Capítulo 4

Jorge leyó la carta en voz alta. No era muy larga y a todas luces se veía que se había escrito apresuradamente.

Querida Jorge:

Tu madre se ha puesto muy mala. Voy a llevarla a una clínica. No pienso dejarla hasta que no se encuentre mejor. Esto podrá tardar varios días o tal vez una semana. Te telefonearé todos los días a las nueve de la mañana para decirte cómo se encuentra. La señor Stick se cuidará de todos vosotros. Trata de que todo vaya bien hasta que esté de vuelta.

TU PADRE

—¡Oh, querida! —exclamó Ana viendo qué apenada estaba Jorge. Jorge quería mucho a su madre, y por una vez aparecieron lágrimas en sus ojos. Jorge nunca lloraba, pero era terrible volver a casa y encontrarse con que su madre había tenido que marcharse porque estaba muy enferma. ¡Y también su padre se había marchado! Sólo quedaban en la casa la señora Stick y Edgar.

—Qué pena me da que mi madre se haya tenido que ir —sollozó Jorge, de pronto, apoyando la cabeza en un cojín—. Ella… ella a lo mejor no vuelve jamás.

—No seas tonta, Jorge —dijo Julián sentándose y rodeándola con el brazo—. Claro que volverá. ¿Por qué no iba a hacerlo? Ya has visto que tu padre estará sólo unos días con ella hasta que se encuentre mejor, cosa que ocurrirá pronto. ¡Animo! No es propio de ti encontrarte de esa manera.

—Pero ni siquiera les he dicho adiós —sollozó la pobre Jorge—. Y yo le encargué a mi madre que convenciera a la señora Stick para que hiciera los bocadillos en lugar de hacerlo yo. Necesito ir a ver a mamá y ver por mí misma cómo está.

—No sabes dónde se la han llevado, y aunque lo supieras, seguramente no te dejarían entrar a verla —dijo Dick—. Vamos a tomar el té. Así nos encontraremos mejor.

—Yo no puedo comer nada —dijo Jorge fieramente. Tim puso la nariz entre sus manos e intentó lamerla, mientras lloriqueaba un poco.

—¡Pobre Tim! No lo puede entender —dijo Ana—. Está terriblemente trastornado al verte llorar, Jorge.

Esto hizo que Jorge se calmase. Se restregó los ojos con las manos y dejó que Tim le lamiera las mejillas humedecidas. Pareció sorprenderse del sabor salado. Entonces intentó lamer las rodillas de Jorge.

—No seas tonto, Tim —dijo Jorge con voz normal—. No estés trastornado. He tenido una emoción, eso es todo. Ahora estoy mejor, Tim. No lloriquees así, tontuelo. Estoy muy bien. No me duele nada.

Pero Tim estaba seguro de que Jorge estaba muy apenada y siguió lamentándose y apoyándose con las patas en Jorge, intentando lamerle las rodillas.

Julián abrió la puerta.

—Voy a decirle a la señora Stick que queremos ya el té —dijo, saliendo de la habitación. Los otros pensaron que era bastante valiente al enfrentarse con la señora Stick.

Julián se dirigió a la puerta de la cocina y la abrió. Edgar estaba allí sentado, con una mejilla encarnada, allí donde Jorge le había dado la bofetada. La señora Stick estaba allí, con aire avinagrado.

—Si esa chica le pega a mi Edgar otra vez, se las entenderá conmigo —dijo, amenazadoramente.

—Edgar se merecía lo que le ha ocurrido —dijo Julián—. ¿Podemos tomar ya el té, por favor?

—Tengo muy buenas razones para no haceros nada —dijo la señora Stick. El perro estaba en pie mirando a Julián desde su rincón y empezó a gruñirle. —¡Eso está bien, Tinker! ¡Ladrarle a las personas que le pegan a Edgar! —dijo la señora Stick.

Julián no se amedrentaba por el perro.

—Si no quiere prepararnos el té, lo haré yo mismo —dijo el muchacho—. ¿Dónde está el pan y las pastas?

La señora Stick se encaró con Julián y éste la miró resueltamente. Pensó que era una mujer muy desagradable y no le iría detrás con ruegos, por supuesto. Hubiera querido poderle decir que se marchara, pero ella no le habría hecho caso. Sería gastar saliva.

La señora Stick movió los ojos primero.

—Os prepararé el té —dijo—. Pero si tengo un poco de sentido común no os haré más comida.

—Y si yo tengo un poco de sentido común llamaré a la policía —dijo Julián inesperadamente. Él no había querido decir eso. Le había salido de pronto, pero lo que dijo produjo un efecto sorprendente en la señora Stick. Parecía alarmada.

—No vale la pena molestarse —dijo con una voz más cortés—. Hemos tenido todos una emoción y estamos trastornados. En seguida os prepararé el té.

Julián salió de la habitación, maravillado del efecto que había producido en la señora Stick lo de llamar a la policía. Quizá lo que le asustaba era pensar que la policía habría llamado a tío Quintín, y éste hubiera regresado hecho una fiera. ¡A tío Quintín le traían sin cuidado un centenar de señoras Stick!

Volvió con los otros.

—El té lo servirán en seguida. ¡A ver si nos animamos!

Cuando la señora Stick trajo el té no resultaba muy agradable estar sentado a la mesa. Jorge estaba sofocada por haber llorado. Ana estaba todavía trastornada. Dick intentó animarlos a todos contando algunos chistes, pero sonaban tan aburridos que pronto abandonó la empresa. Julián estaba muy serio y ponderado. Parecía una persona mayor. Tim se sentó al lado de Jorge con la cabeza apoyada en su rodilla.

«Cómo me gustaría tener un perro que me quisiera tanto», pensó Ana. Tim miraba a su amita con sus pardos ojos en actitud devota. No tenía ojos ni oídos más que para Jorge, ahora que ella estaba triste.

Ninguno sabía qué les iban a poner con el té, pero de todos modos era bueno y cuando terminaron todos se sentían mejor. Nadie quería ir a la playa, por si acaso sonaba el teléfono y dieran noticias del estado de la madre de Jorge. Por eso se sentaron todos en el jardín, pendientes del teléfono.

Desde la cocina llegó una canción.

Jorgita, Jorgita, pastel y salchicha, se sienta y se pone a llorar, Jorgita, Jorgita…

Julián se levantó. Se dirigió a la ventana de la cocina y miró dentro. Edgar estaba allí solo.

—¡Sal fuera, Edgar! —dijo Julián con voz agria—. ¡Te enseñaré a cantar otra canción! ¡Venga! ¡Sal!

Edgar no se movió.

—¿Es que no puedo cantar si quiero? —dijo.

—Oh, sí —dijo Julián—. Pero no esa canción. Te voy a enseñar otra. ¡Sal!

—No quiero —dijo Edgar—. Tú quieres pegarme.

—Exacto —dijo Julián—. Pienso que una pequeña paliza te sentará mejor que cantar esa canción metiéndote con una chica. ¿Vas a salir? ¿O quieres que entre yo?

—¡Mamá! —llamó Edgar sintiendo pánico de repente—. ¡Mamá! ¿Dónde estás?

Julián de pronto metió su largo brazo por la ventana de la cocina y cogió por su larga nariz a Edgar, zarandeándolo tan fuerte que Edgar gritó, lleno de pánico.

—¡Déjame! ¡Suéltame! ¡Me estás haciendo daño! ¡Suéltame! ¡Me estás haciendo daño! ¡Suéltame, por Dios!

La señora Stick entró precipitadamente en la cocina. Dio un grito cuando vio lo que estaba haciendo Julián. Voló hacia él. Julián retiró el brazo y quedó esperando al otro lado de la ventana.

—¡Cómo te atreves! —gritó la señora Stick—. ¡Primero esa chica le da una bofetada y ahora tú le retuerces la nariz! ¿Qué os pasa a todos vosotros?

—Nada —dijo Julián placenteramente—. Se trata de que sólo queremos castigar a Edgar. Ya sé que es tarea de usted, pero parece que no lo ha hecho nunca.

—Eres un insolente —dijo la señora Stick, ultrajada y furiosa.

—Sí, me atrevo a decir que lo soy —dijo Julián—. Se me ha pegado de Edgar. También de Stinker.

Esto enfureció más a la señora Stick.

—¡Stinker! —gritó—. Ese no es el nombre de mi perro, y bien que lo sabes tú.

—Realmente debería ser —dijo Julián empezando a marcharse—. Déle un buen baño y tal vez entonces le llamaremos Tinker.

Dejando a la señora Stick murmurando furiosa, volvió con los otros. Lo miraron con curiosidad. Parecía un Julián diferente: un Julián muy determinado y resuelto, un Julián muy mayor, un Julián que asustaba un poco.

—Me temo que la manteca esté en el fuego ahora —dijo Julián sentándose en la hierba—. Le he retorcido a Edgar las narices y su mamá me ha visto. Creo que esto es la guerra. A partir de ahora no podremos estar tranquilos ni un momento. Dudo que nos pongan más comida.

—Lo haremos nosotros mismos, entonces —dijo Jorge—. No puedo ver a la señora Stick ni a ese horrible Edgar, ni a ese terrible Stinker. Estoy deseando que vuelva Juana.

—¡Mirad, ahí está Stinker! —dijo Dick de pronto, sujetando a Tim con la mano, el cual se había incorporado dando un gruñido. Pero Tim eludió las manos de Dick y empezó rápidamente a correr a través de la hierba. Stinker profirió un calamitoso aullido e intentó escapar. Pero Tim lo había ya cogido por el pescuezo y lo zarandeaba.

La señora Stick apareció con una estaca y empezó a dar estacazos, no pareciendo preocuparle mucho a qué perro le daba en concreto. Julián echó a correr en busca de la manga de riego. Edgar, de un salto se metió en la casa, recordando lo que le había ocurrido antes con la manga.

El agua empezó a salir y Tim dio un suspiro y dejó ir al aullante mestizo que tenía entre los dientes. Stinker, al punto se precipitó sobre la señora Stick e intentó esconderse entre sus faldas, temblando de terror.

—¡Envenenaré a vuestro perro! —gritó furiosa la señora Stick a Jorge—. Siempre ataca al mío. O cuidas de que no se repita o lo enveneno.

Desapareció tras la puerta y los cuatro chicos se sentaron de nuevo. Jorge parecía alarmada.

—¿Y si intenta realmente envenenar a Tim? —preguntó a Julián con voz asustada.

—Es capaz —dijo Julián con voz profunda—. Pienso que lo mejor será que tengamos a Tim siempre con nosotros, día y noche, y que sólo nosotros le demos de comer de nuestros propios platos.

Jorge acercó hacia sí a Tim, horrorizada ante la idea de que alguien estuviera dispuesto a envenenarlo. Pero la señora Stick era terrible y muy capaz de hacer una cosa así pensó Jorge. ¡Cómo ansiaba que su padre y su madre volvieran!. Era horrible el estar solos de esa manera.

El teléfono sonó de repente e hizo que todos se levantaran. Tim empezó a gruñir. Jorge se metió en casa y cogió el auricular. Oyó la voz de su padre y su corazón empezó a latir violentamente.

—¿Eres tú, Jorge? —preguntó su padre—. ¿Estáis todos bien? No tuve tiempo de quedarme para contároslo todo.

—Padre, ¿cómo está mamá? Dímelo rápido —dijo Jorge.

—No podremos saberlo hasta pasado mañana —dijo su padre—. Yo telefonearé mañana por la mañana y también al día siguiente. No puedo regresar hasta que no sepa que ella está mejor.

—Oh, padre, es terrible estar aquí sin ti y sin mamá —dijo la pobre Jorge—. La señora Stick es horrible.

—Ahora, Jorge —dijo su padre con aire impaciente—, estoy seguro de que vosotros podréis arreglaros solos mientras yo estoy fuera. No me metáis más complicaciones en la cabeza, que ya tengo bastante con la enfermedad de tu madre.

—¿Cuándo crees que volverás? —preguntó Jorge—. ¿No puedo ir yo a ver a mamá?

—No —dijo su padre—. Han dicho que no podrá ser hasta dentro de dos semanas. Yo estaré de vuelta tan pronto como pueda. Pero ahora no pienso dejar a tu madre sola. Ella me necesita. Adiós, y que seáis todos buenos.

Jorge colgó el teléfono. Se volvió a los otros.

—No sabrán nada acerca del estado de mamá hasta pasado mañana —dijo—. Tenemos que arreglárnoslas solos con la señora Stick hasta que papá vuelva. Y, Dios mío, ¡a saber cuándo volverá! ¿No es terrible?