El bote de Jorge estaba casi arreglado, pero no del todo. Le faltaba todavía una capa de pintura. Resultaba muy alegre, porque Jorge había escogido una reluciente pintura roja. Los remos estaban también pintados de rojo.
—Oh, ¿hay posibilidad de que esté terminado esta tarde? —preguntó Jorge al hombre que arreglaba el bote.
Este movió la cabeza.
—No, Jorge —dijo—. Os llenaríais todos de pintura. Estará dispuesto mañana, pero no antes.
A los chicos les hacía gracia oír que el hombre del bote o el pescador llamase a su prima Jorge. Todos los del pueblo sabían de qué modo ella anhelaba parecer un chico. Sus primos conocían también qué fiera y orgullosa era, y se decían riendo: «Bien: todos saben que ella se comporta como un muchacho, y si quiere que la llamen Jorge en lugar de “señorita Jorgina”, allá ella. Bien merecido se lo tiene».
Por eso Jorgina era el «señorito Jorge» y estaba muy orgullosa con sus jerseys y shorts cuando iba a la playa y remaba tan bien como cualquier pescador y nadaba mejor que todos sus primos.
—Iremos a la isla mañana, entonces —dijo Julián—. Hoy merendaremos en la playa. Luego daremos un paseo.
Merendaron en la arena, con Tim a su lado, el cual compartía más de la mitad del ágape. Los bocadillos no estaban muy buenos. El pan era demasiado rancio; no tenían dentro bastante mantequilla y, en general, estaban duros. Pero eso a Tim le traía sin cuidado. Engulló todos los que pudo, moviendo el rabo tan frenéticamente que echaba arena encima de los chicos.
—Tim, saca el rabo de la arena si quieres moverlo —dijo Julián quitándose arena de la cabeza por cuarta vez. Tim volvió a mover el rabo con gran fuerza desparramando gran cantidad de arena. Todos rieron.
—Vamos a dar un paseo ahora —dijo Dick—. Mis piernas tienen ganas de hacer ejercicio. ¿A dónde vamos?
—Podemos ir a la parte más alta de las rocas, desde donde podemos ver bien la isla. ¿Qué os parece? —dijo Ana—. Jorge, ¿está todavía allí el barco?
Jorge movió la cabeza. Los chicos una vez tuvieron una excitante aventura con un viejo navio hundido que había en el fondo del mar. Una gran tormenta lo había sacado del fondo de las aguas, incrustándolo firmemente entre las rocas. Entonces pudieron explorar el barco, donde encontraron un plano del castillo con indicaciones de dónde se hallaba un tesoro escondido.
—¿Os acordáis cómo encontramos el viejo mapa en el barco y cómo buscamos los lingotes de oro y los encontramos? —dijo Julián con los ojos brillantes—. ¿No se ha desmoronado todavía el barco, Jorge?
—No —dijo Jorge—. No lo creo. Está metido entre las rocas del otro lado de la isla, y por eso no se puede ver desde aquí. Pero podremos echarle un vistazo mañana.
—Sí, lo haremos —dijo Ana—. ¡Pobre viejo barco! Supongo que no durará allí muchos inviernos.
Fueron por la parte alta de las rocas con Tim haciendo cabriolas delante de ellos. Pudieron ver la isla fácilmente, así como el castillo que se destacaba en medio.
—Allí está la torre de los grajos —dijo Ana mirando—. La otra torre se vino abajo, ¿verdad? ¡Mira los grajos volando en círculo alrededor de la torre, Jorge!
—Sí. Construyen sus nidos todos los años —dijo Jorge—. ¿No os acordáis de los montones de palitos que había alrededor de la torre de los grajos, dejados por éstos cuando construían sus nidos? Cogimos unos cuantos e hicimos fuego.
—Me gustaría hacerlo otra vez. Ya lo creo que me gustaría. Lo haremos todas las noches si nos pasamos una semana en la isla. Jorge, ¿le pediste permiso a tu madre?
—Oh, sí —dijo Jorge—. Dijo que creía que podíamos ir, pero que ya veríamos.
—No me gusta que los mayores digan que ya veremos. Muchas veces eso quiere decir que no nos dejan hacer lo que queremos, pero que no quieren decírnoslo por el momento.
—Bueno, pero espero que al final nos dejará —dijo Jorge—. Al fin y al cabo, somos mucho mayores que el año pasado. Julián ya ha pasado de los doce años, y yo pronto, lo mismo que Dick. Sólo Ana es pequeña.
—No soy pequeña —repuso Ana, indignada—. Soy tan fuerte como tú. Pero no puedo impedir ser algo más joven.
—¡Ea, ea, nena! —dijo Julián dando palmaditas en la espalda a su enfurecida hermanita—. ¡Hola, fijaos! ¿Qué es eso que veo en la isla?
Había notado algo extraño en la isla mientras daba palmaditas a Ana. Todos se pusieron a mirar la pequeña isla Kirrin.
—¡Seguro que es! ¡No puede ser!
Jorge profirió una exclamación.
—¡Caramba, una columna de humo!, ¡humo! Hay alguien en mi isla.
—Oh, nuestra isla —corrigió Dick—. Ese humo debe de provenir de algún barco que esté detrás de la isla. Lo que pasa es que no lo podemos ver, eso es todo. Pero apuesto a que el humo es de un barco. Sabemos que nadie puede ir a la isla, salvo nosotros. Los demás no conocen el camino.
—Si alguien ha ido a mi isla —empezó Jorge, hecha una fiera—, si alguien ha ido a mi isla, yo… yo… yo…
—Tú estallarás y te convertirás en humo —dijo Dick—. Ahora ya no se ve. Estoy seguro de que se trataba de un barco que echaba humo.
—¡Si mi bote estuviera ya arreglado! —dijo Jorge, impaciente—. Esta tarde iré por él. Estoy dispuesta a llevarme el bote aunque la pintura esté húmeda todavía.
—¡No seas idiota! —dijo Julián—. Sabes muy bien qué bronca nos llevaríamos si volviéramos a casa con las ropas y las cosas manchadas de rojo. Ten sentido común, Jorge.
Jorge olvidó la idea. Escudriñó el horizonte para ver si aparecía algún barco de vapor por uno u otro lado de la isla, dispuesto a entrar en la bahía, pero el barco no apareció.
—Probablemente ha anclado en cualquier sitio —dijo Dick—. ¡Vámonos ya! ¿Es que vamos a pasarnos el resto del día aquí plantados?
—Creo que lo mejor será volver a casa —dijo Julián, consultando su reloj de pulsera—. Es casi la hora del té. Espero que tu madre se haya levantado, Jorge. Es mucho más divertido cuando ella está en la mesa.
—Oh, espero que se haya levantado —dijo Jorge—. Vámonos ya. Regresemos.
Mientras regresaban seguían contemplando la isla Kirrin, pero lo único de particular que podían ver eran los grajos y las gaviotas inundando el cielo, pero nada de humo. Seguramente se trataba de un barco.
—De todas formas, mañana iré a echar un vistazo —dijo Jorge firmemente—. Si alguien ha entrado en mi isla, lo echaré.
—Nuestra isla —corrigió Dick—. Jorge, quisiera que recordaras que dijiste que la repartirías entre nosotros.
—Sí, lo haré —dijo Jorge—. Pero no puedo impedir el sentir que todavía es mía. ¡Vamos aprisa! Empiezo a tener hambre.
Por fin llegaron a «Villa Kirrin». Pasaron por el vestíbulo y se metieron en el cuarto de estar. Ante su sorpresa, Edgar estaba allí, leyendo uno de los libros de Julián.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Julián—. Y ¿quién te ha dicho que puedes coger mi libro?
—No estoy haciendo daño a nadie —dijo Edgar—. Si quiero leer un rato tranquilamente, ¿no puedo hacerlo?
—Espera a que mi padre regrese y te encuentre aquí —dijo Jorge—. Y si has estado en su despacho, verás cómo lo sentirás.
—Sí, he estado allí —dijo Edgar, sorprendido—. He visto esos instrumentos tan bonitos con los que trabaja.
—¡Cómo te has atrevido! —exclamó Jorge poniéndose pálida de rabia—. Ni siquiera nos permiten a nosotros que entremos allí. ¡Y, además, haber tocado sus cosas!
Julián observó a Edgar con curiosidad. No podía imaginar cómo era posible que el muchacho se hubiera vuelto de pronto tan insolente.
—¿Dónde está tu padre, Jorge? —preguntó—. Creo que será mejor que lo llamemos para que departa un poco con Edgar. Edgar parece que está loco.
—Llamadlo si queréis —dijo Edgar, todavía recostado en el sofá y pasando las hojas del libro de Julián insolentemente—. Él no vendrá.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Jorge, asustada de pronto—. ¿Dónde está mi madre?
—Llámala a ella también, si quieres —dijo el chico con aire socarrón—. ¡Venga! ¡Llámala!
Los chicos, de pronto, se sintieron asustados. ¿Qué era lo que quería decir Edgar? Jorge salió corriendo escaleras arriba hacia el dormitorio de su madre, llamándola a grandes voces.
—¡Madre! ¡Madre! ¿Dónde estás?
Pero la cama de su madre estaba vacía. No estaba hecha, pero sí vacía. Jorge se metió en los otros dormitorios, llamando desesperadamente:
—¡Madre! ¡Madre! ¡Padre! ¿Dónde estáis?
Pero no hubo contestación. Jorge corrió escaleras abajo con la cara blanca como el papel.
Edgar le hizo un gesto.
—¿Qué te había dicho? —dijo—. Te dije que podías llamar todo lo que quisieras, que ellos no vendrían.
—¿Dónde están? —preguntó Jorge—. ¡Dímelo en seguida!
—A ver si los encuentras —dijo Edgar.
Se oyó una sonora bofetada y Edgar se incorporó, guareciéndose la mejilla izquierda con la mano. Jorge lo había abofeteado con todas sus fuerzas. Edgar levantó la mano para devolverle el bofetón, pero Julián se le encaró.
—No pelearás con Jorge —dijo—. Es una chica. Si quieres pelea, aquí estoy yo.
—No importa ser una chica —dijo Jorge intentando apartar a Julián—. Voy a pelear con Edgar y le voy a golpear. Ya verás si no.
Pero Julián la apartó a un lado. Edgar empezó a acercarse a la puerta, pero allí estaba Dick.
—Un momento —dijo Dick—. Antes de que te vayas, ¿dónde están nuestros tíos?
—Gr-r-r-r-r-r —gruñó Tim con voz amenazadora, cosa que hizo espantarse a Edgar. El perro enseñaba sus enormes dientes, con el pelo del cuello erizado, y tenía un aspecto sobrecogedor.
—Coged al perro —dijo Edgar con voz temblona—. Parece que quiere abalanzarse sobre mí.
Julián cogió a Tim por el collar.
—¡Quieto, Tim! —dijo—. Ahora, Edgar, cuéntanos lo que queremos saber, y cuéntanoslo en seguida, o lo vas a pasar mal.
—Bien, no hay mucho que contar —dijo Edgar sin separar la vista de Tim. Miró a Jorge y siguió—: Tu madre se ha puesto de pronto muy enferma, con terribles dolores; han llamado al doctor y se la han llevado a una clínica. Y tu padre ha ido con ella. ¡Eso es todo!
Jorge se sentó en el sofá, con la cara tan pálida que parecía enferma.
—Oh —dijo—. ¡Pobre madre! Ojalá no hubiéramos salido esta mañana. ¿Cómo nos enteraremos de lo que ha ocurrido?
Edgar había salido de la habitación cerrando la puerta tras él. Tim no lo había seguido. Se oyó también un portazo en la cocina. Los chicos quedaron mirándose unos a otros, con aire abatido. ¡Pobre Jorge! ¡Pobre tía Fanny!
—Seguramente han dejado una nota en cualquier sitio —dijo Julián echando un vistazo por todo el rededor. Vio una carta puesta en el borde del gran espejo que había en la habitación, dirigida a Jorge. Se la dio a ella. Era del tío Quintín.
—Léela rápido —dijo Ana—. ¡Oh, querida, esto es realmente un mal comienzo para nuestras vacaciones!