Capítulo 12

Cautelosamente, los chicos se dirigieron por la resbaladiza cubierta al lugar donde estaba la caja. Evidentemente la tapa de ésta había sido cerrada para ocultar el cofre, pero luego se había abierto sola.

Julián cogió el pequeño cofre negro. Todos los chicos estaban pasmados. ¿Por qué habrían dejado ese cofre allí?

—¿No habrán sido contrabandistas? —dijo Dick.

—Sí, podría ser —dijo Julián pensando intensamente e intentando desatar las correas del cofre—. Éste puede ser un buen sitio para los contrabandistas. Pueden haber traído esto en un bote para ocultarlo.

—¿Quieres decir que ahí dentro hay cosas de contrabando? —preguntó Ana, excitada—. ¿Qué podrán ser? ¿Diamantes? ¿Tejidos de seda?

—Cualquier cosa por la que haya que pagar para introducirla en el país —dijo Julián—. ¡Caramba con estas correas! ¡No puedo desatarlas!

—Déjame intentarlo —dijo Ana, que tenía unos dedos largos y ágiles. Empezó a manipular en las hebillas, y en poco tiempo desató las correas. Pero una gran decepción se abatió sobre todos. ¡El cofre estaba cerrado a cal y canto! ¡Tenía dos buenas cerraduras y no había llaves!

—¡Vaya! —exclamó Jorge—. ¡Qué fastidio! ¿Cómo podremos ahora abrir el cofre?

—No podemos —dijo Julián—. Y no debemos romperlo para abrirlo, porque ello pondría sobre aviso a los contrabandistas de que hemos encontrado las cosas que han guardado. ¡Lo que tenemos que hacer es atraparlos!

—¡Ooooh! —dijo Ana, roja de excitación—. ¡Atrapar a los contrabandistas! ¡Oh Julián! ¿Crees que podremos?

—¿Por qué no? —dijo Julián—. Nadie sabe que estamos aquí. Nosotros podemos descubrirlo todo si vemos que un barco se acerca a la isla y suelta un bote. Yo diría que los contrabandistas están utilizando esta isla como escondrijo para sus cosas. ¿Quiénes serán? Creo que alguien del pueblo Kirrin o de los alrededores.

—Esto se está poniendo emocionante —dijo Dick—. Siempre nos ocurren aventuras cuando venimos a Kirrin. Aquí está todo lleno de aventuras. Esta es la tercera.

—Creo que será mejor que salgamos del barco —dijo Julián observando cómo volvía la marea—. Vámonos ya, no sea que nos coja la marea alta y tengamos que estarnos aquí horas y horas. Yo bajaré primero por la cuerda. Luego sígueme tú, Ana.

Bajaron por la cuerda y pronto estuvieron sobre las rocas. Justo cuando llegaron a la más próxima a la isla, Dick se detuvo.

—¿Qué te pasa? —dijo Jorge—. ¡Sigue adelante!

—¿No es una cueva aquello que hay en aquella roca lejana? —dijo Dick señalando con el dedo—. Enteramente lo parece. Si lo es, tendremos un sitio magnífico donde guardar nuestras cosas y dormir, si es que la marea no la alcanza.

—No hay ninguna cueva en Kirrin —empezó a decir Jorge. Pero pronto tuvo que callarse. Lo que Dick estaba señalando parecía en verdad una cueva. Al fin y al cabo, Jorge no había explorado nunca esa parte rocosa de la isla, que estaba muy lejos del interior y no podía verse desde tierra.

—Iremos a ver —dijo. Cambiaron su dirección y en vez de seguir por el camino de la ida cruzaron la masa de rocas y se encaminaron hacia un saliente rocoso donde parecía estar la cueva.

Por fin llegaron. Afiladas rocas guardaban la entrada y medio la ocultaban. Era realmente difícil verla salvo desde el sitio donde había señalado Dick.

—¡Es una cueva! —exclamó Dick, muy contento, introduciéndose en ella—. ¡Y a fe que es magnífica!

Era realmente una cueva estupenda. Su suelo estaba recubierto de seca y finísima arena y estaba lo suficiente alta para que el agua no la alcanzase durante las mareas, salvo en caso de fuerte temporal. En todo su alrededor tenía como una especie de asiento de piedra.

—¡Exactamente como si la hubiéramos preparado nosotros! —gritó Ana alegremente—. Podemos meter aquí todas nuestras cosas. ¡Qué estupenda es! Vendremos aquí y viviremos y dormiremos. ¡Y fíjate, Julián, hay una claraboya por donde entra la luz!

La muchachita señaló hacia arriba, y los demás pudieron ver que el techo de la cueva tenía un agujero por donde entraba la luz.

—Podremos entrar nuestras cosas a través de ese agujero —dije Julián haciendo planes rápidamente—. Nos costaría mucho trabajo traerlas por el camino que hemos seguido hasta ahora. Tenemos que salir y buscar por encima de la cueva ese agujero y cuando lo encontremos nos será fácil meter las cosas con la ayuda de una cuerda.

Aquél había sido un gran descubrimiento.

—Nuestra isla es mucho más interesante de lo que habíamos supuesto —dijo Ana sintiéndose muy dichosa—. Hemos encontrado una cueva magnífica.

La primera cosa que hacer, por supuesto, era ir por encima de la cueva para encontrar el agujero. Salieron y se dispusieron a encontrarlo. Tim resultaba muy divertido andando por la resbaladiza roca. Sus patas resbalaban y dos o tres veces cayó al agua. Pero siempre nadaba y volvía a trepar hasta reunirse con los demás.

—¡Es como Jorge! —dijo Ana riendo—. No se amilana por nada.

Siguieron trepando hasta llegar a la puerta de arriba de la cueva. No resultaría muy difícil encontrar el agujero, ahora que sabían que estaba por allí.

—Algo peligroso, realmente —dijo Julián asomándose al agujero cuando lo hubo encontrado—. Cualquiera de nosotros, al pasar por aquí, podría haber caído dentro por accidente. Ved cómo está todo cubierto de zarzas.

Removieron con las manos el agujero para dejarlo limpio de zarzas y, una vez conseguido, pudieron fácilmente observar desde arriba el interior de la cueva.

—No está muy hondo el suelo —dijo Ana—. Casi podíamos saltar para meternos allí.

—No lo haremos —dijo Julián—. Podríamos rompernos un hueso. Hay que esperar a que atemos una cuerda a cualquier sitio y la metamos por el agujero. Entonces podremos entrar y salir de la cueva fácilmente.

Fueron a donde estaba el bote y empezaron a vaciarlo, llevándose las cosas hacia donde estaba la cueva. Julián cogió una cuerda y empezó a hacerle nudos a intervalos.

—Es para que los pies tengan donde apoyarse —explicó—. Si bajamos todo seguido podríamos dañarnos las manos. Estos nudos nos ayudarán a bajar y a subir.

—Deja que yo baje primero y entonces podréis ir echándome las cosas —dijo Jorge. Ella bajó la primera, apoyándose uno a uno en los nudos de la cuerda. Era un buen sistema para bajar.

—¿Cómo meteremos dentro a Tim? —preguntó Julián. Pero Tim, que había estado gimiendo ansiosamente mientras bajaba Jorge, arregló él sólo la cuestión.

Dando un salto, desapareció por el agujero. Llegó un grito de abajo.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto? ¡Oh, Tim! ¿Te has hecho daño?

La arena estaba blanda como un mullido colchón y Tim no se había hecho daño. Se sacudió y empezó a ladrar alegremente. ¡Estaba otra vez con Jorge! No estaba dispuesto a permitir que su amita desapareciera tras misteriosos agujeros sin seguirla al punto. ¡No, señor!

Entonces empezó el trabajo de meter en la cueva todas las cosas. Ana y Dick ataron el primer paquete y Julián lo bajó cuidadosamente por el agujero. Jorge desato las cosas en cuanto las tuvo a su alcance y luego subieron la cuerda para atar otro paquete.

—¡Este es el último! —gritó Julián después de un buen rato de trabajo realmente duro—. Ahora bajaremos todos y ni que decir tiene que lo primero que hagamos después de preparar las camas será comer. ¡Estoy muerto de hambre! ¡Hace horas que no hemos comido nada!

Pronto estuvieron todos sentados en la caliente y blanda arena de la cueva. Abrieron una lata de carne, cortaron rodajas de pan y se hicieron bocadillos. Luego abrieron una lata de manzanas en conserva que comieron con gran placer, así como el jugo que contenía la lata. Después de esto se encontraban todavía hambrientos y abrieron dos latas de sardinas, que tomaron con galletas. Había sido realmente una buena comida.

—Dulce de jengibre para terminar, por favor —dijo Dick—. Caramba, poca gente en el mundo habrá disfrutado de una comida como ésta.

—Será mejor que vayamos en seguida a buscar brezos para los colchones —dijo Jorge, soñolienta.

—¿Quién quiere brezos? —dijo Dick—. ¡Yo, no! Esta magnífica arena blanda es lo único que quiero y un cojín y una o dos mantas. ¡Dormiré aquí mejor que en la cama!

Las mantas y los cojines fueron repartidos por el arenoso suelo de la cueva. Empezaba a oscurecer y encendieron una vela. Los cuatro adormecidos chicos se miraron unos a otros. Tim, como de costumbre, estaba con Jorge.

—Buenas noches —dijo Jorge—. No puedo estar despierta ni un minuto más. Buenas… noches… a… todos.