La cueva estaba oscura, aunque no tanto como para que fuera necesario encender velas. Sin embargo, resultaría muy bonito encender una. Por eso Ana cogió una cerilla y encendió una vela. Al momento extrañas sombras empezaron a danzar por el interior de la cueva.
—Me gustaría que encendiéramos fuego —dijo Ana—. Pasaremos demasiado calor —opinó Julián—. Además nos llenaremos de humo. En una cueva como ésta no se puede encender fuego. No hay chimenea.
—Sí que hay —dijo Ana señalando el agujero del techo—. Si encendemos fuego justamente debajo del agujero hará las veces de chimenea, ¿verdad?
—Podría ser —dijo Dick, pensativo—. Pero yo no lo creo. La cueva se llenaría de humo sofocante. No podríamos dormir.
—Entonces ¿no podríamos encender el fuego a la entrada de la cueva? —dijo Ana, que entendía que en una casa siempre debía haber fuego encendido en cualquier lugar—. ¡Así espantaremos a los animales salvajes! Eso es lo que hacía la gente hace mucho tiempo. Lo he leído en mi libro de historia. Encendían hogueras a la entrada de las cuevas para espantar a los animales salvajes que podían andar rondando.
—Pero ¿qué clase de animales salvajes crees tú que pueden andar rondando por aquí? —preguntó Julián perezosamente, mientras terminaba de tomar una taza de cacao—. ¿Leones? ¿Tigres? ¿O quizá temes que aparezcan un elefante o dos?
Todos se echaron a reír.
—No, yo realmente no pienso que animales como ésos vayan a aparecer —dijo Ana—. Sólo digo que estaría muy bien dormir con un fuego que nos cubra la entrada de la cueva.
—Quizá piensa Ana que los conejos pueden meterse aquí y mordernos los dedos de los pies —dijo Dick.
—¡Guau! —ladró Tim enderezando las orejas, como siempre hacía cuando oía hablar de conejos.
—Yo pienso que no debemos encender fuego —opinó Julián—. Porque lo podrían ver desde el mar y poner sobre aviso a cualquiera que llegase a la isla para contrabandear.
—Oh, no, Julián, la entrada de esta cueva está oculta al mar; estoy segura de que desde allí no podrían ver el fuego —dijo Jorge, al punto—. Está ahí enfrente esa línea de altas rocas que lo cubren todo completamente. A mí me gustaría que encendiéramos fuego.
—¡Muy bien, Jorge! —dijo Ana, gozosa de haber encontrado a alguien que fuera de su opinión.
—Pero no vamos ahora a cansarnos trayendo leña —dijo Dick, que no tenía la menor gana de moverse.
—No hace falta —dijo Ana vehementemente—. Yo misma he traído hoy un montón de leña, por si necesitábamos fuego, y la he dejado en el fondo de la cueva.
—¿Verdad que es una perfecta mujercita de su casa? —dijo Julián con gran admiración—. Ella podrá dormirse cuando está haciendo la vigilancia, pero tiene los ojos bien abiertos cuando se trata de prepararnos una casa con todas las comodidades.
Se levantaron y se dirigieron al fondo de la cueva para traer leña. Ana había traído unas brazadas de palitroques que los grajos habían dejado cuando hacían sus nidos en la torre. Todos trabajaron en preparar el fuego. Julián trajo una porción de marojos secos para meterlos entre la leña. Encendieron el fuego en la entrada de la cueva. Los chicos volvieron a sus camas de brezos y se echaron sobre ellas, mirando los rojos resplandores de las llamas y oyendo crujir la leña. La cueva tenía un aspecto sobrenatural y emocionante.
—Esto es fantástico —dijo Ana medio dormida—. Realmente fantástico. Oh, Tim, apártate un poco. Estás echado encima de mi pie. Jorge, llévate a Tim contigo. Tú siempre acostumbras dormir con él.
—Buenas noches —dijo Dick durmiéndose—. El fuego se está apagando ya, pero ahora no vamos a molestarnos en poner más leña. Seguro que todos los tigres, los leones y los elefantes han huido ya despavoridos.
—¡Tonto! —dijo Ana—. No empieces a fastidiarme con eso, que a ti te ha gustado el fuego más que a mí misma. Buenas noches.
Se durmieron pacíficamente y soñaron con muchas cosas.
Julián despertó dando un salto. Algún ruido extraño lo había despertado. Se puso a escuchar. Tim estaba gruñendo profundamente:
—¡Grrrrr! ¡Grrrrr!
Jorge se despertó también y puso soñolientamente la mano sobre el can.
—¿Qué pasa, Tim? —preguntó.
—Es que ha oído algo, Jorge —dijo Julián en voz baja desde su cama, que estaba al otro lado de la cueva.
Jorge se incorporó cautelosamente.
Tim seguía gruñendo.
—¡Ssssss! —dijo Jorge, y el perro calló.
Estaba muy erguido, con las orejas enderezadas.
—Quizá los contrabandistas han venido durante la noche —dijo Jorge, y un cosquilleo de temor empezó a recorrerle la espalda. Tener contrabandistas de día era excitante y emocionante, pero de noche era otro cantar. Jorge, ciertamente, no deseaba encontrarse con ninguno.
—Voy afuera para ver si puedo descubrir algo —dijo Julián abandonando suavemente la cama para no despertar a Dick—. Voy a subir por la cuerda hasta la parte de encima de la cueva. Desde allí se ve todo mejor.
—Coge mi linterna —dijo Jorge. Pero Julián no quiso.
—No, gracias. Por la cuerda nudosa puedo ir muy bien tanto si veo como si no —dijo.
Subió por la cuerda y desde arriba miró hacia el mar. Era una noche muy oscura y no se podía ver, desde luego, ningún barco, ni siquiera el naufragado.
«Qué lástima que no haya luna —pensó Julián—. Entonces hubiera podido ver algo».
Oteó durante unos minutos y entonces la voz de Jorge se oyó que provenía del agujero del techo de la cueva.
—¡Julián! ¿Ves algo? ¿Quieres que suba yo?
—No veo nada de nada —dijo Julián—. ¿Gruñe todavía Tim?
—Sí, siempre que quito la mano del collar —dijo Jorge—. No puedo imaginar qué es lo que le trastorna.
De pronto Julián pudo ver algo. Era una luz, a bastante trecho por detrás de las rocas. Escudriñó excitado. ¡Esa luz estaba en el mismo sitio que el barco naufragado! ¡Podría ser que alguien hubiera entrado en el barco con una linterna!
—¡Jorge! ¡Sube! —dijo, asomándose por el agujero.
Jorge subió, mano sobre mano, como un mono, dejando abajo a Tim gruñendo. Llegó a la parte de encima de la cueva.
—¡Mira allá, donde está el barco naufragado! —dijo Julián—. Desde luego, el barco no podrás verlo, está todo muy oscuro. Pero podrás ver la luz de una linterna que alguien ha dejado por allí.
—¡Sí, eso es que hay alguien que se ha metido en nuestro barco con una linterna! —dijo Jorge sintiéndose excitada—. Oh, pienso si no serán los contrabandistas trayendo más cosas.
—O alguien que quiera llevarse el cofre —opinó Julián—. Bien, mañana lo sabremos, porque iremos a comprobarlo. ¡Mira! Quienesquiera que estén allí se están marchando; la luz de la linterna va hacia abajo. Seguramente se están metiendo en un bote que hay al lado del barco. Y ahora la luz ha desaparecido.
Los chicos aguzaron sus oídos por si podían percibir el ruido de remos o de voces sobre el agua. A ambos les pareció oír voces.
—El bote lo habrán llevado a algún barco o algo así —dijo Julián—. Casi diría que veo una luz en alta mar. Seguramente el bote se está acercando allí.
No había nada más que ver o que oír y pronto los dos chicos se deslizaron por la nudosa cuerda hasta el fondo de la cueva. No despertaron a los otros, que todavía estaban durmiendo apaciblemente. Tim dio un salto y se puso a lamer a Julián y a Jorge alegremente. Ahora no gruñía ya.
—Eres un buen perro, ¿eh? —dijo Julián acariciándolo—. Nada se te escapa a tus aguzadas orejas, ¿verdad?
Tim se sentó de nuevo a los pies de Jorge. Estaba claro que la causa de su sobresalto había desaparecido. Ésta podía haber sido la presencia de extraños en el viejo navio. Pues bien: ellos irían al día siguiente a averiguar qué había pasado durante la noche.
Ana y Dick se indignaron mucho a la mañana siguiente cuando oyeron a Julián contar la historia.
—¡Deberías habernos despertado! —dijo Dick, enfadadísimo.
—Lo hubiéramos hecho si hubiese habido algo de particular que ver —dijo Jorge—. Pero lo único que vimos fue la luz de una linterna, aparte que creímos oír algunas voces.
Cuando la marea hubo bajado lo suficiente, los chicos y Tim se encaminaron por las rocas hacia el viejo navio. Treparon luego hasta llegar a la inclinada y resbaladiza cubierta. Dirigieron la mirada hacia la caja donde estaba guardado el cofre. La tapa de la caja estaba cerrada.
Julián intentó abrirla. Para ello tuvo que apartar un taco de madera que alguien había puesto allí para evitar que se abriera con el movimiento del barco.
—¿Hay algo dentro? —preguntó Jorge avanzando con cuidado hacia donde estaba Julián.
—Sí —afirmó Julián—. ¡Fíjate! ¡Latas de conserva! Y tazas y platos y otras cosas, justo como si alguien hubiese venido a esta isla a vivir también. ¿No es gracioso? El cofre está aquí todavía, cerrado como antes. Y aquí hay algunas velas y un pequeño candil y unas cuantas mantas. ¿Por qué habrán traído aquí todo esto?
Realmente era un rompecabezas. Julián frunció el ceño durante unos minutos, pensando intensamente.
—Parece como si alguien se propusiera vivir en la isla durante cierto tiempo, probablemente para vigilar las cosas que vayan trayendo de contrabando. Pues bien, ¡los vigilaremos de día y de noche!
Abandonaron el navio sintiéndose excitados. Tenían en la cueva un magnífico sitio donde ocultarse. Allí nadie los encontraría. Y desde su escondrijo podían vigilar si alguien se acercaba al barco o venía a desembarcar en la isla.
—Y ¿qué hay de la caleta donde hemos dejado nuestro bote? —dijo Jorge de pronto—. Si ellos vienen a la isla, seguro que la utilizarán, porque es muy peligroso desembarcar en otro sitio.
—Y si desembarcan en la caleta verán nuestro bote —dijo Dick, alarmado—. Será mejor que lo escondamos.
—¿Cómo? —dijo Ana pensando que iba a ser una cosa muy difícil esconder un bote tan grande.
—No lo sé —dijo Julián—. Le daremos un vistazo.
Los cuatro y Tim se dirigieron a la caleta donde habían dejado el bote. Lo habían puesto a bastante distancia del mar. Jorge exploró bien la caleta y entonces tuvo una idea.
—¿No creéis que podríamos arrastrar el bote alrededor de esta roca grande? Quedaría enteramente oculto, aunque, claro es, cualquiera que le diese la vuelta a la roca lo vería en seguida.
Los otros pensaron que, al menos, valía la pena intentarlo, por lo cual, jadeantes, arrastraron el bote hasta el otro lado de la roca, que casi lo ocultaba del todo.
—¡Bien! —dijo Jorge corriendo hacia la caleta, para ver si quedaba mucho del bote al descubierto—. Se le ve un trozo todavía. Lo disimularemos con algas.
Llenaron la proa del bote con las algas que encontraron y, después de esto, no era posible descubrirlo, a no ser que alguien le diera la vuelta a la roca.
—¡Bien! —dijo Julián mirando su reloj—. Es más de la hora de merendar. Además, mientras hacíamos todo esto con el bote, no nos hemos acordado de dejar a nadie de vigía encima de la cueva. ¡Qué idiotas somos!
—Yo no creo que nadie se haya acercado desde que salimos de la cueva —dijo Dick poniendo un matojo de algas en la proa del bote, como último toque—. Apostaría a que los contrabandistas sólo vienen por la noche.
—Me atrevo a decir que tienes razón —dijo Julián—. Pienso que es mejor que vigilemos también por la noche. El vigía puede llevarse una manta.
—Tim puede estar con el que haga la guardia —dijo Ana—. Entonces, si en un descuido se duerme, Tim gruñiría y lo despertaría si viese algo de particular.
—Querrás decir «si en un descuido me duermo» —dijo Dick riendo—. Vámonos a la cueva a merendar.
¡Y fue entonces cuando Tim empezó a gruñir de nuevo!