Capítulo 2

Al día siguiente, muy temprano, se encontraban ya todos preparados. La mayoría del equipaje había sido ya empaquetado y atado a las bicicletas. Sólo quedaban las mochilas, que cada uno de los niños debía llevar sobre su espalda. Las cestas contenían una gran variedad de comida para la primera jornada. Cuando la hubiesen terminado, Julián se encargaría de renovar las provisiones.

—Supongo que los frenos funcionarán bien —dijo el tío Quintín, pensando que debía demostrar cierto interés por los preparativos y recordando que, cuando él era niño y tenía una bicicleta, nunca lograba que los frenos estuviesen en buenas condiciones.

—Claro que van bien —respondió Dick—. No hubiésemos soñado siquiera en marcharnos si los frenos y todo lo demás no anduviese perfectamente. Ya sabes que el Código de la Circulación es muy estricto y nosotros nos ajustamos a él a rajatabla.

Tío Quintín daba la sensación de no haber oído jamás hablar del Código de la Circulación. Vivía en un mundo aparte, un mundo de teorías, dibujos y diagramas. En este momento se sentía impaciente por volver a él. A pesar de todo, esperó con toda paciencia a que los niños ultimasen los preparativos y estuviesen listos.

—¡Adiós, tía Fanny! Avísanos tan pronto como sepas en dónde os vais a alojar el tío y tú —recomendó Julián.

—¡Adiós, mamá! No te preocupes por nosotros. Nos divertiremos mucho —gritó Jorge.

—¡Adiós, tía Fanny! ¡Adiós, tío Quintín!

—¡Hasta pronto, tío, tía! ¡Nos vamos!

Y se marcharon en sus bicicletas por el camino que se alejaba de «Villa Kirrin». La tía y el tío se quedaron en el portillo, saludándolos una y otra vez, hasta que el pequeño grupo desapareció al torcer la esquina. Tim corría al lado de Jorge, galopando sobre sus largas y fuertes patas, entusiasmado ante la idea de una buena carrera.

—Bueno, ya estamos en camino —exclamó Julián al pasar la esquina—. ¡Qué suerte poder irnos solos! ¡El bueno del tío Quintín! Me siento muy satisfecho de que haya organizado este lío.

—¿Cuántos kilómetros haremos? —preguntó Ana—. Será mejor que no vayamos de prisa el primer día. Si no, mañana no me podré mover a causa de las agujetas.

—De acuerdo —manifestó Dick—. Julián y yo habíamos planeado recorrer de setenta o noventa kilómetros hoy, eso es todo. Pero si te sientes cansada antes no dejes de decirlo. Al fin y al cabo no tiene importancia el lugar donde nos detengamos.

La mañana era muy cálida para aquella época del año. Pronto los niños empezaron a sudar. Como llevaban puestas sus chaquetas, se las quitaron y las ataron alrededor de las cestas. Jorge se asemejaba más que nunca a un chico mientras el viento agitaba su corto cabello. Todos iban vestidos con pantalón corto y jerseys finos, menos Ana, que se había puesto una corta falda de color gris. Se subió las mangas de su jersey y los demás la imitaron.

Rodaron kilómetro tras kilómetro, disfrutando del sol y del aire libre. Tim trotaba tras ellos, incansable, colgando su larga y rosada lengua fuera de la boca. Corría sobre la hierba del camino siempre que la había. Verdaderamente era un perro muy sensato.

La primera parada tuvo lugar en un pueblecito llamado Manlington-Tovery. Había en él una única tienda en la que se vendía de todo, o, al menos, lo parecía.

—Espero que vendan cerveza de jengibre —comentó Julián—. Llevo ya la lengua fuera, igual que Tim.

En la pequeña tienda había limonada, naranjada, jugo de limón dulce, zumo de pomelo y jengibre. Resultaba difícil escoger entre tantas cosas. También despachaban helados y pronto los niños se encontraron bebiendo jengibre mezclado con jugo de limón dulce y disfrutando de unos deliciosos helados.

—Deberíamos darle un helado a Tim —dijo Jorge—. ¡Le gustan tanto! ¿No es verdad, Tim?

—¡Guau! —respondió Tim. Y se tragó el helado de dos grandes lametazos.

—Me parece un verdadero desperdicio darle helados a Tim —protestó Ana—. Se los traga tan de prisa que apenas si tiene tiempo de saborearlos. No, Tim. Baja de ahí. Voy a terminarme el mío sola y no dejaré ni una chupadita para ti.

Tim se fue a beber agua en un tazón que la mujer de la tienda había traído para él. Bebió y bebió, y después se tumbó en el suelo jadeando.

Una vez acabado el refrigerio, los niños se compraron una botella de jengibre cada uno con objeto de bebérsela con la comida y se marcharon. Ya empezaban a pensar con agrado en los sándwiches empaquetados para ellos.

Ana descubrió unas vacas que pastaban en un prado al borde del camino.

—Tiene que ser horrible haber nacido vaca y comer únicamente hierba insípida —le dijo a su prima—. Piensa en todo lo que se pierde una vaca. Jamás puede saborear un sándwich de huevo y lechuga, ni comer nunca un pastel de chocolate, ni un huevo cocido, y jamás puede beberse un vaso de jengibre. ¡Pobres vacas!

Jorge se rió.

—¡Vaya unas tonterías en que piensas, Ana! —contestó—. Ahora me has hecho desear la comida aún más, hablando de sándwiches de huevo y cerveza de jengibre. Sé que mamá nos ha preparado sándwiches de huevo y jamón.

—Ya está bien, niñas —intervino Dick, mientras se desviaba con su bicicleta hacia un pequeño campo tambaleándose peligrosamente—. No podemos continuar si vosotras habláis sin parar de comida. ¿Qué te parece si comiésemos ya, Julián?

Fue una comida estupenda, la primera celebrada en pleno campo. Se hallaban rodeados de velloritas en flor, y de un sitio cercano llegaba hasta ellos el suave perfume de escondidas violetas. Un tordo cantaba locamente sobre un avellano, en tanto dos pinzones gritaban «¡pink-pink!» cada vez que cesaba en sus trinos.

—¡La banda y la decoración preparadas! —comentó Julián apuntando a los pájaros y las flores—. ¡Y muy bonitas, por cierto! Lo único que nos falta es un camarero para que nos sirva.

Divisó entonces un conejo que los observaba medio oculto, con sus largas orejas bien tiesas y preguntonas.

—¡Vaya, ahí tenemos el camarero! —dijo Julián en seguida—. ¿Qué tienes para ofrecernos hoy, conejito? ¿Un pastel de conejo?

El animalillo se alejó a toda velocidad. Había olido al perro y se sentía aterrado. Los niños rieron. Parecía que la sola mención del pastel de conejo había bastado para asustarle. Tim miró al animal que se alejaba, pero no se movió para seguirle.

—¡Bueno, Tim! La primera vez que te veo permitir que un conejo se aleje de ti —dijo Dick—. Debes de tener mucho calor y estar cansado. ¿Tienes algo de comer para él, Jorge?

—Claro que sí —respondió ella—. Le preparé sus sándwiches yo misma.

¡Y así lo había hecho! Había comprado carne picada al carnicero, y había dispuesto para Tim doce sándwiches bien cortados y empaquetados.

Los demás se rieron. A Jorge no le pesaba jamás molestarse por Tim, que se tragó los sándwiches con ansia, aporreando el suelo con su rabo. Siguieron todos sentados, masticando alegremente, encantados de estar al aire libre, juntos y disfrutando de una comida suculenta.

—¡Jorge, mira lo que estás haciendo! —gritó Ana de pronto—. ¡Te estás comiendo uno de los sándwiches de Tim!

—¡Mi madre! —exclamó Jorge—. ¡Ya me parecía a mí que sabía un poco fuerte! He debido darle a Tim uno de los míos sin darme cuenta y me habré quedado con uno de los suyos. Lo siento, Tim.

—¡Guau! —aceptó Tim la disculpa con toda cortesía, recibiendo al tiempo uno de sus sándwiches.

—Al paso que va, no se dará cuenta de si se come veinte o cincuenta —observó Julián.

—Ya terminó todos los suyos, ¿verdad? Tened cuidado, porque ahora la emprenderá con los nuestros. ¡Caramba! ¡La orquesta ha empezado de nuevo!

Se quedaron un rato en silencio, escuchando al tordo que parecía decir: «¡Cuidado por dónde vais! ¡Cuidado con lo que hacéis, hacéis, hacéis…!»

—Me recuerda a los canelones esos que recomiendan prudencia —dijo Dick, y se recostó sobre un mullido cojín de musgo—. Muy bien, viejo pájaro. Iremos con cuidado, no te preocupes. Pero ahora vamos a echar una siestecita, así que no cantes demasiado fuerte.

—Encuentro buena la idea de descansar un poquito —asintió Julián, bostezando—. Vamos bien por ahora. No debemos cansarnos demasiado el primer día. Quítate de encima de mis piernas, Tim. Pesas demasiado con todos esos sándwiches que te has engullido.

Tim obedeció. Se dirigió hacia Jorge y se dejó caer a su lado, lamiéndole la cara. Ella lo empujó.

—No me lamas tanto —observó, medio dormida—. Quédate de guardia como un buen perro y cuídate de que nadie nos robe las bicicletas.

Tim sabía muy bien lo que significaba la palabra «guardia». Tan pronto como la oyó, se sentó muy tieso, mirando a su alrededor y olfateando al mismo tiempo. ¿Alguien por allí? No. Ni se veía, ni se oía, ni se olía a ningún extraño. Se acostó otra vez, con una oreja enderezada y un ojo medio abierto. Jorge siempre se maravillaba de que pudiese dormir con un ojo y una oreja y permanecer despierto con los otros. Pensó comunicárselo a Dick y Julián cuando se dio cuenta de que dormían profundamente.

También ella se durmió. Nadie vino a molestarlos. Un pequeño petirrojo se acercó a ellos, mirándolos con curiosidad. Con su cabecita ladeada, parecía preguntarse si sería una buena idea arrancar unos cuantos pelos de la cola de Tim para colaborar en la construcción de su nido. La apertura en el ojo del perro se hizo más grande. ¡Lo pagaría caro el pajarillo sí se atreviese a molestarle!

El petirrojo se alejó volando. El tordo reanudó su canto y el conejo apareció de nuevo. El ojo de Tim se abrió por completo. ¿Estaría despierto o durmiendo? El conejo no esperó a aclararlo.

Eran ya las tres y media cuando fueron despertando, uno a uno. Julián consultó su reloj.

—¡Vaya! Casi ha llegado la hora de merendar —dijo.

Ana dejó escapar un grito de sorpresa.

—¡Pero si acabamos de comer y estoy todavía tan llena como para estallar!

Julián sonrió.

—Está bien. Nos guiaremos por nuestros estómagos y no por los relojes para nuestras comidas, Ana. Levántate de una vez. Nos iremos sin ti si no te apresuras.

Empujaron las bicicletas fuera del campo de velloritas y montaron en ellas otra vez. Era un placer sentir el soplo de la brisa sobre sus rostros. Ana rezongó un poquito.

—¡Dios mío! Empiezo a sentirme rígida. ¿Vamos a rodar muchos kilómetros más, Julián?

—No, no muchos. Creo que podríamos continuar hasta que nos apetezca merendar. Entonces nos detendremos en el pueblo más próximo, adquiriremos lo necesario para la cena y el desayuno y luego buscaremos un buen sitio para montar nuestras tiendas esta noche. He visto en el mapa que hay un pequeño lago por aquí y pensé que podríamos nadar un rato si damos con él.

Sus hermanos y su prima se mostraron de acuerdo con el plan. Jorge pensó que no le molestaría continuar en la bicicleta muchos kilómetros si al final podía nadar en un lago.

—Es un proyecto magnífico —aprobó—. Verdaderamente magnífico. Creo que debíamos planear toda nuestra excursión alrededor de los lagos para poder nadar al atardecer y por la mañana.

—¡Guau! —dijo Tim, corriendo al lado de la bicicleta de su ama—. ¡Guau!

—Tim también está conforme —dijo Jorge, riéndose—. Aunque me parece que se ha olvidado de traerse su toalla.