¡Pero los Stick no se marchaban! Los chicos se asomaban de vez en cuando por el agujero del techo de la cueva y siempre veían a un Stick o a otro. Llegó la tarde y empezó el día a ponerse oscuro. Los Stick no se habían marchado todavía. Julián corrió a la orilla y descubrió un pequeño bote. Los Stick habían sido muy hábiles sorteando las rocas.
—Parece como si los Stick hubiesen venido para pasar la noche —dijo Julián lúgubremente—. Nos van a estropear nuestra estancia aquí. Nos hemos escapado para huir de los Stick, y como si nada; los Stick están otra vez con nosotros. Vaya fastidio.
—Asustémoslos —dijo Jorge, con los ojos brillantes a la luz de una vela en la cueva.
—¿Qué es lo que quieres decir? —dijo Dick animándose. A él siempre le gustaban las ideas de Jorge, por descabelladas que parecieran a veces.
—Pues bien: yo supongo que ellos se irán a dormir a una de las habitaciones de los sótanos, ¿verdad? —dijo Jorge—. No hay ningún sitio a propósito para cobijarse entre las ruinas, si no, hubiéramos estado nosotros allí. El único sitio son los sótanos. A mí no me gusta dormir allí, pero no creo que a los Stick les importe.
—Bueno, pero ¿qué, cuál es tu idea?
—¿No podríamos ir abajo y hacer ruido para que los ecos lo repitan por todos los pasadizos? —dijo Jorge— ya sabéis cómo nos asustaron los ecos la primera vez que fuimos a los sótanos. Solamente tendremos que decir una palabra o dos y entonces los ecos se pondrán a repetirla una y otra vez.
—¡Oh, ya recuerdo! —dijo Ana—. Y ¡cómo se asustó Tim cuando ladró! Los ecos se pusieron a ladrar y él se creyó que había centenares de perros escondidos ladrando. Estaba terriblemente asustado.
—Es una buena idea —dijo Julián—. Nos vengaremos de los Stick por haber invadido nuestra isla. Si del susto que les demos se marchan, entonces sí que será un triunfo para nosotros. Vayamos.
—¿Qué hacemos con Tim? —preguntó Ana—. ¿No será mejor dejarlo aquí?
—No. El puede venir y ponerse a la entrada de los sótanos para hacer la guardia y avisarnos si alguno de los verdaderos contrabandistas se acerca. No pienso dejarlo aquí.
—¡Bueno, vamos ya! —dijo Dick—. Será un juego muy divertido. Está todo oscuro ya, pero tengo aquí mi linterna y en cuanto nos convenzamos de que los Stick están en los sótanos empezaremos nuestro juego.
No había señal de los Stick por ningún sitio. No se veía ninguna luz de un fuego o de vela, ni se oía tampoco ruido de voces. O se habían marchado, o estaban abajo en los oscuros sótanos.
Las piedras de la entrada habían sido apartadas. Por eso los chicos estuvieron seguros de que ellos estaban allá abajo.
—Ahora, Tim, quédate aquí quietecito —le susurró Jorge a Tim—. Ladra si alguien viene, pero si no, no. Nosotros vamos a ir abajo, a los sótanos.
—Creo que quizá sea mejor que yo me quede aquí con Tim —dijo Ana de pronto. No le gustaba nada el oscuro aspecto de la entrada a los sótanos—. Ya sabes, Jorge, Tim puede asustarse si se queda aquí solo.
Los otros se echaron a reír. Sabían que la pequeña Ana tenía miedo.
Julián la cogió del brazo.
—Te quedarás aquí, pues —le dijo, benévolo—. Le harás compañía al viejo Tim.
Entonces Julián, Jorge y Dick empezaron a andar por la larga serie de escalones que conducían a los profundos y viejos sótanos del castillo Kirrin. Habían estado allí el verano anterior, cuando iban a la búsqueda de un tesoro abandonado; ¡ahora, estaban allí otra vez!
Había allá abajo muchas celdas, unas grandes y otras pequeñas, en las que tiempo atrás debieron estar encerrados infieles prisioneros.
Los chicos se introdujeron por los oscuros pasadizos. Julián había traído un trozo de yeso y fue dibujando una raya por las paredes a medida que avanzaban para poder luego encontrar fácilmente el camino de vuelta.
De pronto se oyeron voces y se percibió una luz. Se detuvieron y hablaron unos a otros al oído.
—¡Fue en esa habitación donde encontramos el tesoro el año pasado! Ahí es donde han acampado. ¿Qué ruido haremos?
—Yo haré de vaca —dijo Dick—. Lo hago terriblemente bien. Haré de vaca.
—Yo haré el carnero —dijo Julián—. Jorge, tú haz el caballo. Puedes ponerte a relinchar como un caballo. ¡Dick, empieza tú!
Dick empezó. Oculto tras una especie de columna rocosa abrió la boca y mugió tristemente, con mugido de vaca apenada. En seguida los ecos repitieron el mugido por todos los pasadizos, de tal manera que parecía que un centenar de vacas andaban vagando por los sótanos mugiendo a la vez.
—¡Muu-uu-uu-UUUUUU, uuu-uu-MUUUUUUU!
Los Stick escucharon pasmados a más no poder, asustados por el repentino y terrible sonido.
—¿Qué es eso, mamá? —preguntó Edgar, casi con lágrimas en los ojos. Stinker se acurrucó al fondo de la cueva, aterrorizado.
—Son vacas —dijo el señor Stick, preocupado—. Aquí hay vacas. ¿No oís los mugidos? Pero ¿por qué tiene que haber aquí vacas?
—¡No tiene sentido! —dijo la señora Stick recuperándose un poco—. ¡Vacas en los sótanos! ¡Estás loco! ¡No me vayas a decir que también hay carneros!
Fue muy bueno que ella dijera esto, porque Julián escogió aquel momento para empezar a balar. Su único y prolongado balido «bee-bee-ee-eee» fue recogido por los ecos, que lo multiplicaron, pareciendo enteramente que una porción de desgraciados carneros rondaban por los sótanos.
El señor Stick se puso de pie de inmediato, pálido como una sábana.
—¡No digas que no hay carneros! —dijo—. ¿Qué es eso, si no? Pero ¿qué pasa en estos sótanos? Nunca lo hubiera imaginado.
—¡Bee-ee-EEEEEEEE! —resonaron los melancólicos balidos. Entonces Jorge se puso a relinchar como un caballo impaciente.
Luego se puso a golpear el suelo con los pies produciendo un ruido que los ecos multiplicaban y que llegaban a la habitación de los Stick veinte veces más fuertes.
El pobre Stinker empezó a gimotear lastimeramente. Nunca en su vida había tenido tanto miedo. Se apretujaba contra el suelo, como si quisiera que la tierra se lo tragase.
Edgar cogió a su madre por el brazo.
—Vámonos —dijo—. No puedo estar aquí. Hay cientos de vacas, corderos y caballos rondando por ahí, ya puedes oírlo. Puede que no sean de verdad, pero el ruido lo hacen y estoy asustado.
El señor Stick se acercó a la puerta de la habitación donde estaban y gritó fuertemente.
—¡Eh! ¡Quienes quiera que seáis! ¡Marchaos!
Entonces Jorge gritó con voz profunda de caballo:
—¡CHAOS! ¡CHAOS! ¡CHAOS, AOS, AOS!
El señor Stick se metió rápidamente en la habitación y encendió otra vela. Cerró la gran puerta de madera. Tenía las manos temblorosas.
—Son cosas muy extrañas —dijo—. No podemos estar aquí mucho tiempo si cada noche sucede lo mismo.
Julián, Dick y Jorge tenían tantas ganas de reír que apenas podían seguir imitando animales. Jorge se puso entonces a imitar a un cochinillo con un gruñido muy real, y Dick por poco se muere de risa. Los ecos repitieron los gruñidos por todos sitios.
—¡Vámonos ya! —dijo Julián al final—. Voy a reventar de ganas de reír. ¡Vámonos ya!
¡«Vámonos ya!», susurraron los ecos. «¡Vámonos ya, ya, ya!»
Emprendieron el regreso, guiándose por la raya que había dibujado en la pared Julián con el yeso. Era imposible equivocar el camino siguiendo aquella línea.
Llegaron por fin a la escalera de entrada y la subieron, encontrando al final a Ana y Tim.
La pequeña Ana rió cuando los otros le contaron lo que habían hecho.
—Oímos al viejo Stick gritar que nos marchásemos —dijo Jorge—. Estaba muy asustado. Y Stinker gemía de un modo que partía el alma. Apuesto a que, después de esto, los Stick se marcharán mañana. Les hemos dado un buen susto.
—¡Lo hemos pasado en grande! —exclamó Julián—. Fue una lástima que me entrasen ganas de reír, porque iba a empezar ya a imitar al elefante.
—Es curioso que los Stick estén en la isla —dijo Dick, pensativo—. Se han marchado de «Villa Kirrin», pero no han venido a buscarnos. Deben de estar en tratos con los contrabandistas. Seguramente por eso la señora Stick entró a trabajar con tu madre, Jorge, para estar cerca de la isla cuando llegara el tiempo de que los contrabandistas necesitaran su ayuda.
—¿No podríamos volver a «Villa Kirrin»? —preguntó Ana, quien, a pesar de que la isla le gustaba mucho, no se sentía muy cómoda en ella ahora que los malvados Stick estaban allí.
—¡Volver! ¡Abandonar una aventura justo cuando está empezando! —dijo Jorge despreciativamente—. ¡Qué tonta eres, Ana! Vuelve tú si quieres, pero estoy segura de que nadie querrá acompañarte.
—Oh, Ana ante todo quiere estar con nosotros —dijo Julián sabiendo que Ana podía sentirse ofendida por la sugerencia de marcharse sola—. ¡No te preocupes! ¡Serán los Stick los que se marchen!
—Volvamos a la cueva —dijo Ana, siempre pensando en la seguridad. Emprendieron el camino a través del patio hasta la pequeña muralla que rodeaba el castillo. Atravesaron la muralla y se dirigieron a la cueva. Julián encendió la linterna cuando pensó que nadie vería la luz, porque era imposible ver nada en la oscuridad de la noche y no quería que ninguno de ellos cayese por el agujero en vez de deslizarse por la cuerda tranquilamente. Julián encontró por fin el agujero y lo iluminó, por lo cual los otros pudieron bajar con seguridad al interior de la cueva, uno a uno. Echó luego un vistazo al oscuro mar cuando algo llamó su atención.
Había una luz mar adentro y estaba haciendo señales. ¡A lo mejor habían visto la luz de su linterna!
Julián observó, haciendo cabalas sobre si sería un barco haciendo señales, a qué distancia estaría y por qué hacía las señales.
«Quizá van a llevar más material de contrabando al barco naufragado para que los Stick lo recojan —pensó—. Cómo me gustaría averiguarlo yendo otra vez al barco. Pero sería peligroso ir allí de día; los Stick podrían vernos».
Las señales se producían durante un buen rato, como si estuvieran transmitiendo un mensaje. Pero Julián no podía descifrarlo. Seguramente se trataba de señales que debían recibir los Stick.
«¡Bien, pues esta noche no van a ver nada! —pensó Julián—. Creo que los Stick no se atreverán a salir de donde están, asustados por las vacas, los carneros y los caballos que hay en los sótanos».
Julián tenía razón.
Los Stick no se movieron de los oscuros sótanos en toda la noche.