Capítulo 18

Los Stick miraron a Edgar como si se tratase de un loco.

—¿Vacas tirando cosas? —dijo la señora Stick al final—. ¿Qué es lo que quieres decir? Las vacas no tiran nada.

—Pues éstas lo hicieron —dijo Edgar. Entonces empezó a exagerar las cosas para recuperar la simpatía de sus padres—. Eran unas vacas horribles. Las había a cientos. Tenían cuernos largos como los de los renos y mugían horriblemente. Y nos tiraron cosas a mí y a Tinker. Él también se asustó tanto como yo. Dejé los almohadones en el suelo y me vine aquí a esconderme.

—¿Dónde están los almohadones? —preguntó el señor Stick mirando alrededor—. No veo almohadones por ningún sitio. Supongo que me dirás que se los comieron las vacas.

—¿Te has llevado todas las cosas a los sótanos? —preguntó la señora Stick—. Porque esa habitación está vacía ahora. No hay nada allí.

—Yo no me he llevado nada abajo —dijo Edgar saliendo cautelosamente de la entrada de los sótanos—. Yo solté los almohadones justo donde estáis ahora vosotros.

—¡Anda la osa! —dijo el señor Stick, perplejo—. ¿Qué ha pasado aquí? Alguien se ha llevado los almohadones y también las demás cosas. ¿Dónde las habrán puesto?

—Papá, han sido las vacas —dijo Edgar mirando por todo el rededor como si esperase ver vacas paseándose con almohadones, alfombras y objetos de plata.

—Basta ya de hablar de vacas —dijo la señora Stick perdiendo los estribos de pronto—. Hemos mirado por todos sitios y en la isla no hay vacas. Lo que oíamos anoche era seguramente una especie de ecos extraños que resonaban por los pasadizos. No, muchacho, no se trata de vacas. Lo que hay que ver es si en la isla hay alguien más.

Un desolado gruñido llegó de la entrada de los sótanos. Era Stinker, aterrorizado de estar solo, pero no atreviéndose a salir de los sótanos.

—¡Pobre cordero! —dijo la señora Stick, que parecía tener más cariño al perro que a cualquier persona—. ¿Qué le ha ocurrido?

Stinker dejó escapar todavía otro abatido lamento y la señora Stick se dirigió a los sótanos para sacarlo de allí. El señor Stick la siguió y a Edgar le faltó tiempo para irse también con ellos.

—¡Rápido! —dijo Julián incorporándose—. Ven conmigo, Dick. ¡Aprovechemos la ocasión para coger el cofre! ¡Corramos!

Los dos muchachos echaron a correr por el patio del ruinoso castillo. Cada uno cogió un asa del pequeño cofre y se lo llevaron. Llegaron a donde estaba Jorge.

—Lo llevaremos a la cueva —susurró Julián—. Tú quédate aquí unos minutos y mira a ver qué ocurre.

Los chicos se dirigieron a la cueva con el cofre. Jorge siguió escondida tras un matorral, vigilando. A los pocos minutos reapareció el señor Stick y empezó a mirar alrededor en busca del cofre. Su boca se abrió con signo de gran sorpresa cuando vio que el cofre había desaparecido. Gritó dirigiéndose a la entrada del sótano.

—¡Clara! ¡El cofre ha desaparecido!

La señora Stick regresaba de abajo al lado de Stinker y seguida de Edgar.

Salió a flor de tierra y miró a su alrededor.

—¿Desaparecido? —dijo, enormemente sorprendida—. ¿Dónde está?

—¡Eso es lo que yo quisiera saber! —dijo el señor Stick—. Lo dejamos aquí hace unos minutos y desaparece. Se ha marchado sólito al igual que las otras cosas.

—¡Eso es que hay alguien en la isla! —dijo la señora Stick—. Y vamos a descubrir quién es. ¿Tienes preparada la escopeta?

—Sí —dijo el señor Stick golpeándose el cinturón—. Tú coge una buena estaca. Iremos con Tinker. Si no conseguimos encontrar a los que nos están estropeando el plan es que yo no me llamo Stick.

Jorge salió sigilosamente de su escondrijo para avisar a los otros. Antes de deslizarse por la cuerda cubrió el agujero del techo de la cueva con zarzas. Llegó al suelo y les contó a los demás lo que había ocurrido.

Julián había estado intentando abrir el cofre, pero todavía estaba cerrado. Miró a Jorge.

—Tenemos suerte de que todavía nadie haya caído por el agujero del techo —dijo—. Ahora nos estaremos quietos, y tú, Tim, no vayas a ladrar ni a gruñir.

Durante algún tiempo no se oyó nada. Luego se oyó a distancia un ladrido de Stinker.

—Quietos ahora —dijo Julián—. Están cerca. Los Stick estaban una vez más encima de la cueva rebuscando cuidadosamente entre los matorrales. Fueron al gran matorral donde los chicos solían esconderse y vieron la yerba aplastada que había allí.

—Alguien ha estado aquí —dijo el señor Stick—. Me pregunto si no estarán en el centro de este matorral. Es tan espeso que podría ocultar a un ejército. Voy a echar una ojeada, Clara, mientras tú te quedas aquí con mi escopeta.

Mientras esto ocurría, Edgar correteaba de un lado para otro. Estaba seguro de que nadie iba a ser tan tonto como para ponerse a vivir dentro de un espinoso matorral. De pronto vio horrorizado como el suelo fallaba. Sus piernas desaparecieron por un agujero. Se agarró a unas plantas, pero no logró salir del atolladero. Iba hacia abajo, hacia abajo, abajo, abajo… ¡crash! Edgar cayó por fin al suelo, apareciendo ante los pasmados ojos de los chicos, después de aterrizar en un montón de arena blanda. Tim al instante se lanzó sobre él con un furioso gruñido, pero Jorge pudo contenerlo a tiempo.

Edgar estaba medio atontado y muerto de miedo. Estaba tendido en el suelo de la cueva, gimiendo con los ojos cerrados. Los chicos se miraban unos a otros. Por unos instantes se sintieron tan perplejos que no sabían qué hacer o qué decir. Tim gruñó ferozmente, tan ferozmente que Edgar abrió los ojos, asustado. Miró a los cuatro chicos y al perro lleno de sorpresa y horror.

Abrió la boca para pedir auxilio, pero al punto notó sobre él la mano de Julián.

—Grita, y entonces verás como Tim empieza a morder por donde le dé la gana —dijo Julián con voz tan furiosa como los gruñidos de Tim—. ¿Ves? Puedes intentarlo. Tim está deseando morder.

—Yo no pienso gritar —dijo Edgar con voz tan baja que los otros apenas podían oírle—. Llevaos ese perro.

Jorge le habló a Tim.

—Ahora escucha, Tim: si este chico se pone a chillar, te echas encima de él. Échate aquí a su lado y enséñale los dientes. Muérdele donde quieras si se pone a chillar.

—¡Guau! —ladró Tim, pareciendo muy complacido. Se echó en el suelo al lado de Edgar y el chico intentó moverse. Pero Tim se le echaba encima cada vez que se movía.

Edgar miró a los chicos.

—¿Qué estáis haciendo en esta isla? —preguntó—. Nosotros creíamos que os habíais ido a casa.

—¡Es nuestra isla! —exclamó Jorge con fiera voz—. Nosotros tenemos perfecto derecho a estar aquí si se nos antoja, pero vosotros no. ¡De ninguna manera! ¿Para qué habéis venido aquí, tú, tu padre y tu madre?

—No lo sé —repuso Edgar, huraño.

—Será mejor que nos lo digas —dijo Julián—. Sabemos que estáis en tratos con contrabandistas.

Edgar pareció sorprenderse.

—¿Contrabandistas? —dijo—. No sé nada de eso. Papá y mamá no me cuentan nada. Yo no quiero tener tratos con contrabandistas.

—¿De veras que no sabes nada? —dijo Dick—. ¿No sabes para qué habéis venido a la isla de Kirrin?

—No sé nada. —dijo Edgar con tono insolente—. Papá y mamá nunca me cuentan nada. Eso es todo. No sé nada de contrabandistas. Os lo digo.

Estaba enteramente claro para los chicos que Edgar realmente no conocía las razones por las que sus padres habían ido a la isla.

—Bien. No me sorprende que no quieran revelar sus secretos a «Cara Sucia» —dijo Julián—. Apuesto a que en seguida se iría de la lengua. De todas formas, sabemos que éste es un asunto de contrabandistas.

—Dejadme marchar —dijo Edgar hoscamente—. No tenéis derecho a retenerme aquí.

—No pensamos dejarte marchar —dijo Jorge rápidamente—. Tú eres nuestro prisionero ahora. Si te dejásemos ir con tus padres les contarías que nos has visto, y no tenemos intención de que se enteren de que estamos aquí. Has de saber que pensamos deshacer su plan.

Edgar comprendió. Comprendió un montón de cosas.

—¿Fuisteis vosotros los que se llevaron los almohadones y las otras cosas? —preguntó.

—Oh, no, querido Edgar —contestó Dick—. Fueron las vacas, ¿verdad? ¿Es que no te acuerdas de lo que le contaste a tu madre sobre centenares de vacas que mugían y te echaban cosas encima y se llevaron los almohadones que dejaste en el suelo? Seguramente que no has olvidado el asunto de las vacas.

—Entonces ¿fuisteis vosotros? —dijo Edgar, ceñudo—. ¿Qué vais a hacer conmigo? Está claro que yo no pienso seguir aquí.

—Pero seguirás, «Cara Sucia» —dijo Julián—. Tú te estarás aquí hasta que te dejemos marchar, y esto no ocurrirá hasta que hayamos aclarado el pequeño misterio de los contrabandistas. Y te advierto que cualquier metedura de pata por tu parte será castigada por Tim.

—Sois una pandilla de bestias —dijo Edgar al ver que no podía hacer otra cosa que obedecer a los chicos—. Mi padre y mi madre se pondrán furiosos contra vosotros.

Su padre y su madre estaban en aquel momento pasmados a más no poder. No habían encontrado, por supuesto, a nadie escondido en el matorral. Cuando el señor Stick terminó la búsqueda miró a su alrededor para ver dónde estaba Edgar.

Pero a Edgar no se le veía por ningún sitio.

—¿Dónde está ese estúpido chico? —dijo, y gritó—: ¡Edgar! ¡ED… GAR!

Pero no hubo respuesta. Los Stick emplearon una buena porción de tiempo en busca de Edgar encima y debajo del suelo. La señora Stick estaba convencida de que el pobre Edgar se había metido en los sótanos e intentó enviar a Stinker a buscarlo. Pero Stinker no llegó más allá de la primera celda. Recordaba los peculiares ruidos que se habían producido durante la noche última y no estaba en forma para explorar los sótanos.

Julián, una vez terminado con Edgar, fijó su atención en el cofre.

—Voy a abrirlo de algún modo —dijo—. Estoy seguro de que dentro hay cosas de contrabando, pero no sé cómo hacerlo.

—Tendrás que romper las cerraduras —dijo Dick. Julián cogió un trozo de roca e intentó romper las dos cerraduras. Consiguió romper una después de un rato más tarde cedió también la segunda. Los chicos levantaron la tapa y miraron dentro.

Encima de todo había un cubrecama de niño, bordado con conejitos blancos. Julián lo levantó, esperando ver debajo las cosas de contrabando. Pero, ante su asombro lo que había debajo era ropa infantil. La fue sacando. Eran dos jerseys azules, una falda azul, camisetas y pantalones y una casaca. Al final de todo había varias muñecas y un oso de felpa.

—¡Cáspita! —exclamó Julián, extrañado—. ¿Para qué es todo esto? ¿Por qué los Stick habrán traído esto a la isla, y por qué los contrabandistas lo escondieron en el cofre? ¡Es un rompecabezas!

—¿De quién serán? Cómo me gustaría que fueran mías ¿no es extraordinario? —dijo Ana.