Capítulo 21

A Ana le resultó muy simpática Jennifer y le dio un beso y un abrazo. Jennifer miró a su alrededor, contemplando la bien aderezada cueva, y entonces dio un grito de sorpresa y alegría. Señaló a la bien hecha cama de Ana, donde había unas lindas muñecas y un gran oso de felpa.

—¡Mis muñecas! —dijo—. ¡Oh, y también el oso de felpa! Oh, oh, ¿dónde las habéis encontrado? ¡Las he echado mucho de menos! Oh, Josefina, Ángela, Rosebud y Marigold, ¿me habéis echado de menos?

Abrazó a sus muñecas. Ana había escuchado con gran interés los nombres de cada una.

—Las he cuidado muy bien —le dijo a Jennifer—. Están todas completamente bien.

—Oh, gracias —dijo la niñita, sintiéndose muy feliz—. Sois muy agradables todos. ¡Oh, qué magnífico desayuno!

Lo era en efecto. Ana había abierto una lata de salmón, otra de albaricoques y otra de leche y había preparado pan con mantequilla y un gran jarro de chocolate. Jennifer se sentó y empezó a comer. Estaba muy hambrienta y, mientras comía, empezó a desaparecer su palidez.

Los chicos hablaron animadamente mientras comían. Jennifer les contó todo lo que le había pasado.

—Estaba jugando en el jardín con la niñera —dijo— y de pronto, cuando la niñera se había metido en la casa para buscar algo, un hombre saltó por la valla y me envolvió la cabeza con un pañolón y me sacó de allí. Fuimos al mar y pude oír el ruido de las olas chocando con la orilla y supuse que me habían metido en un bote. Luego me llevaron a un barco grande y me metieron en un camarote durante dos días. Luego me trajeron aquí una noche. Estaba tan asustada que di un grito.

—Ése fue el grito que oímos nosotros —dijo Jorge—. Fue una suerte que lo oyéramos. Habíamos creído que se trataba de algo relacionado con el contrabando y no pensamos en ningún rapto hasta que te oímos gritar, aunque habíamos encontrado el cofre con tus trajes y juguetes.

—No sé cómo el hombre pudo traer eso —dijo Jennifer—. Quizás le ayudó una criada. Tenemos una que no me es nada simpática. Se llama Sara Stick.

—¡Ah! —dijo Julián al punto—. La cosa está clara. El señor y la señora Stick fueron los que te trajeron a la isla. Sara Stick, tu criada, debe de estar relacionada con ellos. Seguramente anduvieron en tratos con alguien que tuviera un barco en propiedad y en él te trajeron aquí para ocultarse.

—Buen sitio para esconderla —dijo Jorge—. Nadie salvo nosotros la hubiera encontrado.

Siguieron dando buena cuenta de todo el desayuno, tomaron un poco más de chocolate y discutieron sus futuros planes.

—Cogeremos el bote e iremos a tierra firme esta mañana —dijo Julián—. Iremos directamente a la comisaría de policía con Jennifer. Espero que los periódicos estén llenos de noticias de su desaparición y que la policía la reconozca en seguida.

—Confío en que atrapen a los Stick —dijo Jorge—. Espero que no desaparezcan como por ensalmo cuando se enteren de que Jennifer ha sido encontrada.

—Sí. Tenemos que prevenir a la policía sobre eso —dijo Julián, pensativo—. Será mejor que no se divulgue la noticia hasta que hayan cogido a los Stick. Me pregunto dónde estarán ahora.

—Yo no quisiera dejar esta cueva tan bonita —dijo Jennifer, que estaba ahora muy contenta—. Me gusta vivir aquí. ¿Volveréis después a la isla, Julián?

—Sí. Regresaremos para vivir aquí unos días más, supongo —dijo Julián—. En casa de nuestra tía no hay nadie ahora porque ella está fuera, enferma, y nuestro tío está con ella. Nosotros estaremos en nuestra isla hasta que ellos vuelvan.

—Oh ¿podría yo volver con vosotros? —imploró Jennifer, con su redonda carita iluminada por la alegría de pensar que podía ir a vivir en la cueva de la isla con unos chicos y un perro tan simpáticos—. ¡Oh, dejadme! Me gustaría mucho. Y Tim me es muy simpático.

—No creo que tus padres quieran, sobre todo teniendo en cuenta que te han raptado —dijo Julián—. Pero, de todos modos, puedes pedirles permiso.

Todos fueron al bote. Julián lo empujó para meterlo en el mar y Jorge empuñó los remos, sorteando el laberinto de rocas. Vieron el barco naufragado, cosa que interesó una enormidad a Jennifer. Pero no quisieron detenerse. Pensaron que era mejor llegar a tierra lo antes posible.

Pronto llegaron a la playa. Alf, el muchacho pescador, estaba allí.

Los vio y les hizo señas. Corrió para ayudarlos a meter el bote en la arena.

—Estaba a punto de coger mi bote —dijo—. Su padre ha vuelto, «señorito Jorge». Pero no su madre. Ella se encuentra mejor y regresará dentro de una semana.

—Y ¿por qué ha vuelto mi padre solo? —preguntó Jorge, sorprendida.

—Estaba preocupado porque nadie contestaba al teléfono —explicó Alf—. Vino a verme y me preguntó que dónde estabais. Yo no se lo dije, por supuesto. Guardé el secreto. Pero yo me proponía esta mañana ir a avisaros. Él volvió esta noche última, y ¡cómo se puso! No había nadie en la casa para prepararle comida, todo estaba revuelto y la mitad de las cosas habían desaparecido. Él está ahora en la comisaría de policía.

—¡Caramba! —exclamó Jorge—. El mismo sitio a donde vamos a ir nosotros ahora. Nos lo encontraremos allí. Oh, queridos, espero que no esté de muy mal humor. No se puede hacer nada cuando mi padre está enfadado.

—¡Vamos! —dijo Julián—. En cierto modo es una suerte que tu padre esté allí, Jorge. Podemos explicarlo todo a él y a la policía al mismo tiempo.

Se despidieron de Alf, que se encontraba muy sorprendido de ver a Jennifer con los otros. No podía comprender de dónde la habían sacado. Ciertamente ella no había ido a la isla con los demás, pero había regresado en su mismo bote. ¿Qué era aquello? Era algo misterioso para Alf.

Los chicos llegaron a la comisaría de policía y franquearon la entrada, ante la sorpresa del policía que había allí.

—¡Hola! —dijo—. ¿Qué os trae por aquí? ¿Venís a denunciar un robo o algo por el estilo?

—¡Oíd! —dijo Jorge, de pronto, oyendo una voz que provenía de la habitación contigua—. ¡Es la voz de mi padre!

Se acercó a la puerta. El policía la llamó, molesto.

—No entres —le dijo—. El inspector está ahí y está muy ocupado. No quiere que le interrumpan.

Pero Jorge había abierto ya la puerta de golpe y había entrado en la habitación. Su padre volvió la cabeza y la vio. Se incorporó.

—¡Jorge! ¿Dónde habéis estado? ¿Cómo os habéis atrevido a marcharos de casa? Nos han robado. Ahora precisamente estaba denunciando el robo al inspector.

—No te preocupes, papá —dijo Jorge—. Nosotros hemos encontrado todas las cosas. ¿Cómo está mamá?

—Mejor, mucho mejor —dijo su padre, todavía enfadado—. Menos mal que por fin podré decirle a tu madre dónde estáis. No hacía más que preguntarme por vosotros y yo le tenía que contestar que estabais todos bien para que no se preocupara, pero yo no tenía la menor idea de dónde ni cómo estabais. Estoy muy disgustado contigo. ¿Dónde habéis estado?

—En la isla —dijo Jorge, huraña, como siempre que su padre se enfadaba con ella—. Julián te lo contará todo.

Julián entró en la habitación, seguido de Dick, Ana, Jennifer y Tim. El inspector, un hombre alto e inteligente, con negros ojos bajo las espesas cejas, los miró serenamente. Cuando vio a Jennifer dio un respingo y se incorporó.

—¿Cómo te llamas, pequeña? —preguntó.

—Jennifer Mary Armstrong —dijo Jenny con voz sorprendida.

—¡Caramba, caramba! —dijo el inspector, también sorprendido—. Esta es la niña que todos estábamos buscando y ahora aparece aquí como por ensalmo. ¡Por Dios bendito! ¿Dónde habrá estado?

—¿Qué es lo que quiere usted decir? —dijo el padre de Jorge, sorprendido—. ¿Qué niña es la que anda buscando? Hace días que no leo los periódicos.

—Entonces usted no sabe nada de la pequeña Jenny Armstrong, a la que habían raptado —dijo el inspector acomodándose en la silla y trayendo hacia sí a Jenny—. Ha de saber que es la hija del millonario Harry Armstrong. Pues bien: la raptaron y los raptores piden cien mil libras por su rescate. Hemos revuelto el país buscándola y ahora aparece aquí tan campante. Estoy la mar de sorprendido. Es la cosa más extraordinaria que me ha ocurrido. ¿Dónde has estado este tiempo, pequeña?

—En la isla —dijo Jenny—. Julián, cuéntalo todo.

Julián contó la historia entera desde el principio hasta el final. El policía de la habitación de al lado entró y empezó a tomar nota en su libreta mientras Julián hablaba. Todos escuchaban pasmados. También el padre de Jorge, que tenía los ojos abiertos.

¡Qué aventura habían tenido los chicos y qué bien la habían resuelto!

—Y ¿no sabes quién es el dueño del barco que llevó a la pequeña a la isla? —preguntó el inspector.

—No —dijo Julián—. Sólo sé que aquella noche tenía que llegar a la isla el Vagabundo.

—Ah, ah —dijo el inspector, con gran satisfacción en su voz—. ¡Ajajá! Conocemos bien al Vagabundo. Es un barco que lo tenemos sometido a vigilancia porque sospechamos que está metido en turbios manejos. Esta ha sido una buena noticia. La cuestión está en averiguar dónde están los Stick y encontrar el medio en poder detenerlos, ahora que hemos sacado a Jenny de sus garras. Ellos, por supuesto, negarán toda participación en el hecho.

—Yo sé la manera de poder detenerlos —dijo Julián rápidamente—. Hemos dejado a su hijo, Edgar, encerrado en la misma celda donde ellos encerraron a Jenny. Si alguno de nosotros pudiese decirle a los Stick dónde está Edgar, es seguro que volverán a la isla y se meterán en los sótanos. Y si los atrapamos entonces, difícilmente podrán negar que sabían nada de la isla y que habían estado allí.

—Esto ciertamente facilita mucho las cosas —dijo el inspector. Tocó una campanilla y otro policía entró en la habitación. El inspector le dio una detallada descripción de los Stick y le encargó que vigilara los alrededores y le avisase cuando los encontrara.

—Entonces, Julián, podrás tener una pequeña conversación con ellos y hablarles de la situación de Edgar —dijo el inspector sonriendo—. Si ellos vuelven a la isla, los seguiremos y tendremos una buena prueba de su culpabilidad. Muchas gracias por la gran ayuda que nos has prestado. Ahora podemos telefonear a los padres de Jenny y decirles que su hija está a salvo.

—Ella puede venir a «Villa Kirrin» con nosotros —dijo el padre de Jorge, todavía sorprendido por todo lo que acababa de oír—. Yo he traído conmigo a Juana, nuestra antigua cocinera, para que ponga en orden todas las cosas de la casa. Ella podrá cuidar de los chicos.

—Está bien, padre —dijo Jorge firmemente—. Iremos a «Villa Kirrin» solamente por hoy, porque nosotros hemos planeado pasar otra semana en la isla hasta que mamá se ponga buena y regrese. Ella dijo que podíamos hacerlo y el tiempo es muy bueno ahora. Juana podrá dedicarse a arreglarlo todo para cuando vuelva mamá, porque no tendrá la molestia de cuidar de nosotros. Nosotros, por nuestra cuenta, lo podemos pasar perfectamente en la isla.

—Ciertamente los chicos se merecen un premio por el buen trabajo que han hecho —dijo el inspector.

—Muy bien —dijo el padre de Jorge—. Podéis volver a la isla, pero estaréis de vuelta en «Villa Kirrin» cuando tu madre regrese, Jorge.

—Oh, sí, desde luego —dijo Jorge—. Tengo muchas ganas de volver a ver a mamá. Pero en casa no se está bien si no está ella. Es mejor ir a la isla.

—Yo también quiero ir —dijo Jenny inesperadamente—. Dígales a mis padres que vayan a Kirrin, por favor, y entonces podré pedirles permiso para que me dejen ir con los otros a la isla.

—Lo haré —dijo el inspector, sonriendo a los cinco chicos. Le resultaban muy simpáticos. El padre de Jorge se levantó.

—Vámonos ya —dijo—. Quiero comer algo. Todo esto me ha hecho coger un apetito enorme. Vamos a ver si Juana nos ha preparado algo.

Todos se marcharon, hablando animada y atropelladamente, haciendo que el pobre padre de Jorge se sintiera un poco turbado. ¡Siempre aparecía en escena en el punto culminante de las aventuras de los chicos!