Capítulo 3

Los cinco se divirtieron mucho aquella tarde.

Merendaron a las cinco y media y después compraron lo que necesitaban para la cena y el desayuno: rosquillas, pasta de anchoas, una gran torta de mermelada empaquetada en una caja de cartón, naranjas, jugo de limón dulce, una gran lechuga y algunos bocadillos de jamón. ¡Un buen surtido!

—Espero que no tengamos la mala ocurrencia de comérnoslo todo para cenar y nos quedemos sin desayuno —dijo Jorge, colocando los bocadillos en la cesta de su bicicleta—. ¡Baja, Tim! Estos bocadillos no son para ti. Te he comprado un enorme hueso que te tendrá ocupado durante horas.

—Bueno, ten la precaución de no dárselo cuando nos vayamos a acostar —advirtió Ana—. Hace un ruido espantoso cuando se dedica a roer y masticar. No nos dejaría dormir.

—Nada en el mundo sería capaz de despertarme a mí esta noche —objetó Dick—. Ni siquiera aunque se produjese un terremoto. Estoy suspirando por encontrarme metido en mi saco de dormir.

—No creo que sea imprescindible montar las tiendas esta noche —dijo Julián, mirando al cielo que aparecía bien despejado—. Preguntaré a alguien qué ha pronosticado la radio sobre el tiempo en el boletín de las seis. Me parece que podemos meternos tranquilamente en nuestros sacos de dormir, sin otro techo que el cielo.

—¡Qué fantástico! —exclamó Ana—. Será maravilloso estar boca arriba y mirar a las estrellas.

El pronóstico sobre el tiempo había sido que se mantendría bueno, claro y suave.

—Bien —dijo Julián—. Eso nos ahorrará mucho trabajo. No nos molestaremos ni en desenvolver nuestras tiendas. A ver, ¿lo tenemos ya todo? ¿Alguien opina que deberíamos comprar más comida?

Las cestas de las bicicletas se hallaban repletas. Nadie pensó que resultase aconsejable intentar meter algo más en ellas.

—Podríamos guardar muchas más cosas si Tim llevase sus enormes huesos —se lamentó Ana—. La mitad de mi cesta va ocupada por ellos. Jorge, ¿no podrías idear algo para que Tim transportase su propia comida? Es lo bastante listo para hacerlo.

—Claro que es lo bastante listo —respondió su prima—. Pero demasiado goloso, Ana. Lo sabes muy bien. Si tuviese que llevarlo él, se lo comería todo de una vez. Los perros pueden comer a cualquier hora.

—¡Qué suerte! —exclamó Dick—. Ojalá yo también pudiese hacerlo. Me molesta tener que descansar entre las comidas.

—Ahora, ¡vámonos al lago! —dijo Julián, plegando el mapa que había estado examinando—. Faltan unos nueve kilómetros para llegar. Se llama The Green Pool (El Charco Verde). Bueno. Parece bastante más grande que un charco. ¡Dios mío, qué bien nos vendrá el baño! ¡Tengo tanto calor y me siento tan pegajoso!

Alcanzaron el lago sobre las siete y media. El paisaje era maravilloso y había al borde una caseta que, con toda seguridad, servía durante el verano para desnudarse los bañistas. Ahora se encontraba cerrada y las cortinas echadas sobre las ventanas.

—Supongo que podremos nadar en él si nos apetece —expresó sus dudas Dick—. No estará prohibido, ¿verdad?

—No, no hay ninguna señal que diga «Privado» —replicó Julián—. No encontraremos el agua muy cálida, porque estamos todavía a mediados de abril. ¡No importa! Estamos acostumbrados a tomar duchas frías todas las mañanas y, por otra parte, me atrevo a asegurar que el sol la habrá templado un poco. Vamos a ponernos los trajes de baño.

Se cambiaron detrás de las matas y corrieron hacia el lago. El agua les pareció verdaderamente helada. Ana no hacía más que entrar y salir y no se atrevía a adentrarse.

Jorge se juntó con los chicos para nadar y los tres regresaron contentos y felices.

—¡Brrrr…! ¡Qué fría! —exclamó Dick—. ¡Venid! Echaremos una carrera. ¡Mirad a Ana! —añadió burlón—. Ya se ha vestido. Tim, ¿dónde estás? A ti no te molesta el agua fría, ¿verdad?

Se lanzaron en una loca carrera de un lado para otro, por los caminos que bordeaban el lago. Ana se hallaba ya ocupada en preparar la cena. El sol había desaparecido y, a pesar de que la tarde era muy suave, el calor radiante del día se había desvanecido. Ana se sentía feliz abrigada por su chaqueta.

—La buena de Ana —comentó Dick cuando por fin se reunieron con ella, vestidos y con las chaquetas puestas para calentarse—. Mirad, ya tiene la cena preparada. Eres una excelente ama de casa, Ana. Estoy seguro de que si nos quedásemos aquí más de una noche, Ana se las arreglaría para organizar una despensa, buscar un sitio que le sirviese de lavadero y otro donde guardar los plumeros y las escobas.

—Eres un tonto, Dick —respondió Ana—. Deberías sentirte contento de que yo me preocupe de todo y os prepare la comida. ¡Tim, fuera de aquí! ¡Miradle! Ha salpicado toda la comida con miles de gotas de agua del lago. Jorge, tenías que haberle secado. Sabes cómo se sacude después de un baño.

—Lo siento —dijo Jorge, pesarosa—. Tim, di que lo sientes. ¿Por qué has de ser siempre tan impetuoso? Si yo me sacudiese como tú me saldría el pelo volando por el aire. Y hasta las orejas y los dedos.

La cena transcurrió tan feliz como la comida, sentados en la claridad del atardecer, observando cómo las primeras estrellas aparecían en el cielo. Tanto los niños como el perro se sentían cansados pero felices. Era el principio de la excursión y los principios siempre resultan hermosos. Los días se extienden sin aparente fin delante de uno y se tiene la absoluta convicción de que el sol brillará todos los días.

Tan pronto como terminaron la cena, no tardaron en acomodarse en el interior de sus sacos de dormir. Los habían dispuesto en fila para poder charlar entre ellos si así lo deseaban. Tim estaba excitadísimo. Se dedicó a pasearse a conciencia por encima de ellos, aunque todos lo recibieron con chillidos y amenazas.

—¡Tim! ¡Cómo te atreves! ¡Y con lo que he comido!

—¡Tim! ¡Bruto! ¡Quita en seguida tus enormes patazas de encima de mí!

—Jorge, ¡caramba! Podrías prohibirle a Tim que se dedique a pasear sobre nosotros. Espero que no se le ocurrirá hacerlo durante toda la noche.

Tim se manifestó muy sorprendido ante todos aquellos gritos. Por último, se estiró al lado de su ama, después de intentar, aunque sin resultado, meterse con ella dentro del saco. Jorge apartó su cara del alcance de sus lamidos.

—Tim, te quiero mucho, pero me gustaría que no me mojases tanto la cara. Julián, mira qué estrella tan maravillosa. Es igual que una lamparita redonda. ¿Cómo se llama?

—No es exactamente una estrella, sino Venus, uno de los planetas —respondió Julián, medio dormido—. Pero le llaman el lucero vespertino. ¿Cómo es que no lo sabías, Jorge? ¿No te enseñan nada en tu colegio?

Jorge intentó dar una patada a Julián a través de su saco, sin conseguirlo. Abandonó el intento y bostezó con tanta fuerza que contagió a todos los demás y tuvieron que imitarla.

Ana se quedó dormida al instante. Era la más pequeña y se cansaba con mayor facilidad que los demás en los largos paseos, a pesar de que siempre los seguía valientemente. Jorge, por un momento, contempló con intensa atención el brillante lucero vespertino y cayó de repente en un profundo sueño. Julián y Dick charlaron aún durante unos minutos. Tim permanecía inmóvil. Se sentía cansado por haber corrido kilómetros y kilómetros.

Nadie se movió durante la noche, ni siquiera el perro. No se fijó en un grupo de conejos que jugueteaban allí cerca, apenas aguzó el oído cuando un búho gritó por los alrededores y ni siquiera se movió al correr un escarabajo sobre su cabeza.

Sin embargo, con sólo que Jorge se hubiese removido o hubiera pronunciado su nombre, Tim se hubiese despertado de inmediato. Se hubiese echado sobre ella, lamiéndola y quejándose suavemente. Jorge era el centro de su universo de noche y de día.

Al día siguiente, el tiempo apareció otra vez bueno y claro. Daba gusto despertarse y sentir el calor del sol sobre sus caras y oír un tordo cantando con toda la fuerza de sus pequeños pulmones. «Quizá sea el mismo tordo de ayer —pensó Dick, soñoliento—. Nos está diciendo: “¡Cuidado con lo que hacéis! ¡Cuidado con lo que hacéis!”, igual que lo hizo el otro».

Ana se incorporó con precaución dentro de su saco, preguntándose si tendría que levantarse y preparar el desayuno para sus compañeros. Quizá deseasen bañarse primero.

Julián se incorporó a su vez y bostezó, al mismo tiempo que se deslizaba fuera del saco. Sonrió a Ana.

—¡Hola! —dijo—. ¿Has descansado bien? ¡Caramba! ¡Yo me encuentro estupendamente esta mañana!

—Yo me siento un poco rígida —respondió Ana—, pero pronto se me pasará. ¡Buenos días, Jorge! ¿Despierta?

Jorge refunfuñó algo entre dientes y se acomodó mejor dentro del saco de dormir. Tim alargó la pata hacia ella, gruñendo. Quería que se levantase para ir a corretear con él.

—¡Calla, Tim! —ordenó su ama desde el fondo del saco—. ¿No ves que estoy dormida?

—Voy a bañarme —declaró Julián—. ¿Alguien viene conmigo?

—Yo, no, desde luego —replicó Ana—. El agua estará demasiado fría para mí esta mañana. Tampoco creo que le apetezca a Jorge. Vosotros, los dos chicos, iros solos. Tendré el desayuno preparado para cuando volváis. Siento no poder prepararos nada caliente para beber, pero nos hemos olvidado de traer una tetera o algo por el estilo.

Julián y Dick se alejaron hacia el Charco Verde, medio dormidos todavía. Ana abandonó su saco de dormir y se vistió a toda prisa. Decidió acercarse al lago armada con su esponja y su toalla a fin de despabilarse por completo con el agua fría. Jorge continuaba aún en el saco de dormir.

Entre tanto, los dos niños se hallaban a punto de llegar al lago. ¡Ah! Ahora podían verlo entre los árboles, resplandeciendo con un brillo tan verde como el de una esmeralda. Resultaba muy atrayente.

De repente, descubrieron una bicicleta apoyada contra un árbol. La miraron asombrados. No era una de las suyas. Debía de pertenecer a otra persona.

Entonces oyeron chapoteos dentro del lago y corrieron hacia él. ¿Acaso alguien más se estaba bañando?

En efecto. Había un chico en el agua y podía verse su cabeza dorada y húmeda brillando bajo el sol de la mañana. Nadaba con fuerza a través del lago, dejando ondas tras él a medida que se alejaba. De pronto, vio a Dick y Julián y nadó hacia ellos.

—¡Hola! —saludó, saliendo del agua—. ¿Vosotros también venís a nadar? Es bonito mi charco, ¿no os parece?

—¿Qué quieres decir? ¿Es tuyo el lago, de verdad? —preguntó Julián.

—Bueno, mío, no. Pertenece a mi padre, Thurlow Kent —respondió el muchacho.

Julián y Dick habían oído hablar de Thurlow Kent, uno de los hombres más ricos del país. Julián miró al chico con recelo.

—Ignorábamos que se tratase de un lago particular. Si es así, no nos bañaremos en él —dijo.

—¡No seas bobo! ¡Adelante! —gritó el chico, salpicándolos con el agua fría—. ¿Hacemos una carrera hasta el otro lado?

Los tres se lanzaron hacia delante, hendiendo el agua verde con sus vigorosos y bronceados brazos. ¡Qué comienzo tan formidable para un día soleado!