Todos ellos se metieron en el bote. Tim lo hizo de un ágil salto y se colocó en la proa, que era su sitio. Grandemente excitado, jadeaba con la lengua fuera. Estaba completamente seguro de que una nueva aventura iba a comenzar y él estaba metido en ella. No era de extrañar que agitase frenéticamente el rabo.
—¡Ya nos vamos! —dijo Julián tomando los remos—. Siéntate en este lado, Ana, que el otro extremo del bote se inclina por el peso de las cosas. Y tú también, Dick. Así haréis mejor el contrapeso. ¡Ya nos vamos!
Era muy agradable sentir el balanceo de la embarcación movida por las olas. El mar estaba deliciosamente en calma, pero una ligera brisa removía los cabellos de los chicos. El agua se abatía alrededor del bote con un barboteo simpático.
Los chicos se sentían todos muy felices. Por fin obraban independientemente. Estaban huyendo de los horribles Stick. Iban a vivir a la isla Kirrin, con los conejos, las gaviotas y los grajos.
—¿Verdad que el pan recién hecho huele terriblemente bien? —dijo Dick, muerto de hambre como de costumbre—. ¿No podíamos comer un poco?
—Sí, será mejor —dijo Jorge.
Cogieron trozos de pan caliente y recién hecho y le dieron también a Julián, que estaba remando. Tim también participó, pero apenas tuvo un trozo en la boca, desapareció.
—Tim no come como nosotros —dijo Ana—. Parece que, en vez de comer, se beba las cosas. Desaparecen en cuanto las tiene en la boca.
Los otros rieron.
—Con los huesos no es tan rápido —dijo Jorge—. Es más minucioso. Los está royendo horas y horas, ¿verdad, Tim?
—¡Guau! —ladró Tim mostrando su conformidad. Empezó a mirar el sitio donde estaba su hueso, ansioso por hacerse con él, pero los chicos no se lo dejaron. Hubiese sido una lástima que cayera al mar.
—Creo que nadie ha notado nuestra escapada —dijo Julián—. Excepto Alf, el chico pescador, por supuesto. Dick: nosotros le contamos lo de nuestra salida a la isla, pero no se lo hemos dicho a nadie más.
Los chicos habían llamado a casa de Alf cuando iban camino de la caleta. Alf estaba solo en el corral. Su madre estaba fuera y su padre pescando. Le contaron su secreto. Alf movió la cabeza y les prometió formalmente no decírselo a nadie. Evidentemente, estaba muy orgulloso de que depositaran en él su confianza.
—Si mi padre y mi madre vuelven, avísanos —dijo Jorge—. Lleva tu bote lo más cerca de la isla que te atrevas y danos una voz. Tú sabes acercarte a la isla más que nadie.
—Lo haré —dijo Alf sintiendo deseos de marcharse con los chicos.
—Así, pues, ya sabes —dijo Julián, mientras remaba hacia la isla—: si por cualquier causa nuestros tíos regresasen antes de lo previsto, nos enteraríamos en seguida y volveríamos a «Villa Kirrin». Pienso que lo hemos planeado todo de lo mejor.
—Sí, es cierto —dijo Dick. Se volvió de cara a la isla, que estaba ya bastante cerca.
—Pronto llegaremos. ¿No será mejor que Jorge coja los remos? —propuso Ana.
—Sí —dijo Jorge—. Hemos llegado al camino difícil, donde hay que sortear las rocas. Dame los remos, Julián.
Cogió los remos y los demás contemplaron con admiración con qué destreza iba sorteando las escarpadas rocas. Era una chica formidable. Podían estar seguros con ella.
El bote llegó a la pequeña caleta. Era una especie de puerto natural rodeado de rocas y cubierto de arena. Los chicos salieron del bote alegremente y se dispusieron a meterlo tierra adentro.
—Más adentro todavía —dijo Jorge—. Ya sabéis que las tormentas azotan muchas veces esta caleta y no quisiera que el mar se nos llevara el bote.
Pronto estuvo el bote bien instalado dentro de la arena. Los chicos se sentaron, jadeando y resoplando.
—Vamos a tomar el desayuno ahora —dijo Julián—. No me veo con ánimos de trasladar todas estas pesadas cosas por el momento. Desayunaremos sobre la arena caliente.
Cogieron pan recién hecho, jamón y un pote de mermelada. Ana puso los tenedores, los cuchillos y los platos. Julián abrió dos latas de cerveza.
—Un desayuno sencillo —dijo, dejando las latas sobre la arena—. Pero es de lo mejor para personas que tienen tanta hambre como nosotros.
Se lo comieron todo, salvo un tercio del pan. A Tim le dieron sus galletas y su hueso. Se comió aquéllas rápidamente y en seguida se sentó con toda tranquilidad, dispuesto a roer el sabroso hueso.
—Qué suerte tiene Tim de no tener que molestarse en usar cucharas, tenedores, cuchillos ni tazas —dijo Ana tendiéndose de espaldas al sol, porque no tenía ganas de comer nada más—. Oh, si siempre vamos a tener unos desayunos tan estupendos en la isla, casi diría que no quisiera volver nunca a casa.
Tim tenía sed. Se incorporó, jadeante, con la lengua fuera, ansiando que su amita le diese algo para beber. A él no le gustaba la cerveza.
Jorge lo miró perezosamente.
—Oh, Tim, ¿tienes sed? —dijo—. Oh, querido, por ahora siento como si no pudiera levantarme. Tendrás que esperar unos minutos. Luego iré al bote y te traeré agua.
Pero Tim no podía esperar. Se levantó y se dirigió a unas rocas cercanas. En una cavidad descubrió un poco de agua de lluvia, que empezó a beber afanosamente. Los otros, al oírle beber, se echaron a reír.
—¿Verdad que es inteligente Tim? —murmuró Ana—. A mí nunca se me hubiera ocurrido buscar agua entre las rocas.
Los chicos estaban despiertos desde medianoche, y ahora que habían comido bien se sentían muy soñolientos. Uno a uno se durmieron sobre la cálida arena. Tim los miró estupefacto. ¡No era de noche! Y los chicos estaban durmiendo a pierna suelta. Bien, bien, todo tiempo es bueno para que un perro se eche también a dormir. Tim fue junto a Jorge, apoyó la cabeza entre las patas y se durmió.
El sol estaba muy alto cuando despertaron los chicos. Julián fue el primero en despertarse. Luego lo hizo Dick, sintiéndose muy acalorado, porque el sol apretaba fuerte. Todos se incorporaron, bostezando.
—¡Dios bendito! —exclamó Dick mirándose los brazos—. El sol la ha tomado conmigo. Esta noche me van a doler terriblemente las quemaduras. ¿Hemos traído crema Para el sol, Julián?
—No. No habíamos previsto eso —dijo Julián—. ¡Animo! Todavía tienes que quemarte mucho más antes de que acabe el día. El sol va a calentar hoy de lo lindo. ¡No hay ni una nube en el cielo!
Despertaron a las chicas. Jorge se quitó de encima la cabeza de Tim.
—Con esa cabezota tan pesada me produces pesadillas —dijo—. Oh, caramba, estamos en la isla, ¿verdad? ¡Por un momento había creído que estaba en la cama en «Villa Kirrin»!
—Es maravilloso estar aquí por tanto tiempo, solos, con toneladas de buenas cosas para comer y pudiendo hacer lo que nos dé la gana —dijo Ana, muy satisfecha.
—Creo que los Stick se habrán alegrado de nuestra marcha —dijo Dick—. «Cara Sucia» podrá a su antojo meterse en el cuarto de estar y coger los libros.
—Y Stinker podrá corretear por toda la casa y meterse en nuestras camas para descansar sin miedo a que se lo coma Tim —dijo Jorge—. Bien, dejémoslos. Ahora que hemos huido no me importan nada esas cosas.
Era muy agradable estar sentados en la arena hablando de todas esas cosas. Pero pronto, Julián, que no podía estar quieto mucho rato una vez despierto, se puso de pie y se desperezó.
—¡Vamos ya! Hay muchas cosas que hacer. ¡Vamos!
—¿Qué hay que hacer? ¿Qué es lo que estás pensando? —dijo Jorge, estupefacta.
—Pues tenemos que vaciar el bote y llevar las cosas a un sitio donde no puedan estropearse si llueve —dijo Julián—. Además tenemos que decidir exactamente dónde vamos a dormir y coger brezos para hacer las camas y echar encima las mantas. ¡Hay muchas cosas que hacer!
—Oh, esperemos aún un rato —dijo Ana, sin muchas ganas de levantarse de la ardiente arena. Pero los otros la levantaron, aprestándose luego a la tarea de vaciar el bote.
—Vayamos a echar un vistazo al castillo —dijo Julián—. Busquemos la pequeña habitación donde hemos de dormir. Es la única que permanece intacta.
Se dirigieron todos al final de la caleta, treparon por las rocas y tomaron el camino del viejo y ruinoso castillo, cuyos muros se levantaban en el centro de la isla. Se pararon para contemplarlo.
—Bonitas ruinas —dijo Dick—. ¡Qué suerte tener una isla y un castillo de nuestra propiedad! ¡Es fantástico que todo esto sea nuestro!
Contemplaron la puerta del castillo, medio derruida, y los viejos escalones que partían de ella. El castillo, en tiempos, tenía dos magníficas torres, pero ahora una había casi desaparecido y la otra estaba medio en ruinas. Los negros grajos se agrupaban a su alrededor graznando fuertemente. ¡Chack, chack, chack!… ¡Chack, chack, chack!
—Bonitos pájaros —dijo Dick—. Me gustan. ¿Ves el parche pardo que tienen detrás de la cabeza, Ana? Me maravillaría que algún momento dejaran de graznar.
—No lo creo —dijo Jorge—. ¡Oh, mirad los conejos, tan mansos como siempre!
El patio del castillo estaba lleno de grandes conejos, que miraban a los chicos mientras éstos se les iban acercando. Parecía enteramente que era muy fácil cogerlos y acariciarlos, de domesticados que estaban, pero uno a uno iban alejándose a medida que los chicos se acercaban.
Tim estaba en alto grado de excitación y movía el rabo frenéticamente. ¡Oh, esos conejos! ¿Por qué no podría darles caza? ¿Por qué era Jorge tan difícil con la cuestión de los conejos? ¿Por qué no le dejaba hacerlos correr un poco?
Pero Jorge tenía la mano en el collar de Tim y lo amonestaba severamente.
—Tim, no oses perseguir ni al más pequeño de los conejitos. Son míos.
—¡Nuestros! —corrigió Ana al punto. Quería participar en la propiedad de los conejos lo mismo que en la de la isla y el castillo.
—¡Nuestros! —dijo Jorge—. Vamos ahora a echar un vistazo a la oscura habitación donde tenemos que dormir.
Dirigieron sus pasos a la parte del castillo que parecía menos ruinosa.
Se acercaron a una puerta y miraron dentro.
—¡Aquí está! ¡Ésta es! —exclamó Julián asomándose. —Tendré que encender la linterna. Las ventanas son aquí muy estrechas y está todo muy oscuro.
Encendió la linterna y los chicos contemplaron el interior de la habitación donde pensaban guardar las cosas y dormir.
Jorge profirió una fuerte exclamación.
—¡Caramba! ¡No podemos usar esta habitación! El techo se ha hundido después del verano pasado.
Así era, en efecto. La linterna de Julián iluminó un montón de piedras desparramadas por el suelo. Era enteramente imposible usar ahora la vieja habitación. En todo caso sería muy peligroso hacerlo, porque a cada momento podían caer más piedras.
—¡Vaya! —dijo Julián—. ¿Qué hacemos ahora? ¡Tenemos que buscar otro sitio donde guardar las cosas y dormir!