—¡Sss! —dijo Julián al punto—. ¡Rápido! ¡Escondámonos detrás de estos matorrales!
Habían abandonado la caleta y se dirigían hacia el castillo cuando Tim empezó a gruñir.
Los muchachos y Tim estaban agazapados tras unos espesos matojos, con los corazones latiéndoles apresuradamente.
—No gruñas, Tim —dijo Jorge al oído del can. En seguida dejó de gruñir, pero seguía desasosegado.
Julián se asomó por entre los matorrales, apartándolos con las manos y arañándose. Pudo ver a alguien en el patio del castillo: una persona, dos personas, quizá tres. Aguzó la mirada, pero las figuras desaparecieron en seguida.
—Creo que han movido esas grandes piedras que hay a la entrada de los sótanos y han ido abajo —susurró—. Quedaos aquí, que voy a ir allí un momento para ver. No dejaré que nadie me descubra.
Volvió y movió la cabeza.
—Sí, han ido abajo, a los sótanos. ¿Creéis que pueden ser contrabandistas? ¿Creéis que están escondiendo las cosas de contrabando allá abajo? Es un sitio magnífico para ocultarlas, por supuesto.
—Volvamos a la cueva mientras están en los sótanos dijo Jorge. —Tengo miedo de que Tim lo eche todo a perder si se pone a ladrar. Ahora precisamente está reventando de ganas de meter ruido.
—¡Vámonos, entonces! —dijo Julián—. No vayamos a través del patio, sino bordeando el mar. Luego, cuando lleguemos a la cueva, uno de nosotros puede esconderse detrás del matorral de genista y vigilar a los contrabandistas. Ellos seguramente han venido remando en un bote por entre las rocas.
Llegaron al final a la cueva y se metieron en ella. ¡Pero no bien había Julián iluminado la cuerda con la ayuda de los otros, cuando Tim desapareció! Se había escapado de la cueva mientras los otros estaban dé espaldas, y cuando Jorge dio la vuelta, el perro ya no estaba allí.
—¡Tim! —llamó con fuerte voz—. ¡Tim! ¿Dónde estás?
Pero no llegó ninguna contestación. Tim se había ido por su propia cuenta. ¡Con tal que los contrabandistas no lo vieran! ¡Qué perro más malo era haciendo eso!
Pero Tim había olfateado algo excitante. Había percibido un olor que él conocía bien, un olor a perro, y estaba decidido a dar caza a su dueño y morderle las orejas y el rabo. ¡Gr-r-r-r-r-r-r—! ¡Tim no permitiría que ningún otro perro estuviese en su isla!
Julián se sentó tras el matojo de genista vigilando por todo el rededor. En el barco naufragado no ocurría nada de particular y tampoco se veía en el mar ningún otro barco. Probablemente el bote que había traído a los extraños a la isla estaba escondido entre las rocas. Julián miró por detrás de él con dirección al castillo. Vio algo que lo dejó pasmado.
Un perro estaba olisqueando por entre los matorrales no muy lejos de allí y, deslizándose tras él con los pelos erizados, estaba Tim. Tim seguía al perro como un gato sigue a un conejo para darle caza. El otro perro lo oyó de repente y se volvió de un salto, encarándose con Tim. Éste se lanzó encima del otro can gruñendo ferozmente.
Julián miraba todo esto horrorizado, no sabiendo qué hacer. Los dos perros hacían un ruido terrible, especialmente el otro, cuyos aullidos de terror y gañidos de rabia inundaban toda la isla.
«Esto llamará la atención de los contrabandistas y verán a Tim y entonces sabrán que hay alguien en la isla —pensó Julián—. Caramba, Tim, ¿por qué no te habrás quedado quietecito con Jorge?»
Por la muralla del ruinoso castillo emergieron tres figuras, corriendo en fila india para ver qué le estaba sucediendo a su perro. Julián quedó pasmado a más no poder.
Las tres figuras no eran otras que las del señor Stick, señora Stick y Edgar.
—¡Cáspita! —dijo Julián alcanzando rápidamente el agujero—. ¡Han venido detrás de nosotros! ¡Han adivinado que habíamos venido aquí y han acudido para hacernos volver a casa, los muy bestias! ¡Pues bien, no nos encontrarán! ¡Qué pena que Tim lo haya echado todo a perder!
Llegó un estridente silbido a sus oídos. Era Jorge, que horrorizada por el ruido que producían los dos perros había lanzado un penetrante silbido a Tim. Era un silbido que el can siempre obedecía. Por ello, dejó al otro perro y se dirigió rápidamente a lo alto de la cueva cuando los tres Stick, con su ensangrentado perro, llegaban a la escena.
Edgar corrió tras Tim hasta lo alto de la gruta. Julián se metió en la cueva a través del agujero en cuanto vio que llegaba Edgar. Lo mismo hizo Tim de un salto, yéndose con su amita cuando estuvo dentro.
—Calla, cállate —dijo Jorge al excitado perro en un urgente susurro—. ¿Es que quieres que descubran nuestro refugio, idiota?
Edgar llegó al techo de la cueva, jadeando. Quedó muy sorprendido al ver que Tim, al parecer, había desaparecido a través de la sólida tierra. Lo buscó un poco más, pero estaba claro que el perro no estaba allí.
El señor y la señora Stick subieron a donde estaba Edgar.
—¿Qué perro era ése? —preguntó la señora Stick—. ¿Qué es lo que hacía?
—Se parece terriblemente a ese horrible perro de los chicos —dijo Edgar. Su voz podía oírse perfectamente desde el interior de la cueva. Los chicos permanecieron lo más quietos que podían.
—¡Pero no puede ser! —llegó a sus oídos 1a voz de la señora Stick—. Los chicos se han ido a su casa, y el perro también. Nosotros los vimos dirigiéndose a la estación. Ése debe de ser un perro perdido que ha dejado aquí algún turista.
—Bien, pero ¿dónde está? —dijo la ronca voz del señor Stick—. No se ve ningún perro por aquí.
—Se metió dentro de la tierra —dijo Edgar con voz sorprendida.
El señor Stick le contestó despectivamente.
—¡Meterse dentro de la tierra! —exclamó—. No digas estupideces. Seguramente se ha caído por entre las rocas. El muy bruto le hincó bien los dientes al pobre Tinker. ¡A fe que, si vuelvo a verlo, lo mato!
—Puede haber un escondite alrededor de esta roca —dijo la señora Stick—. ¡Voy a echar un vistazo!
Los chicos permanecían quietos a más no poder y Jorge no separaba su mano del collar de Tim. Pudieron darse cuenta de que los Stick estaban realmente muy cerca. Julián esperaba de un momento a otro que uno de ellos apareciera por el agujero.
Pero afortunadamente no ocurrió nada de eso. Los Stick estaban, sin embargo, muy cerca del agujero, discutiendo sus problemas.
—Si el perro es el de los chicos, entonces esos repugnantes muchachos han venido a la isla en lugar de ir a casa —dijo la señora Stick—. ¡Esto trastornaría nuestro plan de pies a cabeza! Tenemos que encontrarlos. No podremos vivir en paz hasta que lo hagamos.
—Si están aquí, los encontraremos en seguida —dijo el señor Stick—. No hay que preocuparse por eso. Su bote tiene que estar en algún sitio y ellos no estarán muy lejos. Es imposible que cuatro chicos, un perro y un bote permanezcan ocultos en una isla tan pequeña, especialmente cuando se les está buscando. Edgar, tú ve por ahí. Clara, tú ve al castillo. Pueden haberse escondido entre las ruinas. Yo echaré una mirada por aquí.
Los chicos seguían quietos y apretujados dentro de la cueva. ¡Cómo deseaban que no descubriesen el bote! ¡Cómo deseaban que no encontrasen ni señales de él! Tim gruñía por lo bajo, ansioso de volver a encontrarse con Stinker. Había disfrutado de lo lindo mordiéndole las orejas.
Edgar tenía algo de miedo de encontrarse con los chicos y un gran miedo de enfrentarse con Tim en cualquier parte. Por eso no puso demasiado entusiasmo en la búsqueda. Fue a la caleta donde había desembarcado el bote y aunque vio huellas en la arena no pudo encontrarlo ni darse cuenta de que la proa asomaba, llena de algas, por una roca.
—¡Nada por aquí! —gritó a su madre, que estaba por entre las ruinas del castillo buscando probables escondrijos. Pero ella tampoco encontró nada. Y tampoco el señor Stick.
—No puede ser el perro de los chicos —dijo el señor Stick al final—. Ellos estarían en la isla si así fuera y también su bote y no hay señal de nada de eso. Ése debe ser un perro perdido.
Los chicos se sintieron aliviados al cabo de una hora pensando que los Stick habían ya dejado de buscarlos. Pusieron a hervir el agua en la hornilla para hacer algo de té y Ana empezó a cortar bocadillos. Tim estaba atado por si acaso se le ocurría volver a atacar a Stinker.
Tomaron el té sosegadamente y hablando en voz baja.
—Al fin y al cabo, los Stick no han venido a buscarnos por aquí —dijo Julián—. Está claro que creen que hemos cogido el tren para irnos a casa y que nos hemos llevado con nosotros a Jorge y Tim.
—Entonces ¿qué es lo que hacen aquí? —preguntó Jorge con fiereza—. ¡Esta es nuestra isla! Ellos no tienen derecho a venir aquí. ¡Vamos a obligarles a regresar! Ellos le tienen miedo a Tim. Voy a decirles que les echaré el perro si no se van.
—No, Jorge —repuso Julián—. Tienes que ser comprensiva. No tenemos ningún interés en que vayan a casa y le digan a tu padre que estamos aquí, para que tu padre, en un arranque de mal humor, regrese de pronto y nos haga volver a la casa. Yo tengo pensada otra cosa.
—¿Qué? —preguntaron los otros viendo cómo los ojos de Julián brillaban como solían hacerlo cuando tenía una idea nueva.
—Bien —dijo Julián—. ¿No creéis que los Stick tienen alguna relación con los contrabandistas? ¿No creéis que ellos han venido aquí para coger el alijo o para ocultarlo bien? El señor Stick es un marino, ¿verdad? El debe de conocer bien a los contrabandistas. Apuesto a que está pagado por ellos.
—¡Creo que tienes razón! —exclamó Jorge, muy excitada—. Bien, bien, esperaremos a que los Stick se vayan y luego iremos a los sótanos y miraremos a ver si han escondido algo allí. ¡Les vamos a estropear el plan! Esto está cada vez más emocionante.