Sonó un portazo. Se cerró la puerta de la cocina y pudo oírse la voz triunfante de la señora Stick contándole a Edgar y a su marido todo lo que había ocurrido. Los chicos se dirigieron al cuarto de estar y se sentaron mirándose sombríamente unos a otros.
—¡Papá es terrible! —exclamó Jorge, furiosa—. Nunca quiere escuchar a nadie.
—Bien. Al fin y al cabo, está muy trastornado —dijo Julián, más razonable—. Es una lástima que haya telefoneado antes de las nueve. Así, la señora Stick ha podido coger primero el teléfono y despacharse por su cuenta.
—¿Qué te ha dicho papá? —preguntó Jorge—. Cuéntanoslo exactamente.
—Me dijo que si no podíamos aguantar a la señora Stick, que nos fuéramos a casa Dick, Ana y yo, pero que tú debías quedarte aquí.
—Bien —dijo Jorge al final—. Vosotros no podéis aguantar a la señora Stick. Lo mejor que podéis hacer es marcharos a vuestra casa. Yo me las sé arreglar sola.
—¡No seas idiota! —dijo Julián dándole una amistosa palmadita en el brazo—. Sabes perfectamente que no queremos abandonarte. No quiero decir, desde luego, que nos guste la idea de estar una semana o dos conviviendo con los antipáticos Stick, pero cosas peores hay. Pasaremos juntos la estacada.
El intento de chiste no arrancó ninguna sonrisa ni siquiera a Ana (Nota del traductor: recuérdese que stick significa en inglés estaca, bastón). La perspectiva de pasar dos semanas con los Stick no era nada agradable. Tim apoyó la cabeza en la rodilla de Jorge. Ésta lo acarició y miró a su alrededor.
—Os iréis a vuestra casa —dijo a los otros—. He trazado un plan por mi cuenta y vosotros no formáis parte de él. Yo tengo a Tim y él me cuidará. Telefonead a vuestros padres e iros a casa mañana.
Jorge tenía la mirada desafiante. Tenía la cabeza erguida y no cabía la menor duda de que había fraguado una especie de plan.
Julián se sintió inquieto.
—No seas tonta —dijo—. Ya te he dicho que pasaremos el tiempo juntos. Si has fraguado un plan, nosotros formaremos parte de él. Pero nosotros estaremos aquí contigo, ocurra lo que ocurra.
—Quedaos si queréis —dijo Jorge—. Pero cuando lleve adelante el plan comprenderéis que no os queda más remedio que dejar esta casa. ¡Vamos, Tim! Vamos a ver si Jim ya tiene el bote preparado.
—Iremos contigo —dijo Dick, que estaba muy apenado por Jorge. A pesar del aire retador de su prima, había podido notar que ésta era muy desgraciada. La salud de su madre la tenía muy preocupada. Además estaba disgustada con su padre y muy trastornada a causa de que comprendía que sus primos podrían dejarse de preocupaciones y pasarlo bien si regresaban a su casa.
No era un día muy agradable aquél. Jorge se mostraba muy testaruda insistiendo en que los demás marchasen a su casa y la dejasen a ella sola. Se enfadó bastante al notar que, por su parte, ellos insistían en quedarse.
—Estáis estropeando mi plan —dijo al final—. Debéis marcharos, realmente debéis marcharos. Os digo que estáis estropeando mi plan completamente.
—Bueno, ¿cuál es tu plan? —preguntó Julián, impaciente—. No puedo impedir el tener la sensación de que tú dices que tienes un plan sólo para que nos vayamos.
—Yo tengo un plan de verdad —dijo Jorge perdiendo la paciencia—. Sabéis de sobra que no es fingido. Si yo digo que tengo un plan es que lo tengo realmente. Pero no voy a echarlo a rodar revelándolo. No me preguntéis. Es un secreto.
—Yo pienso que en realidad deberías contárnoslo —dijo Dick sintiéndose ofendido—. Al fin y al cabo, somos tus mejores amigos, ¿no es así? Y pensamos quedarnos contigo aquí, hayas hecho un plan o no, incluso aunque te lo echemos por tierra, como dices. Nos quedaremos contigo.
—No dejaré que estropeéis mi plan —dijo Jorge con los ojos llameantes—. Estáis contra mí lo mismo que los Stick.
Oh, Jorge, no digas eso —dijo Ana, casi con lágrimas en los ojos—. No riñas con nosotros. Ya es bastante malo que tengamos que estar riñendo a cada momento con los Stick para que también nos peleemos nosotros.
Jorge, de pronto, pareció avergonzada.
—Lo siento —dijo—. Soy una idiota. No quiero pelear. Pero yo sé lo que me digo. Yo llevaré adelante mi plan y no os diré en qué consiste, porque en otro caso os estropearé las vacaciones. Por favor, creedme.
—Será mejor que hoy comamos fuera de casa —dijo Julián levantándose—. Nos sentiremos mejor hoy fuera de casa. Y voy a ir a arreglarle las cuentas al viejo Stick.
—¡Eres muy valiente! —dijo Ana, que en aquel momento pensaba que se hubiera muerto antes que enfrentarse con el señor Stick.
La señora Stick estaba muy antipática y de mal humor. Por un lado se sentía victoriosa, pero por otro estaba muy enojada por haber notado que le habían desaparecido el pastel de carne y las tartas de jamón. Su marido estaba explicándole cómo habían desaparecido cuando apareció Julián.
—¡Cómo podéis esperar que os dé bocadillos para la merienda cuando has robado mi pastel de carne y las tartas de jamón! —empezó a decir furiosamente—. No lo comprendo. Os prepararé bocadillos de jamón con pan seco, y se acabó. Y lo que es más, si todavía os pienso preparar eso lo hago sólo en la confianza de verme libre de ti cuanto antes.
—Hay que librarse de esa porquería —murmuró Edgar para sí mismo. Estaba revolviéndose en el sofá leyendo una especie de periódico cómico en colores.
—Si tienes algo que decirme, ven aquí y hazlo —dijo Julián peligrosamente.
—Haz el favor de dejar en paz a Edgar —dijo la señora Stick al punto.
—Encantado —dijo Julián irónicamente—. A ver: ¿quién quiere venir en lugar de ese cobarde «Cara Sucia»?
—¡Eh, muchacho, mírame! —empezó el señor Stick desde su rincón.
—No tengo ganas de mirarlo a usted —dijo Julián rápidamente.
—Mírame —dijo el señor Stick levantándose muy enfadado.
—Ya le he dicho que no quiero —dijo Julián—. Usted no ofrece una vista muy agradable.
—¡Eso es una insolencia! —dijo la señora Stick rápidamente, perdiendo los estribos.
—No es una insolencia, es la pura verdad —dijo Julián con voz airada.
La señora Stick lo miró. Julián también, desafiante. Tenía la lengua rápida, pero no había dejado de comportarse con cierta cortesía. Sus más duras palabras eran corteses en comparación con las que en realidad hubiera dicho. La señora Stick no entendía a la gente como Julián. Sentía que era demasiado listo para una mujer como ella. Odiaba al muchacho y, por equivocación, golpeó la pila del agua y vertió en ella un plato de salsa, creyendo que en lugar de la pila estaba allí la cabeza de Julián.
Stinker dio un salto y empezó a gruñir de repente.
—¡Hola, Stinker! —dijo Julián—. ¿Todavía no has tomado un baño? Desgraciadamente, no, a juzgar por lo que hueles, ¿verdad?
—Sabes que el nombre de este perro no es Stinker —dijo la señora Stick, irritada—. Ten la bondad de salir de mi cocina.
—Conforme —dijo Julián—. Encantado de marcharme. No se moleste por preparar los bocadillos de pan seco. Ya me las arreglaré para conseguir algo mejor que eso.
Se marchó de la cocina silbando. Stinker gruñó y Edgar repitió lo que antes había dicho en voz baja: «Hay que deshacerse de esa porquería».
—¿Qué es lo que dices? —preguntó Julián, de pronto, asomando la cabeza por la puerta de la cocina.
Pero Edgar no se atrevió a repetir la frase y Julián volvió a marcharse silbando alegremente, aunque no se sentía demasiado alegre. Se sentía abrumado. Al fin y al cabo, si la señora Stick se iba a poner tan difícil cada vez que le encargasen cosas para comer, no resultaría muy placentera la estancia en «Villa Kirrin».
—¿Alguien se siente inclinado a merendar pan seco con jamón? —preguntó Julián cuando estuvo con los otros—. ¿No? Pues eso es lo que ha ofrecido la señora Stick. Opino que debemos procurar comprar algo decente. Hay una tienda en el pueblo donde venden cosas muy buenas para comer.
Jorge estaba muy silenciosa durante todo el día. Como muy bien sabían los otros, estaba angustiada por su madre. Seguramente se dedicaba a pensar en su plan y en la mejor forma de llevarlo a cabo.
—¿Vamos a ir hoy a la isla Kirrin? —preguntó Julián, pensando que esto alegraría a Jorge.
Jorge movió la cabeza.
—No —dijo—. No quiero que vayamos. El bote ya está arreglado, lo sé, pero no tengo ganas. Hasta que yo no sepa que mamá se encuentra mejor no quiero salir de casa. Si papá llamase por teléfono, los Stick pueden enviar a Edgar a buscarme, cosa que no podría hacer si yo estuviese en la isla.
Los chicos pasaron el resto del día sin hacer nada. Llegó la hora del té y la señora Stick les preparó pan con mantequilla, pero sin ningún pastel. La leche estaba demasiado agria y todos tuvieron que tomar el té solo, cosa que no les gustaba.
Cuando hubieron concluido el té, los chicos oyeron a Edgar desde el otro lado de la ventana. Llevaba una escudilla de lata en la mano y la depositó fuera, encima de la hierba.
—La comida de vuestro perro —gritó.
—¿Hay alguna galleta en esa escudilla de lata que hay en el suelo, Jorge?
Jorge fue a mirar. Tim atravesó la puerta y se acercó a la escudilla. La olió. Jorge se dirigió también al sitio donde estaba la escudilla y Dick miró al perro a través de la ventana, mientras pasaba. De repente se acordó de que al can lo querían envenenar y lo llamó apresuradamente, cosa que hizo dar un salto a los demás.
—¡Tim…, Tim! ¡No toques eso!
Tim empezó a mover el rabo como indicando que de ningún modo pensaba tocar aquello. Jorge corrió junto a él y cogió la lata, que, al parecer, tenía carne cruda. La olió.
—No has tocado esto, ¿verdad, Tim? —preguntó ansiosamente.
Dick se apoyó en la ventana.
—No, no se ha comido nada. Lo he estado observando. Lo olfateó cuidadosamente, pero no quiso tocar nada. Apuesto a que la escudilla esa tiene veneno para las ratas o algo parecido.
Jorge estaba muy pálida.
—¡Oh Tim! —dijo—. Eres un perro muy inteligente. No has querido tocar la comida envenenada, ¿verdad?
—¡Guau! —ladró Tim con aire decidido.
Stinker oyó el ladrido y aplicó la nariz junto a la puerta de la cocina.
Jorge lo llamó con fuerte voz.
—¡Stinker, Stinker, ven aquí! Tim no quiere su comida. Puedes tomártela tú. Ven acá, Stinker, aquí la tienes.
Edgar llegó corriendo detrás de Stinker.
—No le des eso —dijo.
—¿Por qué no? —preguntó Jorge—. Vamos, Edgar, dime por qué no.
—A él no le gusta la carne cruda —dijo Edgar después de una pausa—. El sólo toma galletas especiales para perros.
—¡Eso es mentira! —gritó Jorge con los ojos centelleantes—. Yo lo vi ayer comiendo carne. ¡Aquí, Stinker, ven y cómete esto!
Edgar le arrebató la escudilla a Jorge y echó a correr metiéndose en la casa. Jorge quiso perseguirlo, pero Julián, que había saltado por la ventana cuando Edgar apareció, la detuvo.
—¡No, vieja amiga! —dijo—. No vas a conseguir nada. La carne está ahora probablemente ardiendo en la chimenea de la cocina. De ahora en adelante nosotros mismos le daremos de comer a Tim con carne que compremos al carnicero con nuestro propio dinero. No tengas miedo de que haya comido nada de la escudilla. Es un perro muy inteligente.
—Lo podía haber hecho si hubiera estado hambriento —dijo Jorge, con la cara verde ahora. Parecía encontrarse enferma—. Él no quiso que Stinker comiera de la escudilla porque la comida estaba envenenada. Es una prueba, ¿verdad?
—Creo que sí que lo es —dijo Julián—. Pero no te preocupes, Jorge. A Tim nadie lo envenenará.
—Podrían hacerlo, podrían hacerlo —dijo Jorge acariciando a su enorme perro en la cabeza—. Oh, no puedo soportar este pensamiento, Julián. Realmente no puedo.
—Pues no pienses más en ello —dijo Julián—. Anda, tómate una galleta.
—¿Y no piensas que los Stick pueden querer envenenarnos a nosotros también? —dijo Ana, súbitamente asustada, contemplando su galleta y haciendo conjeturas si debía morderla o no.
—No, tonta. Ellos sólo quieren acabar con Tim porque nos guarda muy bien —dijo Julián—. No te asustes. Sólo estaremos con los Stick un día o dos más y podemos pasarlo en grande. ¡Ya lo verás!
Pero Julián había dicho esto sólo para confortar a su hermanita. En su fuero interno estaba muy preocupado. Casi deseaba llevarse a Dick y a Ana a su propia casa. Pero él sabía que Jorge no hubiera querido ir con ellos. ¿Y cómo iban a poder dejarla sola con los Stick? Era enteramente imposible. Eran amigos y tenían que permanecer juntos hasta que tía Fanny y tío Quintín regresasen.