Capítulo 20

Al día siguiente Julián se despertó temprano y subió por la cuerda para observar desde encima de la cueva si los Stick andaban cerca. Los vio saliendo de los sótanos. La señora Stick aparecía pálida y contrariada.

—Tenemos que encontrar a nuestro Edgar —empezó a decir a su marido—. Te digo que tenemos que encontrarlo. No está abajo en los sótanos. Eso lo sé bien. Nos hemos quedado roncos llamándolo ahí abajo.

—Y tampoco está en la isla —dijo el señor Stick—. La hemos registrado toda ayer. Yo creo que quienesquiera que sean los que nos han quitado las cosas son los mismos que han cogido a Edgar. Eso es lo que yo pienso.

—Bien. Deben de habérselo llevado a tierra firme entonces —dijo la señora Stick—. Será mejor que cojamos nuestro bote y regresemos a tierra firme y hagamos unas cuantas preguntas. Lo que yo quiero saber es quién ha sido el que se ha interferido en nuestros planes y nos ha cogido las cosas. Estoy perpleja.

—¿Crees que debemos marcharnos ahora? —dijo el señor Stick, dubitativo—. Suponte que los que han estado aquí ayer continúan todavía en la isla. Podrían meterse en los sótanos.

—No están aquí ya. Usa tu sentido común si es que tienes alguno —dijo la señora Stick—. Si no se hubieran marchado, tarde o temprano habríamos oído los gritos de Edgar. Te digo que lo han cogido y se han marchado con él y con todas las cosas. Esto no me gusta nada.

—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo el señor Stick con tono de fastidio—. Ese chico es siempre una incomodidad para nosotros, siempre se mete en líos.

—¿Cómo puedes hablar del pobre Edgar así? —gritó la señora Stick—. ¡Imagínate al pobre chico prisionero de extraños! Sin saber a dónde lo llevarán; debe de estar muy asustado al no estar yo con él.

Julián se sintió disgustado. Ahí estaba la señora Stick hablando en ese tono de «Cara Sucia», y mientras, tenía una niñita encerrada en los sótanos, ¡mucho más pequeña que Edgar! Qué bestia era.

—Y ¿qué hacemos con Tinker? —preguntó el señor Stick con tono huraño—. ¿No será mejor que lo dejemos aquí para que haga guardia a la entrada de los sótanos? Me refiero en caso de que te hayas equivocado y haya alguien todavía en la isla.

—Oh, dejaremos aquí a Tinker —dijo la señora Stick sentándose en el bote. Julián los vio embarcar, dejando al perro en la isla. Tinker los miró correteando de un lado para otro, con el rabo entre las piernas. Entonces se volvió y corrió hasta el patio del castillo y se sentó tristemente al sol. Se sentía muy desgraciado. Tenía las orejas enderezadas y miraba asustado de un sitio para otro. No le gustaba aquella extraña isla ni los inesperados ruidos que se producían de vez en cuando.

Julián volvió a meterse en la cueva, deslizándose por la cuerda, cosa que asustó en gran manera a Edgar.

—Salgamos y os contaré mis planes —dijo a los otros—. No quiero que Edgar se entere.

Salieron de la cueva. Ana había preparado el desayuno mientras Julián estaba fuera y el agua de la hornilla hervía alegremente.

—¡Oíd! —dijo Julián—. Los Stick se han marchado en su bote a tierra firme para ver si pueden encontrar a su precioso y querido Edgar. La señora Stick está irritada y angustiada porque piensa que lo han raptado y debe de sentirse muy asustado y solo.

—¡Ya está bien! —dijo Jorge—. ¿Y no piensa que la niñita debe de estar mucho más horrorizada? ¡Qué mujer más horrible es!

—Tienes razón —dijo Julián—. Bien. Lo que propongo que hagamos es que vayamos a los sótanos, rescatemos a la niña y la traigamos aquí a la cueva para que tome el desayuno. Luego la llevaremos a tierra firme en nuestro bote, iremos a la policía, averiguaremos dónde están sus padres y les telefonearemos para decirles que su hijita está a salvo.

—¿Qué haremos con Edgar? —preguntó Ana.

—¡Yo lo diré! —dijo Jorge al punto—. ¡Meteremos a Edgar en la celda donde esté encerrada la niña! ¡Imaginad lo perplejos que se quedarán los padres cuando vean que la niñita ha desaparecido y que en lugar de ella está encerrado su querido Edgar!

—¡Oooh! Ésa es una buena idea —dijo Ana, y los otros rieron, concordes.

—Tú quédate aquí, Ana, y prepara un poco de pan y mantequilla para la niña —dijo Julián. Él sabía que Ana odiaba meterse en los sótanos.

Ana movió la cabeza, complacida.

—Está bien, lo haré. Voy a apartar un poco la olla de la hornilla porque el agua hace rato que está hirviendo.

Todos volvieron al interior de la cueva.

—Ven con nosotros, Edgar —dijo Julián—. Y tú también, Tim.

—¿Adonde vais a llevarme? —dijo Edgar, suspicaz.

—A un sitio muy confortable, donde las vacas no podrán cogerte —dijo Julián—. ¡Vamos! ¡Levántate!

—Gr-r-r-r-r-r-r —amenazó Tim apoyando la nariz contra la pierna de Edgar. Edgar se levantó prontamente.

Todos treparon por la cuerda, uno tras otro, aunque Edgar estaba terriblemente asustado y pensaba que no podría, pero con Tim amenazándole abajo trepó con notable rapidez y fue ayudado a salir por Julián.

—¡Ahora, en marcha, rápido! —dijo Julián, que quería tener terminada la tarea antes de que regresasen los Stick. Rápidamente, pues, fueron todos por entre las rocas, por la muralla y por el patio del castillo.

—Yo no quiero meterme en los sótanos con vosotros —dijo Edgar, alarmado.

—Pues lo harás, «Cara Sucia» —dijo Julián amablemente.

—¿Dónde están papá y mamá? —preguntó Edgar mirando ansiosamente alrededor.

—Esas vacas se los han llevado —dijo Jorge—. Ya sabes, aquellas que mugían y se llevaron las cosas.

Todos se echaron a reír, excepto Edgar, que estaba asustadísimo y pálido. No le gustaba esa clase de aventuras. Los chicos se dirigieron a la entrada de los sótanos y pudieron ver que los Stick no sólo habían cerrado ésta con la piedra habitual, sino que habían puesto encima un montón de pesados trozos de roca.

—¡Vaya con tus padres! —dijo Julián a Edgar—. Saben fastidiar a la gente. Vamos, moveos todos. Hay que despejar la entrada. Edgar, tú también nos ayudarás. ¡Vamos! Lo vas a pasar mal si no lo haces.

Edgar empezó a trabajar junto con los demás, y una a una las rocas fueron apartadas. Entonces la pesada piedra que normalmente cubría la entrada fue levantada también y aparecieron por fin los escalones de los sótanos, que allá abajo se sumergían en la oscuridad.

—¡Allí está Tinker! —gritó de pronto Edgar señalando a unos matorrales que había a cierta distancia. Tinker estaba allí, oculto, horrorizado de ver de nuevo a Tim.

—Menuda pieza está hecho Stinker —dijo Julián—. No, Tim, no te lo comas. ¡Quieto aquí! ¡No lo ibas a pasar muy bien si te lo comieses!

Tim lamentaba mucho no serle posible dar caza a Stinker. ¡Ya que no le dejaban cazar conejos, por lo menos deberían permitirle cazar a Stinker! Todos se metieron en los sótanos. Las señales blancas de yeso que había hecho Julián estaban todavía allí, por lo que les fue fácil llegar hasta la celda donde los chicos, en el verano anterior, habían encontrado montones de lingotes de oro. Ellos estaban seguros de que en aquella celda habían encerrado a la niña raptada, porque tenía una gran puerta de madera que podía ser cerrada por fuera con fuertes cerrojos.

Se acercaron a la puerta. Efectivamente, estaba cerrada a cal y canto. No se oía ruido alguno que proviniese del interior. Tim se apoyó en la puerta, gimoteando levemente. El sabía que dentro había alguien.

—¡Eh! —gritó Julián, fuerte y animadamente—. ¿Estás bien? ¡Vamos a rescatarte!

Se oyó una especie de ruido, como si alguien se hubiese levantado de un taburete. Entonces se oyó una voz suave.

—¡Hola! ¿Quiénes sois? ¡Oh, por favor, sacadme de aquí! ¡Estoy muy sola y asustada!

—¡Vamos a abrir la puerta! —dijo Julián en tono animoso—. No te asustes, que todos somos niños. Pronto estarás a salvo.

Descorrió los cerrojos y abrió la puerta. Dentro de la celda, a la luz de una lámpara, se veía una niñita, con la cara asustada y muy blanca y grandes ojos negros; el pelo rojo oscuro le caía por las mejillas y se notaba que había estado llorando amargamente, porque tenía la cara sucia y llena de lágrimas. Dick se le acercó y la rodeó con el brazo.

—Todo va bien ahora —dijo—. Estás salvada. Te llevaremos con tu madre.

—Quiero ir con ella, quiero ir con ella —dijo la niñita con lágrimas en los ojos otra vez—. ¿Por qué estoy aquí? No me gusta estar aquí.

—Oh, no es más que una aventura que has tenido —dijo Julián—. Ahora ya casi ha terminado. Sólo le falta un poquitín. Te llevaremos a nuestra cueva para darte el desayuno. Tenemos una cueva muy bonita.

—Oh, ¿tenéis una cueva? —dijo la niñita restregándose los ojos—. Quiero ir con vosotros. Me gustáis, pero los otros no.

—Desde luego que no —dijo Jorge—. ¡Mira! Este es Tim, nuestro perro. El quiere ser amigo tuyo.

—¡Qué perro más bonito! —exclamó la niña poniendo los brazos alrededor del cuello de Tim. El la lamió con fruición. Jorge estaba contenta. Puso su brazo alrededor de los hombros de la niña.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Jennifer Mary Armstrong —dijo la niñita—. ¿Y tú?

—Jorge —dijo Jorge, y la niñita asintió, creyendo que Jorge era chico, no una chica, porque llevaba pantalones lo mismo que Julián y Dick y tenía el pelo corto y muy rizado.

Los otros dijeron también sus nombres y entonces ella miró a Edgar, que no había dicho nada hasta entonces.

—Éste es «Cara Sucia» —dijo Julián—. No es amigo nuestro. Fueron su padre y su madre quienes te encerraron aquí, Jennifer. Ahora nosotros vamos a dejarle en tu sitio. ¡Menuda sorpresa se van a llevar cuando lo encuentren aquí!

Edgar dio un grito de espanto e intentó escaparse. Pero Julián, de un fuerte empujón, lo metió en la celda.

—¡Esta es la única manera de demostrar a gente como tú y tus padres que la maldad cuesta cara! —dijo el chico desaforadamente—. Y esto lo hacemos para castigarte. La gente como tú no entiende de blanduras. Creías que éramos blandos y tontos, ¿verdad? Pues bien; hora vas a tener la misma experiencia que Jennifer. Es algo que os conviene a ti y a tus padres. ¡Adiós!

Edgar empezó a gemir lleno de miedo cuando notó que Julián echaba totalmente los cerrojos de la puerta.

—¡Me voy a morir de hambre! —gritó.

—Oh, no tengas miedo —dijo Julián—. Ahí dentro hay agua y comida en abundancia. Aunque no te estaría mal pasar a la fuerza un poco de hambre.

—¡Ten cuidado, no te vayan a llevar las vacas! —gritó Dick. Acto seguido emitió un perfecto mugido, con gran susto de Jennifer, porque los ecos lo repetían por todos los pasadizos.

—Son los ecos —le explicó Jorge sonriéndole a la luz de la linterna. Edgar gemía y lloraba como un niño.

—Es un cobardica, ¿verdad? —dijo Julián—. Vámonos ya de aquí. Tengo unas ganas terribles de desayunar.

—Yo también —dijo Jennifer cogiendo a Julián de la mano—. Cuando estaba encerrada no tenía hambre, pero ahora sí. Gracias por haberme rescatado.

—No hay que hablar de eso —dijo Julián—. Ha sido un placer para nosotros y nos ha gustado mucho dejar a «Cara Sucia» en tu lugar.

Emprendieron el camino por los oscuros y húmedos pasadizos de los sótanos, pasando por muchas celdas, grandes y pequeñas, que había en el camino. Al final llegaron a los escalones de la entrada y pronto estuvieron bañados por la deslumbrante luz del sol.

—¡Oh! —exclamó Jennifer aspirando fuertemente la fresca y olorosa brisa marina—. ¡Oh, qué bonito es esto! ¿Dónde estamos?

—En nuestra isla —dijo Jorge—. Y éste es nuestro ruinoso castillo. A ti te trajeron aquí la última noche en un bote. Nosotros te oímos gritar y por eso adivinamos que te habían hecho prisionera.

Pronto estuvieron encima de la cueva y Jennifer quedó pasmada de verlos a todos desaparecer deslizándose por la cuerda. Ella hizo lo mismo y pronto estuvo dentro.

—Divertido, ¿verdad? —dijo Julián a Jorge—. ¡A fe que esa niñita ha tenido una aventura más emocionante que las nuestras!