Capítulo 9

Hubo un silencio sólo interrumpido por las olas que se abatían contra la embarcación.

Entonces se oyó la voz de Jorge en la oscuridad, repentinamente alegre.

—Oh, Julián, ¿de verdad quieres eso? ¿De verdad queréis venir conmigo? Yo estaba asustada porque me iba a llevar una regañina haciendo esto, porque papá dijo que yo debía permanecer en «Villa Kirrin» hasta que él regresase, y ya sabes cómo odia que lo desobedezcan. Pero yo pensé que si me quedaba allí vosotros lo haríais también, y yo no quiero que seáis desgraciados con esos horribles Stick; por eso decidí marcharme. Y no os dije que vinieseis conmigo para que no os riñeran también a vosotros. Nunca pensé en pedíroslo.

—A veces eres un poco tontuela, ¿sabes, Jorge? —dijo Julián—. Si te has de llevar una bronca, nos la llevaremos todos nosotros. Estamos unidos en todo. Por supuesto que iremos contigo; yo tomaré toda la responsabilidad de nuestra escapada y le diré a tu padre que lo hicimos por mi culpa.

—Oh, no, no hagas eso —repuso Jorge rápidamente—. Yo le diré que fue idea mía. Si hago mal no me importa cargármelas luego. Ya lo sabes.

—Bueno, no vamos a discutir eso ahora —dijo Julián—. Al fin y al cabo, vamos a estar una semana o diez días en la isla Kirrin y tendremos todo el tiempo que queramos para hablar del asunto. Lo que hay que hacer ahora es volver a casa, despertar a los demás y hablar tranquilamente sobre tu plan. ¡Puedo decirte que has tenido una idea excelente!

Jorge estaba alegre.

—¡Me entran ganas de darte un abrazo, Julián! —exclamó—. ¿Dónde están los remos? Ah, aquí están. El bote se ha alejado bastante de la orilla.

Remó fuertemente hacia la orilla. Julián saltó del bote y lo introdujo en la arena con la ayuda de Jorge.

Iluminó con su linterna el interior del bote y lanzó una exclamación.

—Vaya, te has traído en esa caja un montón de cosas —dijo—. Pan, jamón, mantequilla y pertrechos. ¿Cómo te las has arreglado para coger esas cosas sin que la señora Stick te viera esta noche? Supongo que bajaste a la cocina y lo sacaste de la despensa.

—Sí, así lo hice —dijo Jorge—. Pero no había nadie en la cocina esta noche. Quizás el señor Stick ha ido a dormir arriba. O a lo mejor ha vuelto a su barco. De todas formas, no había nadie cuando yo entré, ni siquiera Stinker.

—Será mejor que dejemos las cosas aquí —dijo Julián—, dentro de la caja. Déjala tapada y así nadie sospechará lo que hay dentro. Tenemos que meter muchas más cosas para todos nosotros cuando vayamos a vivir a la isla. ¡Caramba, la cosa se presenta fantásticamente divertida!

Los chicos emprendieron el camino hacia la casa sintiéndose muy excitados. Julián se levantó los faldones de la bata, porque estaban mojados y le daba frío en las piernas.

Tim correteaba alrededor, no pareciendo sorprendido en lo más mínimo de las cosas que estaban sucediendo.

Cuando llegaron a la casa despertaron a los otros dos, que escucharon sorprendidos todo lo que había ocurrido aquella noche. Ana se excitó tanto al saber que todos iban a pasar una temporada en la isla, que empezó a dar gritos.

—¡Oh! ¡Es la cosa más fantástica que puede ocurrir! ¡Oh! Y pensar…

—¡Calla! —dijeron tres furiosas voces en voz baja—. ¡Vas a despertar a los Stick!

—¡Lo siento! —susurró Ana—. Pero, oh, es que es una cosa tan emocionante…

Empezaron a hacer sus planes.

—Si vamos a estar una semana o diez días, tenemos que llevarnos muchas cosas —dijo Julián—. La cuestión es ésta: ¿podemos conseguir suficiente comida para tanto tiempo? Aunque vaciemos enteramente la despensa no creo que baste para una semana siquiera. Nosotros siempre estamos muertos de hambre.

—Julián —dijo Jorge de repente, recordando algo—. ¡Ya sé lo que vamos a hacer! Mi madre tiene en su dormitorio un armario lleno de comestibles. Ella guarda docenas y docenas de latas de conserva por si en invierno nos hace falta: recuerda que más de una vez estuvimos varios días bloqueados por la nieve y no podíamos ir al pueblo. ¡Y yo sé dónde mamá guarda la llave! ¿No podemos abrir el armario y coger unas cuantas latas?

—Por supuesto —dijo Julián, encantado—. Creo que tía Fanny no se dará cuenta. Y de todas formas, podemos hacer una lista de las cosas que cojamos, y si tía Fanny se da cuenta las reemplazaremos por otras que compremos. Pronto será mi cumpleaños y espero tener entonces más dinero.

—¿Dónde está la llave? —susurró Dick.

—Vamos al dormitorio de mamá y os lo enseñaré —dijo Jorge—. Espero que no se la haya llevado.

Pero la madre de Jorge se encontraba muy mal cuando se marchó y no se acordó para nada de la llave del armario de los comestibles.

Jorge tanteó el fondo de un cajón del tocador y sacó dos o tres llaves enganchadas con un aro. Probó primero con una. La segunda abrió el armario.

Julián iluminó por dentro el armario con su linterna. Estaba lleno de latas de conserva de todas clases cuidadosamente dispuestas en los estantes.

—¡Caramba! —dijo Dick con ojos radiantes—. Sopa, latas de carne, latas de fruta, latas de leche, sardinas, latas de mantequilla, bizcochos, latas de verduras. ¡Aquí hay de todo lo que necesitamos!

—Sí —dijo Julián, complacido—. Es fantástico. Nos llevaremos todo lo que podamos acarrear. ¿Sabes si hay por ahí un saco o dos, Jorge?

Pronto las latas estuvieron cuidadosamente guardadas en dos sacos. La puerta del armario fue cerrada con llave.

Los chicos se dirigieron a sus respectivos dormitorios.

—Bueno, hemos resuelto el problema mayor: la comida —dijo Julián—. Haremos también una excursión por la despensa y nos llevaremos pan y pastas. Y ¿qué hay del agua, Jorge? ¿Hay alguna en la isla?

—Supongo que habrá en aquel viejo pozo, pero como no hay cubo ni balde para sacarla, tendremos que llevarla nosotros. Yo me llevé al bote una tina con agua fresca, pero ahora que todos vamos a ir a la isla tendremos que llevar dos o tres más. Yo sé dónde hay unas cuantas tinas.

Cogieron las tinas y las llenaron de agua fresca, apilándolas junto a los sacos, dispuesto todo ya para ser embarcado en el bote. ¡Era fascinante hacer todas esas cosas en la mitad de la noche!

Ana difícilmente podía contener los gritos y era una maravilla que Tim no ladrase.

Había una lata de pastas en la despensa, recién hechas, la cual fue a engrosar el montón de cosas que habían preparado en el jardín. También habían cogido un gran pastel de carne, que Jorge envolvió en una tela, mientras decía con fiera voz a Tim que o dejaba de olerlo o lo dejaba en casa.

Tengo en el bote mi hornilla por si necesitamos calentar agua —susurró Jorge—. Por eso compré alcohol metílico. ¿Verdad que no lo adivinabais? Y las cerillas para encenderla. Por cierto, ¿qué haremos para alumbrarnos? Tendremos que coger velas. Con las linternas no nos basta: se terminarían las pilas.

En el armario de la cocina encontraron velas, una caldera, una olla, algunos viejos cuchillos, tenedores y cucharas, y muchas otras cosas que podían necesitar. También cogieron algunas botellas de cerveza, que evidentemente estaban guardadas allí para uso exclusivo de los Stick.

—¡Pensar que todo se ha comprado con dinero de mamá! —exclamó Jorge—. Pues bien: nos llevaremos también la cerveza. Será buena para beber en los días de calor.

—¿Dónde dormiremos por la noche? —dijo Julián—. ¿En esa parte ruinosa del castillo donde está la única habitación que conserva el techo y las paredes?

—Allí es donde yo había pensado dormir —dijo Jorge—. No pensaba hacer mi cama con los brezos que hay en muchos sitios de la isla, y taparme con una manta o dos que metí en el bote.

—Cogeremos para llevarnos todas las mantas que encontremos —dijo Julián—. Y también cojines, para que nagan de almohada. Caramba, ¿no es todo esto fascinante?. Nunca he estado tan excitado como ahora. Me siento como un prisionero a punto de escaparse en busca de la libertad. ¡La sorpresa que se van a llevar los Stick cuando noten que nos hemos marchado!

—Pero tenemos pensar qué les vamos a decir —dijo Julian juiciosamente— no necesitamos que envíen gente a buscarnos a la isla para hacernos volver. No creo que les guste saber que hemos ido allí.

—Dejemos eso para más tarde —dijo Dick—. Lo que hay que hacer es llevar todas estas cosas al bote antes de amanezca, cosa que ocurrirá pronto.

—¿Cómo vamos a llevar todo esto al bote de Jorge? —preguntó Ana contemplando a la luz de su linterna el enorme montón de cosas que habían apilado—. ¡No podremos llevarnos todo eso!

Ciertamente que era un montón enorme. Julián, como de costumbre, tuvo una idea.

—¿Hay alguna carretilla en el cobertizo? —preguntó a Jorge—. Si metiéramos todas estas cosas en un par de carretillas, podríamos fácilmente acarrearlas de una sola vez. Podemos hacerlas rodar por la parte arenosa del camino para que no hagan ruido.

—¡Oh! ¡Es una buena idea! —exclamó Jorge, aprobadora—. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí antes. Cuando yo llevé mis cosas al bote tuve que hacer cinco viajes. Hay dos carretillas en el cobertizo. Las cogeremos. Una tiene la rueda chirriante, pero no creo que nadie la oiga.

Stinker oyó el chirrido mientras dormía en un rincón del dormitorio de la señora Stick. Enderezó las orejas y se puso a lanzar leves gruñidos. No se atrevía a ladrar, porque tenía miedo a que Tim se le echara encima. La señora Stick dormía profundamente y no oyó ni el chirrido de la rueda ni los gruñidos de Stinker. No tenía idea de lo que estaba ocurriendo en la planta baja.

Llevaron todas las cosas al bote. Los chicos decidieron no dejarlas abandonadas. Al final acordaron que Dick se quedara allí durmiendo sobre las mantas.

—Espero que nos hayamos acordado de traer todo lo que necesitamos —dijo Jorge arrugando la frente—. ¡Caramba! Por cierto, que no nos hemos acordado de poner abrelatas para las latas de cerveza.

—Iremos a buscarlo —dijo Julián—. Creo que había algunos en el cajón del armario. Adiós, Dick. Regresaremos pronto y nos pondremos a remar. Compraremos pan en la panadería en cuanto abran, porque tenemos muy poco, y también procuraremos hacernos con un buen hueso para Tim. Jorge llevó al bote una bolsa de galletas para él.

Los tres emprendieron el camino de la casa, dejando a Dick cómodamente acurrucado en las mantas. Pronto le invadió el sueño otra vez.

Los otros hablaban sobre qué habían de decirles a los Stick.

—Creo que será mejor que no les digamos nada —dijo Julián al final—. Yo particularmente no me siento inclinado a contarles mentiras deliberadas, y por otro lado no pienso tampoco decirles la verdad. Ya sé lo que tenemos que hacer. Hay un tren que sale de la estación a eso de las ocho, que es el único que podemos coger si queremos volver a nuestra casa. Buscaremos una guía de ferrocarriles y la dejaremos abierta en la mesa del cuarto de estar, haciendo ver que pensamos coger un tren, y nos iremos por detrás de la casa, donde está el pantano, como si nos encaminásemos a la estación.

—Oh, sí, entonces los Stick se creerán que hemos ido a coger el tren para volver a casa —dijo Ana—. Nunca adivinarán que nos hemos ido a la isla.

—Ésa es una buena idea —dijo Jorge, complacida—. Pero ¿cómo nos enteraremos cuándo vuelven papá y mamá?

—¿No puedes dejar un recado a alguien de confianza? —preguntó Julián.

Jorge se puso a pensar.

—Quizás a Alf, el pescador —dijo al final—. Él me cuidó a Tim cuando no me dejaban tenerlo en casa. Sé que no nos traicionará.

—Entonces iremos a buscar a Alf antes de marcharnos —dijo Julián—. Ahora será mejor que busquemos la guía de ferrocarriles para dejarla abierta sobre la mesa.

Encontraron la guía y subrayaron el renglón donde figuraba la hora de salida del tren que los Stick debían creer que los chicos habían cogido. Encontraron también varios abrelatas y los guardaron en los bolsillos. Julián cogió también dos o tres cajas de cerillas. Pensaba que las dos que había comprado Jorge no eran suficientes.

A aquella hora empezaba ya a amanecer y la casa se iluminaba poco a poco por los rayos del sol.

—Quizás esté abierta ya la panadería —dijo Julián—. Podemos ir a ver. Son cerca de las seis.

Fueron a la panadería. No estaba abierta, pero los nuevos panes estaban ya hechos. El panadero estaba fuera tomando el sol. Había hecho los panes por la noche y los había preparado para venderlos por la mañana. Les hizo señas a los chicos.

—Muy temprano venís —dijo—. ¿Cuántos panes recién hechos queréis? ¡Seis! ¡Qué gracia! Y ¿para qué?

—Para comer —dijo Jorge riendo.

Julián pagó y se hicieron con seis enormes panes. Luego fueron a la carnicería. Tampoco estaba abierta, pero el carnicero estaba barriendo el patio.

—¿Querría vendernos un hueso grande para Tim, por favor? —preguntó Jorge.

Le vendió uno enorme, que Tim observó vehementemente. ¡Pensó que tenía hueso para días!

—Ahora —dijo Julián mientras se encaminaban hacia donde estaba el bote— meteremos todas estas cosas dentro del bote, volveremos a casa y haremos ruido para que los Stick se enteren de que estamos allí. Luego iremos al pantano para que se crean que vamos a tomar el tren.

Despertaron a Dick, el cual estaba todavía durmiendo plácidamente en el bote. Metieron en la embarcación el pan y el hueso.

—Lleva el bote a la próxima ensenada —dijo Jorge—. ¿Podrás hacerlo? Allí estaremos a cubierto de cualquiera que pueda vernos desde la playa. Los pescadores están ahora pescando en sus barcos. Nadie nos verá si salimos de aquí dentro de una hora. Supongo que antes de ese tiempo estaremos de vuelta.

Volvieron a la casa e hicieron ruidos como si estuvieran levantándose. Jorge lanzó un silbido a Tim, y Julián se puso a cantar con todas sus fuerzas. Entonces, dando un fuerte portazo, se encaminaron hacia el pantano de modo que pudieran verlos desde la ventana de la cocina.

—Los Stick se extrañarán de que no esté Dick con nosotros —dijo Julián al notar que Edgar los miraba desde la ventana—. Espero que piensen que ha marchado antes.

Fueron por la vereda que conducía a la playa donde solían bañarse y desde donde no podían ser vistos por nadie de «Villa Kirrin». Entonces cogieron otra senda que terminaba en la caleta donde Dick había llevado el bote. Él estaba allí, esperándolos ansiosamente.

—¡Hola! —gritó Julián, excitado—. La aventura está a punto de empezar.