—¿No creéis que deberíamos ir abajo después de que los Stick se vayan a la cama, para coger algo de comida? —dijo Dick en vista de que aquella noche no servían la cena.
Julián no se sentía inclinado a ello. No quería enfrentarse de nuevo con el señor Stick. No porque le tuviera miedo, sino porque se trataba de un asunto muy desagradable. Estaban en su casa, la comida era de ellos. ¿Por qué tenían que hurtarla o mendigarla? Era algo ridículo.
—¡Ven aquí, Tim! —llamó Julián. El can dejó la compañía de Jorge y fue con Julián—. Tú vas a ir conmigo a persuadir a la señora Stick para que nos dé las cosas mejores que haya en la despensa —dijo Julián con una risa burlona.
—¡Buena idea! —dijo Dick—. Podemos ir todos. —Es mejor que no— dijo Julián. —Yo solo me las puedo arreglar muy bien.
Bajó la escalera y se encaminó por el pasillo que daba a la cocina. Bajó y anduvo con tal cautela que nadie en la cocina lo oyó hasta que no hubo franqueado la puerta. Fue entonces cuando Edgar levantó la vista y vio a Julián y a Tim.
Edgar se asustó ante la vista del enorme perro, que ahora gruñía fieramente. Se escondió tras el sofá de la cocina mientras contemplaba medrosamente a Tim.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó la señora Stick apagando el transistor.
—Cenar —dijo Julián, sonriente—. ¡Cenar! Las mejores cosas de la despensa, compradas con el dinero de mi tío y cocinadas en la cocina de mi tía, con gas pagado por ella…, ¡sí, cenar! Abra la puerta de la despensa y déjeme ver qué hay dentro.
—¡Y que no tiene agallas! —empezó el señor Stick con voz asombrada.
—Si quieres puedes llevarte un poco de pan con queso. Ésta es mi última palabra.
—Pues bien, ésta no es mi última palabra —dijo Julián acercándose a la puerta de la despensa—. ¡Quieto, Tim! ¡Gruñe todo lo que quieras, pero no muerdas nada ni a nadie… todavía!
Los gruñidos de Tim eran realmente aterradores. El mismo señor Stick se fue al rincón más alejado de la habitación. Stinker, por su parte, había desaparecido. Estaba escondido en el fregadero.
La señora Stick habló.
—Te llevarás el pan y el queso y te irás —dijo.
Julián abrió la puerta de la despensa, silbando suavemente, cosa que enojaba mucho a la señora Stick.
—¡Caramba! —exclamó Julián admirativamente—. Usted sabe cómo abastecer una despensa, señora Stick, puedo decírselo. ¡Un pollo asado! Lo estoy oliendo. Supongo que el señor Stick se ha entretenido hoy en matar a uno de nuestros pollos. ¡Y qué finos tomates! Mejores que los que venden en el pueblo, no tengo la menor duda. Y ¡oh, señora Stick, qué maravillosa tarta de miel! ¡Puedo decir que es usted una magnífica cocinera, realmente!
Julián cogió el pollo y el plato de tomates, acercándolo a la tarta de miel.
La señora Stick le gritó.
—¡Deja esas cosas! ¡Ésa es nuestra cena! Déjalas donde estaban.
—Usted ha cometido una pequeña equivocación —dijo Julián cortésmente—. ¡Ésta es nuestra cena! Hoy hemos comido muy poco y nos vendrá muy bien todo esto. ¡Muchísimas gracias!
—¡Ahora, mírame! —dijo el señor Stick, muy irritado, viendo cómo le volaba su magnífica cena.
—Usted no querrá seguramente que le vuelva a mirar —dijo Julián con cierto tono de sorpresa—. ¿Por qué? ¿Es que acaso se ha lavado o se ha afeitado? Me temo que no. Por eso hago muy bien en no mirarle a usted.
El señor Stick estaba mudo de asombro. El no tenía mucha facilidad de palabra y en esta ocasión un muchacho como Julián le quitaba el aliento y le dejaba en la imposibilidad de decir su frase favorita: «ahora, mírame».
—Deja esas cosas donde estaban —dijo la señora Stick agudamente—. ¿Qué crees tú que vamos a cenar si te llevas todo eso? ¡Dímelo!
—La cosa es fácil. Le ofrezco nuestra cena: pan con queso, señora Stick, ¡pan con queso!
La señora Stick profirió una exclamación irritada y se acercó a Julián con la mano levantada. Pero Tim se abalanzó sobre ella y empezó a rechinar los dientes.
—¡Oh! —chilló la señora Stick—. ¡Este perro vuestro por poco me arranca la mano! ¡El muy bruto! Ya sabré algún día lo que hacer con él. ¡Ya lo verás!
—Usted ha intentado ya algo hoy, ¿verdad? —dijo Julián con voz tranquila, mirando serenamente a los ojos de la señora Stick—. Esto es asunto de la policía, ¿no es así? Tenga cuidado, señora Stick. Tengo buenas cosas que decirle a la policía mañana.
Lo mismo que la otra vez, la mención de la policía pareció asustar a la señora Stick. Le echó una mirada a su marido y dio un paso atrás. Julián empezó a considerar la posibilidad de que el hombre hubiera hecho algo malo y estuviera escondiéndose de la policía. El nunca ponía un pie al otro lado de la puerta. El muchacho se dirigió triunfante al pasillo. Tim le seguía pisándole los talones y muy defraudado por no haber podido morder a Stinker.
Julián se dirigió al cuarto de estar y depositó los platos cuidadosamente en la mesa.
—Fijaos lo que he traído —dijo—. ¡La cena de los Stick! —Luego les contó todo lo que había ocurrido.
—¿Qué tenéis que decir a todo eso? —dijo Ana admirativamente—. Julián, yo no creo que tú solo los hubieses asustado. Fue muy buena idea llevarse el perro abajo.
—Sí —asintió Julián—. Yo creo que solo no hubiera sido tan valiente.
La cena era muy buena. Había cuchillos y tenedores en el aparador y los chicos se hicieron con los platos fruteros que también había en el aparador, cosa que les evitó tener que ir a la cocina a buscarlos. Había sobrado pan del té, por lo que la comida resultó de lo mejor. Disfrutaron de ella en gran manera.
—Siento no poder darte los huesos del pollo —dijo Jorge a Tim—. Pero se pueden partir cuando te los hayas comido y perjudicarte. Te daremos todo lo que sobre. ¡Procura que no quede nada para Stinker!
No había que insistir con Tim acerca de ello. En dos o tres bocados dejó limpio su plato y se puso a la expectativa, por si le tiraban más desperdicios o le dejaban probar la tarta de miel.
Los chicos se sintieron muy contentos y animados cuando hubieron dado cuenta de la cena. Habían terminado completamente el pollo, del que no quedaba más que un montón de huesos. Se habían comido también todos los tomates y habían acabado el pan y la tarta de miel.
Era tarde. Ana dio un bostezo y entonces lo hizo Jorge también.
—Vámonos a la cama —dijo—. No me siento con ánimos de jugar a las cartas ni nada.
Se fueron todos a la cama. Tim, como de costumbre, se echó a los pies de su amita. Estuvo despierto todavía un rato con las orejas empinadas pendiente de los ruidos. Oyó a los Stick irse a la cama. Oyó cerrarse las puertas. Oyó un gruñido de Stinker. Después todo quedó en silencio. Tim apoyó la cabeza en las patas y se durmió, pero permaneció con una oreja erecta por si acaso. ¡Tim desconfiaba de los Stick tanto o más que los chicos!
Los chicos se despertaron muy temprano por la mañana. Hacía un día maravilloso. Julián despertó primero. Se dirigió a la ventana y miró el paisaje. El cielo estaba azul pálido y flotaban en la altura algunas nubes rosadas. El mar estaba también de un azul limpio, liso y tranquilo. Julián recordó lo que Ana solía decir de que el cielo por las mañanas temprano cuando hace buen día parece que lo acaban de sacar del lavadero. ¡Así está de claro y limpio!
Los chicos tomaron un baño en la playa antes del desayuno, pero esta vez regresaron a las ocho y media, temerosos de que el padre de Jorge pudiera telefonear temprano como el día anterior. Julián vio a la señora Stick en la escalera y la llamó:
—¿No ha telefoneado todavía mi tío?
—No —dijo la mujer en un tono grosero. Ella había estado esperando que el teléfono sonara mientras los chicos estaban fuera. Entonces habría podido salir ella y decir las primeras palabras.
—Por favor, queremos ya el desayuno —dijo Julián—. Un buen desayuno, señora Stick. Mi tío puede preguntar qué hemos tomado para desayunar, no lo olvide.
La señora Stick pensó que evidentemente Julián podía contar a su tío lo que habían desayunado, o sea, sólo pan con mantequilla. Por ello, los chicos no tardaron en percibir un delicioso olor a lomo de cerdo frito.
La señora Stick lo sirvió, aderezado con tomates, en una fuente, que depositó violentamente sobre la mesa, juntamente con los platos. Edgar llegó con un pote de té y una bandeja con tazas y salsa.
—¡Ah, aquí está el querido Edgar! —exclamó Julián con voz de agradable sorpresa—. ¡Mi querido «Cara Sucia»!
—¡Perro! —dijo Edgar poniendo en la mesa el pote de té de un golpe. Tim lanzó un gruñido y Edgar puso pies en polvorosa.
Jorge no quería comer nada. Julián empezó a servir el desayuno. Sabía que su prima estaba preocupada, a la espera de noticias. Con sólo que el teléfono sonara, sabría por fin si su madre estaba mejor o no.
No sonó el teléfono hasta que estaban a medio desayuno. Jorge estaba junto a él antes de que dejara de sonar el primer timbrazo. Puso el auricular en la oreja.
—¡Padre! Sí, soy Jorge. ¿Cómo está mamá?
Hubo una pausa mientras Jorge era toda oídos. Todos los chicos dejaron de comer y se pusieron a escuchar en silencio, esperando a que Jorge hablara. Por sus palabras sabrían si las noticias eran buenas o malas.
—¡Oh, oh! ¡Qué contenta estoy! —oyeron que decía Jorge—. ¿Conque la operaron ayer? ¡Oh, no me habías dicho nada! Pero ahora está mucho mejor, ¿verdad? ¡Pobre mamá! Dale recuerdos míos. Yo quisiera verla. ¡Oh, papá! ¿Puedo ir a verla?
Evidentemente la contestación fue que no. Jorge escuchó durante un rato más, después pronunció unas pocas palabras y dijo adiós.
Echó a correr hacia el cuarto de estar.
—Lo habéis oído, ¿verdad? —dijo alegremente—. Mamá está mejor. Ahora se encuentra muy bien y podrá regresar dentro de poco tiempo, aproximadamente diez días. Papá no quiere venir hasta que ella pueda hacerlo. Son buenas noticias de mi madre, pero, por otro lado, estoy preocupada de que no nos podamos desembarazar de los Stick.