Era maravilloso levantarse al día siguiente por la mañana en «Villa Kirrin» y ver como el sol se introducía resplandeciente por las ventanas y oír el ruido del mar. Resultaba encantador salir de la cama e ir corriendo a contemplar el mar azul y la magnífica isla Kirrin destacándose a la entrada de la bahía.
—Voy a darme un baño antes del desayuno —dijo Julián poniéndose el traje de baño—. ¿Vamos, Dick?
—Espera —dijo Dick—. Avisemos a las chicas.
Al cabo de poco estaban todos camino de la playa, con Tim galopando tras ellos, moviendo vertiginosamente el rabo y con la lengua fuera. Se metió en el agua con los demás y nadó alrededor de ellos. Todos eran unos magníficos nadadores, pero Julián y Jorge eran los mejores.
Cogieron las toallas y se secaron, poniéndose acto seguido los shorts y los jerseys. Entonces emprendieron el regreso dispuestos a desayunarse, con más apetito que un cazador. Ana vio a un chico en la parte trasera del jardín y no pudo disimular su sorpresa.
—¿Quién es ése? —dijo.
—Oh, es Edgar, el hijo de la señora Stick —dijo Jorge—. No me es simpático. Siempre está molestando, sacándonos la lengua y diciendo palabrotas.
Edgar estaba cantando cuando los otros llegaron a la puerta. Ana se paró para escuchar.
—¡Jorgita, Jorgita, pastel y salchicha! —cantó Edgar, haciendo el tonto. Representaba unos trece o catorce años y tenía aspecto de pillete—. ¡Jorgita, Jorgita, pastel y salchicha!
Jorge se puso encarnada.
—Siempre está cantando eso —dijo furiosamente—. Supongo que lo hace porque a mí me llaman Jorge. Se cree muy listo. No lo puedo tragar.
Julián se encaró con Edgar.
—¡Eh, tú, a ver si te callas! ¡No tienes ninguna gracia, tonto!
—Jorgita, Jorgita —empezó Edgar otra vez con una estúpida sonrisa en su ancho y encarnado rostro. Julián dio unos pasos hacia él. Edgar desapareció rápidamente metiéndose en la casa.
—No lo puedo tolerar —dijo Julián con voz decidida—. Me maravilla que no hayas hecho nada, Jorge. Me maravilla que no le hayas dado de bofetadas, o puntapiés, arrancado las orejas y otras cosas por el estilo. Tú sueles ponerte hecha una fiera con estas cosas.
—Sí, realmente no he hecho nada —dijo Jorge—. Yo me siento enfurecida por dentro cuando oigo a Edgar cantar esas canciones estúpidas que se refieren a mí, cambiándome el nombre. Pero, como sabes, mamá no se encuentra bien, y si yo me metiera con Edgar, la señora Stick dejaría esta casa y la pobre mamá tendría que hacer todo el trabajo, cosa que no es posible por ahora. Por eso me aguanto, lo mismo que Tim.
—¡Eres magnífica! —dijo Julián, admirado, porque él sabía muy bien qué duro era para Jorge contener a veces su temperamento.
—Voy a ver si mamá quiere que le llevemos el desayuno a la cama —dijo Jorge—. Encárgate de Tim, ¿quieres? Si Edgar aparece otra vez, a lo mejor no se puede aguantar y se lanza sobre él.
Julián cogió a Tim por el collar. Este había lanzado algunos gruñidos cuando Edgar estaba en el jardín, pero ahora estaba quieto entregado a la tarea de olfatear el suelo con las narices crispadas.
De pronto, un perro con apariencia de sarnoso apareció por la puerta de la cocina. Tenía la piel de un blanco sucio, con diferentes tonalidades que le daban el aspecto de estar llena de remiendos. El rabo lo llevaba entre las piernas.
—¡Guaaaau! —ladró Tim alegremente, y se lanzó contra el perro. Empujó fuertemente a Julián, porque era un perro muy corpulento, y el muchacho tuvo que soltar el collar. Tim saltó disparado hacia el otro perro, que profirió un espantoso lamento e intentó desaparecer otra vez por la puerta de la cocina.
—¡Tim! ¡Ven aquí, Tim! —gritó Julián. Pero Tim no oía nada. Estaba muy atareado intentando destrozar las orejas del otro can, o, por lo menos, eso era lo que parecía que pensaba hacer. El otro perro ladró y la señora Stick apareció con una cacerola en la mano.
—¡Llamad a ese perro! —gritó. Intentó golpear a Tim con la cacerola, pero se equivocó y le pegó a su propio perro, el cual empezó a ladrar más todavía.
—¡No le pegue con eso! —dijo Julián—. Le hará daño al perro. ¡Eh, Tim… Tim!
Edgar apareció entonces. Parecía muy asustado. Cogió una piedra del suelo y apuntó hacia Tim.
Ana chilló:
—¡No tires la piedra, no la tires, no, niño malo!
En medio de todo ese tumulto apareció de pronto tío Quintín, con aire de mal humor e irritable.
—¡Ya está bien! ¿Qué es lo que sucede? En mi vida he oído tal escándalo.
Entonces apareció Jorge por la puerta, que cruzó rauda como el viento, dispuesta a rescatar a Tim. Se lanzó sobre los dos perros y trató de apartar a Tim. Su padre le gritó.
—Ven aquí, tú, tontina. ¿No sabes hacer nada mejor que separar a dos perros con las manos? ¿Dónde está la manga de riego?
Estaba cerca. Julián corrió hacia ella, abrió la espita y apuntó hacia los perros. Al momento el chorro de agua los obligó a separarse, sorprendidos. Julián vio a Edgar que estaba cerca y no pudo resistir la tentación de enfocarlo un momento con la manga. Edgar dio un grito y desapareció rápidamente.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó tío Quintín, enojado—. Jorge, ata a Tim en seguida. Señora Stick, ¿no le he dicho que no deje salir al perro de la cocina si no está atado? No estoy dispuesto a tolerar que vuelvan a pasar cosas como ésta. ¿Y el almuerzo? Ya sé. Retrasado, como de costumbre.
La señora Stick desapareció, refunfuñando, por la cocina, llevándose consigo a su remojado perro. Jorge, huraña, ató a Tim. Éste se sentó en su perrera y miró a su amita con ojos suplicantes.
—Te he dicho que no le hagas el menor caso a ese perro sarnoso —dijo Jorge severamente—. Ahora ya ves lo que ha ocurrido. Has conseguido que mi padre se ponga de mal humor para el resto del día, y la señora Stick está tan enfurruñada que no querrá hacer ningún pastel para la hora del té.
Tim lanzó un gemido y apoyó la cabeza contra las patas. Se lamió un poco los pelos con la punta de la lengua. Era bien triste estar atado, pero, de todas formas, había conseguido morder un poco las orejas al otro perro.
Poco después se dirigían todos a almorzar.
—Siento haber soltado a Tim —dijo Julián a Jorge—. Pero es que me daba unos tirones que estuvo a punto de arrancarme el brazo. ¡Me resultaba imposible retenerlo! Es mucho más fuerte que el otro perro, ¿verdad?
—Sí —dijo Jorge, orgullosa—. Lo es. Se hubiera comido de un bocado al perro de la señora Stick si lo hubiésemos dejado. Y también a Edgar.
—Y a la señora Stick —dijo Ana—. A todos. No me gusta ninguno de ellos.
El almuerzo no resultaba muy agradable, porque tía Fanny no estaba allí, pero sí tío Quintín, y tío Quintín, cuando estaba de mal humor, no era una persona muy a propósito para alegrar el almuerzo. Riñó a Jorge y a los otros. ¡Ana casi hubiera deseado que no hubieran ido a «Villa Kirrin»! Pero su espíritu se tranquilizó cuando pensó en el resto del día: seguramente comerían fuera, tal vez en la playa o quizás en la misma isla Kirrin. Tío Quintín no iba a estar siempre con ellos estropeándolo todo.
La señora Stick apareció para llevarse los platos y traer la carne de cerdo. Puso los platos unos encima de otros sobre la mesa, con gran ruido.
—No es necesario que haga eso —dijo tío Quintín, irritable. La señora Stick no dijo nada. ¡Estaba muy enfadada con tío Quintín, por supuesto! Puso silenciosamente el último plato encima de los demás.
—¿Qué vais a hacer hoy? —preguntó tío Quintín hacia el final del almuerzo. Empezaba a encontrarse algo más contento y no le gustaba estar rodeado de rostros sombríos.
—Hemos pensado en ir de excursión —dijo Jorge ávidamente—. Le he pedido permiso a mamá y ha dicho que sí, con tal que la señora Stick nos prepare unos bocadillos.
—Bien. Supongo que no se lo tomará muy a pecho —dijo tío Quintín intentando hacer gracia. Todos sonrieron cortésmente—. Pero podéis pedírselo.
Hubo un silencio. A nadie le gustaba la idea de pedir a la señora Stick que hiciera los bocadillos.
—Cómo me hubiera gustado que no hubiera traído a Stinker —dijo Jorge lúgubremente—. Todo sería mucho más fácil si él no estuviera aquí.
—¿Es ése el nombre de su hijo? —preguntó tío Quintín.
Jorge hizo un gesto.
—Oh, no. Yo me refería al perro. Se llama Tinker, pero yo le llamo Stinker[1] por lo mal que huele.
—No parece un nombre muy bonito —dijo su padre, entre las risas de los demás.
—No —dijo Jorge—. Pero es un perro muy antipático.
Al final fue tía Fanny la que consiguió de la señora Stick que hiciera los bocadillos. La señora Stick fue a servir el desayuno a la cama a tía Fanny y entonces convinieron en lo de los bocadillos, aunque a la cocinera no le hizo gracia.
—Yo no me comprometí al principio a trabajar para tres chicos más —dijo, huraña.
—Ya le advertí que vendrían, señora Stick —dijo tía Fanny pacientemente—. Yo no sabía que iba a estar enferma cuando ellos viniesen. Si yo hubiese estado bien hubiera podido hacer los bocadillos y muchas otras cosas. Solamente le pido que trabaje lo mejor que pueda hasta que yo me encuentre mejor. Quizás mañana esté ya bien. Dejemos que los chicos se diviertan durante una semana y entonces, si todavía me encuentro mal, estoy segura de que la ayudarán a usted un poco en su trabajo. Pero lo principal es que lo pasen bien durante unos días primero.
Los chicos cogieron sus bocadillos y salieron de la casa. En el camino encontraron a Edgar, con su acostumbrado aspecto de pillete.
—¿Por qué no me dejáis ir con vosotros? —preguntó—. Dejadme acompañaros a esa isla. Sé muchas cosas sobre ella, ya lo creo.
—No, tú no sabes nada sobre la isla —dijo Jorge con ojos relampagueantes—. Y yo no te llevaré nunca allí. La isla es mía ¿entiendes? Bueno, nuestra. Pertenece a nosotros cuatro y también a Tim. Nunca permitiremos que vayas.
—Qué va a ser vuestra la isla —dijo Edgar—. ¡Eso es una mentira!
—No tienes la menor idea de lo que estás hablando —dijo Jorge despreciativamente—. ¡Vámonos ya! ¡No debemos despilfarrar el tiempo hablando con Edgar!
Dejaron a Edgar con una buena rabieta encima. Cuando se hubieron alejado un buen trecho, levantó la voz:
Jorgita, Jorgita, pastel y salchicha, ella sabe cómo decir mentiras, Jorgita, Jorgita, pastel y salchicha.
Julián hizo el gesto de retroceder para encararse con el zafio Edgar, pero Jorge le contuvo.
—Si le haces algo se lo contará a su madre y ésta se marchará de la casa, y entonces mamá no tendrá quien la ayude —dijo—. No tenemos más remedio que aguantarnos. ¡Odioso niño! No puedo tragar su nariz de granuja y sus ojos de mirada retorcida.
—¡Guau! —ladró Tim vivamente.
—Tim dice que odia el miserable rabo de Stinker y sus estúpidos ojos —explicó Jorge, cosa que hizo soltar la carcajada de los demás. Empezaban a encontrarse más animados.
Pronto dejaron de oír la tonta canción de Edgar y olvidaron todo lo concerniente a ello.
—Vamos a ir a ver si tu bote está ya arreglado —dijo Julián—. Si es así, podremos ir remando hasta nuestra querida isla.