La señora Stick estaba aquella noche de muy mal humor y no había servido todavía la cena. Julián fue a preguntarle sobre el particular, pero encontró cerrada la puerta de la cocina.
Volvió con los demás con el rostro sombrío, porque todos ellos tenían mucho apetito.
—Ha cerrado la puerta —informó—. ¡Qué mujer más pesada! No creo que quiera servirnos esta noche la cena.
—Podemos esperar hasta que se vaya a la cama —dijo Jorge—. Entonces buscaremos a ver qué podemos encontrar en la despensa.
Se fueron hambrientos a la cama. Julián se puso a escuchar para saber cuándo la cocinera y Edgar se iban a la cama. Cuando oyó que subían la escalera y que cerraban la puerta del dormitorio bajó hasta la cocina. Estaba muy oscuro y cuando iba a encender la luz oyó el aliento de alguien que respiraba pesadamente. ¿Quién podría ser? ¿Acaso Stinker? No. No era ningún perro. Era la respiración de una persona. Julián se quedó quieto, con la mano en el interruptor de la luz, pasmado y algo asustado. No podía ser un ladrón, porque los ladrones no se dedican a dormir en las casas donde entran a robar. No podían tampoco ser la señora Stick ni Edgar. Entonces, ¿de quién se trataba?
Encendió la luz. La cocina se iluminó completamente y los ojos de Julián se fijaron en la figura de un hombre pequeño que estaba tendido en el sofá. Estaba durmiendo profundamente, con la boca enteramente abierta.
No tenía un aspecto muy agradable. Hacía días que no se había afeitado, y tenía la cara de un negro azulado. Parecía también que no se había lavado desde hacía tiempo, porque tenía negras las manos y las uñas. Tenía el aire desaliñado a más no poder, lo mismo que Edgar, exactamente.
«A lo mejor es el padre de Edgar —pensó Julián—. ¡Qué aspecto! Pobre Edgar, ¿cómo iba a ser mejor con un padre y una madre así?»
El hombre empezó a roncar. Julián no sabía qué hacer. Quería acercarse a la despensa y abrirla, pero por otro lado no quería tener jaleo si se despertaba el hombre. En realidad, no sabía cómo echarlo de allí, porque a lo mejor su tío y su tía estaban conformes en que el marido de la señora Stick pudiera pasar algunos días en la casa, si bien esto difícilmente podía creerlo.
Julián tenía mucha hambre. El pensar en las cosas buenas que habría en la despensa le hizo apagar la luz y acercarse en la oscuridad a la puerta de la despensa. La abrió. ¡Bien! Aquello olía a pastel o a algo parecido. Cogió algo de la despensa y aplicó la nariz. Olía a carne. ¡Un buen pastel de carne!
Tanteó de nuevo y topó con un plato que, al parecer, tenía tartas de jamón, porque eran unas cosas redondas y planas y tenían una especie de palito en medio. Bien, un pastel de carne y tartas de jamón serían suficientes para cuatro chicos hambrientos.
Julián cogió ambas cosas y salió cuidadosamente de la despensa. Empujó la puerta con el pie. Entonces se dispuso a salir de la habitación. Pero en la oscuridad se equivocó de camino y se dirigió directamente al sofá. El montón de tartas recibió una fuerte sacudida y una de ellas se vino abajo. Cayó en la boca del hombre dormido, cosa que le hizo despertar sobresaltado.
«¡Cáspita!», se dijo Julián a si mismo, empezando a retirarse sigilosamente, deseando que el hombre diera una vuelta y se volviera a dormir.
Pero el palito de la tarta había resbalado por la barbilla del hombre y lo había espabilado.
—¿Quién está ahí? ¿Eres tú, Edgar? ¿Qué estás haciendo aquí abajo?
Julián no dijo nada, pero se deslizó hacia donde creía que estaba la puerta. El hombre se levantó y se dirigió a donde creía que estaba el interruptor de la luz. Lo encontró y le dio la vuelta. Se quedó mirando atónito a Julián.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
—Justamente eso le iba yo a preguntar —repuso Julián fríamente—. ¿Qué es lo que está usted haciendo aquí, durmiendo en la cocina de mi tío?
—Tengo buenas razones para estar aquí —dijo el hombre con voz ruda—. Mi mujer es la cocinera, ¿no es así? Mi barco está cerca y yo estoy con permiso. Tu tío quedó con mi mujer en que en esos casos yo podría venir aquí, ¿sabes?
Julián quedó aterrorizado. ¡Qué terrible tener en la casa no sólo a la señora Stick, sino también a su marido! Era algo que difícilmente se podía soportar.
—Le preguntaré a mi tío si es verdad cuando telefonee por la mañana —dijo Julián—. Ahora, déjeme el paso libre, haga el favor. Voy al piso de arriba.
—¡Oh! —dijo el señor Stick fijándose en el pastel de carne y en las tartas de jamón que llevaba Julián—. ¡Oh! ¡Qué veo! ¡Estás robando cosas de la despensa!
Julián no tenía la menor gana de discutir con el señor Stick.
—Déjeme libre el camino —dijo—. Mañana hablaremos cuando mi tío telefonee.
El señor Stick no parecía querer dejar el camino libre a Julián. Este contrajo los labios y lanzó un silbido. Se oyó un ruido en el techo. ¡Era Tim, que saltaba de la cama de Jorge! Luego se oyeron pasos de perro que bajaban las escaleras y se encaminaban por el pasillo que conducía a la cocina ¡Tim se acercaba!
Olió al señor Stick en la puerta de la cocina, erizó el pelo y enseñó los dientes.
El señor Stick se dirigió rápidamente a la puerta y la cerró de un golpe ante las narices del perro. Le hizo un gesto a Julián.
—¿Qué es lo que vas a hacer ahora? —preguntó—. ¿Quiere que se lo diga? —dijo Julián repentinamente de mejor humor—. Pues voy a lanzarle a la cara este suculento pastel de carne.
Levantó el brazo y el señor Stick se apartó.
—No hagas eso —dijo—. No despilfarres ese bonito pastel de carne. Puedes irte arriba, si así lo quieres.
Empezó a acercarse al sofá. Julián abrió la puerta y Tim entró dando un salto y gruñendo. El señor Stick lo miró receloso.
—No dejes que ese antipático perrazo se me acerque —dijo—. No me gustan los perros.
—Entonces no comprendo cómo tiene a Stinker —dijo Julián—. ¡Ven aquí, Tim! Deja a ese señor. No tiene valor para resistir tus gruñidos.
Julián empezó a subir la escalera con Tim pegado a los talones. Cuando llegó arriba, los otros lo rodearon, ansiosos de saber lo que había ocurrido, pues habían oído las voces desde arriba. Rieron cuando Julián les contó cómo había estado a punto de tirar el pastel de carne a la cara del señor Stick.
—Se lo hubiera merecido —dijo Ana—. Aunque habría sido una lástima, porque no hubiéramos podido comérnoslo. Bien. La señora Stick será una mujer horrible, pero sabe cocinar. Este pastel es magnífico.
Los chicos dieron buena cuenta del pastel y también de las tartas.
Julián les contó que el señor Stick estaba de permiso.
—Tres Stick en la casa parece demasiado —dijo Dick reflexivamente—. Qué lástima que no podamos desembarazarnos de ellos y arreglárnoslas nosotros solos. Jorge, ¿no podrías mañana convencer a tu padre?
—Lo intentaré —dijo Jorge—. Pero ya sabes lo difícil que es mi padre y el trabajo que cuesta convencerlo de algo. Pero lo intentaré. Vaya, estoy muerta de sueño. Vamos, Tim, vámonos a la cama. Dormirás apoyado en mis pies. No pienso de ninguna manera que te muevas de mi lado, ahora que estos terribles Stick quieren envenenarte.
Pronto los cuatro chicos, pasada ya el hambre, dormían apaciblemente. No tenían miedo de que los Stick subieran a los dormitorios y los cogieran de improviso, porque Tim se despertaría antes y los avisaría. Tim era el mejor centinela que ellos podían tener.
Por la mañana la señora Stick, ante la sorpresa de los chicos, hizo una especie de desayuno.
—Supongo que es porque sabe que tu padre va a telefonear, Jorge —dijo Julián—. Y quiere portarse bien. ¿Cuándo te dijo que telefonearía? A las nueve, ¿verdad? Bien. Ahora son las ocho y media. Vamos a ir rápidamente a la playa unos minutos.
Fueron todos a la playa, ignorando la presencia de Edgar al pasar por el jardín, el cual les hacía morisquetas de burla. Los chicos no pudieron impedir el pensar que estaba loco. Al fin y al cabo, no se portaba como un muchacho de la edad de Julián. Cuando regresaron eran aproximadamente las nueve menos diez.
—Me voy a sentar en el cuarto de estar hasta que suene el teléfono —dijo Julián—. No quiero que el señor Stick lo oiga primero.
Pero, para su infortunio, cuando entraron en la casa oyeron a la señora Stick hablando por teléfono en el vestíbulo.
—Sí, señor —oyeron que decía—, todo está normal. Puedo arreglármelas sola con los chicos, aunque a veces hacen cosas molestas. Sí, señor. Desde luego, señor. Bien, señor, es una suerte que mi marido esté aquí. Le han dado permiso en el barco; así podrá ayudarme en muchas cosas y todo será más fácil. No se preocupe por nada, señor, y no tenga prisa en volver. Yo llevo la casa muy bien.
Jorge entró en la habitación como una exhalación, y arrancó el auricular de manos de la señora Stick.
—¡Padre! ¡Soy yo, Jorge! ¿Cómo está mamá? ¡Dímelo, rápido!
—No está peor, Jorge —dijo la voz de su padre—. Pero no podemos saber nada definitivo hasta mañana por la mañana. Estoy contento de que la señora Stick me haya dicho que todo va bien. Estoy muy trastornado y preocupado y es para mí un alivio poderle decir a tu madre que todos estáis bien y que todo va bien, y que todo se desarrolla normalmente en «Villa Kirrin».
—Pero no es así —repuso Jorge alborotadamente—. No es cierto. Todo es horrible. ¿Pueden los Stick marcharse y dejar que nos las arreglemos nosotros solos?
—Caramba, por supuesto que no —dijo la voz de su padre, con tono sorprendido y enojado—. ¿Qué es lo que piensas? Espero, Jorge, que serás razonable y te portarás bien. Puedo decirte…
—Habla con él, Julián —dijo Jorge desesperadamente, poniendo el auricular en las manos de Julián. El muchacho lo aplicó a la oreja y empezó a hablar con clara voz.
—Buenos días, señor. Soy Julián. Me alegro mucho de que tía Fanny no esté peor.
—Lo estará si se entera de que las cosas no van bien en «Villa Kirrin» —dijo tío Quintín con voz exasperada—. ¿No puedes convencer a Jorge para que entre en razón? Dios mío, ¿es que no puede aguantar a los Stick una semana o dos? Te lo digo francamente, Julián, no pienso que los Stick se vayan en mi ausencia; yo quiero que todo esté preparado en la casa para cuando vuelva tu tía. Si es que no podéis resistir su compañía, lo mejor que podéis hacer es regresar a vuestra casa con vuestros padres para el resto de las vacaciones. Pero Jorge no irá con vosotros. Ella debe quedarse en «Villa Kirrin». Ésta es mi última palabra sobre el particular.
—Pero, señor, yo querría decirle que… —empezó Julián pensando cuál sería la mejor manera de tratar con un hombre tan temperamental.
Se oyó el clic al otro lado del teléfono. Tío Quintín había colgado y se había marchado. No había ya nada más que decir. ¡Caramba! Julián contrajo los labios y miró a los otros con el ceño fruncido.
—¡Te lo tienes merecido! —dijo con voz agria la señora Stick desde el final del vestíbulo—. Ahora ya sabéis cómo irán las cosas. Yo estoy aquí y me quedaré aquí, siguiendo las órdenes de tu tío. Y a partir de ahora os vais a portar bien o todo será peor para vosotros.