad de Ana.
Ana se mostró indignada.
—Yo no tengo que pedir permiso a nadie cuando quiero salir sola —protestó.
—De todos modos, no creo que tampoco a nosotros nos permitieran irnos solos de excursión si no tuviésemos al viejo Tim —confesó Dick honradamente—. Es mejor que ningún guardaespaldas y que ningún tutor. Me pregunto cómo es que no tienes un perro.
—¡Oh! Tengo lo menos cinco —replicó Ricardo, orgulloso.
—¿Cómo se llaman? —preguntó Jorge, desconfiada.
—Esto… Bunter, Biscuit (galleta), Brownie, Bones y… y… Bonzo —dijo Ricardo con una sonrisa.
—¡Qué nombres tan tontos! —comentó Jorge con desdén—. Imagínate llamarle a un perro Biscuit. Debes de estar mal de la cabeza.
—Tú te callas —saltó Ricardo, enfurecido—. No consiento a nadie que diga que estoy mal de la cabeza.
—Tendrás que consentírmelo a mí —insistió Jorge—. Sigo pensando que es una estupidez llamarle Biscuit a un perro bueno y decente.
—Lucharé contigo —dijo de pronto Ricardo, dejándolos sorprendidos. Se puso en pie—. ¡Adelante! Levántate.
La niña saltó sobre sus pies. Julián alargó una mano y la hizo sentarse otra vez.
—Nada de eso —le dijo a Ricardo—. Tendrías que avergonzarte de ti mismo.
—¿Por qué? —gritó Ricardo con gesto enfurecido. Evidentemente, él y su padre tenían el mismo genio.
—Bueno…, no se acostumbra luchar con chicas —dijo Julián con sorna—. ¿O puede que sí? Corrígeme si me equivoco.
Ricardo lo miró asombrado.
—¿Qué quieres decir? —respondió—. ¿Chicas? Claro que no peleo con chicas. Un muchacho decente no pega nunca a una mujer. Pero es con este chico, ¿cómo se llama?, ¿Jorge?, con el que quiero pelear.
Se quedó atónito cuando Julián, Dick y Ana soltaron una estrepitosa carcajada. Tim ladraba como un loco, satisfecho él también del final de la pelea. Sólo Jorge parecía rebelde y enfadada.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Ricardo en tono agresivo—. ¿Qué tiene de gracioso todo esto?
—Ricardo, Jorge no es un chico, es una chica —explicó Dick por fin—. ¡Dios mío! ¡Y ella estaba presta a aceptar tu desafío y a luchar contigo! ¡Dos perritos peleando!
Ricardo se quedó boquiabierto de sorpresa. Miró a Jorge, avergonzado.
—¡Caramba! ¿Eres una chica de verdad? —dijo—. Te portas como un chico y lo pareces también. Lo siento, Jorge. ¿Te llamas realmente Jorge?
—No, Jorgina —respondió ella deshelándose un poco ante la torpe disculpa de Ricardo. Estaba satisfecha de ver que la había tomado por un chico. Siempre deseó ser un hombre y no una mujer.
—Gracias a Dios que no he luchado contigo —comentó Ricardo—. Te hubiese tirado al suelo del primer golpe.
—¡Eso sí que me gusta! —saltó Jorge, enfureciéndose de nuevo. Julián la empujó con la mano hacia atrás.
—A callar los dos. No os portéis como idiotas. Bien, ¿dónde está el mapa? Ya es hora de que le echemos una mirada para decidir lo que haremos hoy, hasta dónde llegaremos y en dónde pasaremos la noche.
Por fortuna, Jorge y Ricardo se conformaron de buena gana… Pronto las seis cabezas, incluyendo la de Tim, se hallaban inclinadas sobre el mapa. Julián tomó la decisión.
—Iremos hacia Middlecombe Woods. ¿Veis? Aquí está señalado en el mapa. Ya está resuelto. Será un paseo divertido.
Puede que, en efecto, constituyese un buen paseo. Sin embargo, acabaría siendo mucho más que eso.