Antes de que hubieran concluido con el desayuno, el potente motor del coche del inspector se dejó oír por el camino. Traía en su compañía un vivaz agente, a fin de que tomara nota de la declaración de los niños.
—Hola, ¿qué hay? —preguntó el inspector, echando una ojeada a la espléndida exhibición de golosinas que ocupaban el banco—. Ya veo que os cuidáis como es debido.
—¿Quiere usted un poco de pan reciente con miel? —preguntó Ana, con sus más exquisitos modales—. ¡Sí, por favor, si tenemos bastante!
—Gracias —contestó el inspector sentándose con ellos.
Entre tanto, el otro policía vagaba de un lado a otro, examinándolo todo. El inspector devoraba su pan con miel a dos carrillos, mientras los chiquillos le relataban su extraordinaria aventura.
—Tuvo que haber constituido la más desagradable de las sorpresas para aquellos dos tipejos el encontrarse vuestras carretas precisamente encima de la entrada de su escondite —comentó el inspector—. Sí, de las más desagradables.
—¿Han examinado ya las mercancías? —preguntó Dick con ansiedad—. ¿Son valiosas?
—De una riqueza incalculable —contestó el inspector, al tiempo que cogía otro pedazo de pan y lo untaba generosamente de miel—. Incalculable —repitió—. Esos dos bandidos, al parecer, robaban a tiro fijo, siempre cosas cuyo gran valor conocían. Luego las escondían durante un par de años, hasta que cesaban el escándalo y la búsqueda y entonces las sacaban y las despachaban con toda tranquilidad por intermedio de unos amigos de Bélgica y Holanda.
—«Tigre Dan» solía actuar en otro tiempo en circos holandeses —dijo Nobby—. Muchas veces me lo ha contado. Tenía amigos en toda Europa. Bueno, amigos de los circos, ya me entiende.
—Sí, así le resultaba tan fácil colocar los artículos en el extranjero —contestó el policía—. Por lo visto, habían planeado partir hoy hacia Holanda. Pensaban preparar todo entre él y Lou, mejor dicho, Lewis Allburg, y marcharse a vender la mayoría de sus tesoros. Los atrapasteis en el momento preciso.
—Fue una verdadera suerte —intervino Julián—. Casi, casi, consiguen llevárselo todo. Si a Dick no se le hubiese ocurrido escapar mientras Pongo los atacaba, todavía estaríamos presos ahí abajo, mientras esos dos ya irían camino de Holanda.
—¡Ha sido un trabajo fino de verdad, chavales! —exclamó el inspector con gesto de aprobación, contemplando con glotonería el tarro de la miel—. Es una miel riquísima, ¿verdad? Tengo que comprarle un poco a la señora Mackie.
—Tome más —ofreció Ana, recordando su papel de anfitriona—. Ande, aún queda otro pan entero.
—Bueno, entonces tomaré otro poquito —concedió el inspector, cogiendo otra rebanada de pan y untándola con la dorada miel. Apenas quedaba ya en el tarro un dedo de miel, que se reservaba para que Pongo lo lamiera.
Ana pensaba en lo agradable que resultaba ver a una persona mayor que disfrutaba comiendo pan y miel tanto como los chiquillos.
—Ese Lou había hecho algunos trabajitos francamente notables —dijo el inspector—. Una vez pasó del tercer piso de una casa a la manzana de enfrente por encima de la calle y nadie puede explicarse cómo lo hizo.
—Eso para Lou era de lo más fácil —interrumpió Nobby, perdiendo de pronto el miedo que sentía por el voluminoso inspector—. Tiraría una cuerda, enlazando algo con ella, una tubería o algo así, la sujetaría bien y pasaría por encima. ¡Es maravilloso en la cuerda! ¡No hay nada que él no sepa hacer en la cuerda floja!
—¡Claro…, claro! —dijo el inspector—. Nunca se me habría ocurrido… No, gracias, ya no tomo más miel. El chimpancé me devoraría si no le dejase siquiera un poco.
Pongo cogió el tarro y, sentándose tras uno de los remolques, relamió con su larga lengua todo lo restante. Cuando Tim se le acercó corriendo para ver lo que había cogido, el animal levantó el recipiente en alto y pretendió charlar con él: «¡Charro, chacharro, chacharro…!», parecía que decía.
El perro pareció francamente sorprendido y se volvió corriendo al lado de su ama, quien estaba escuchando con gran interés lo que contaba el inspector acerca de las cuevas.
—Son muy antiguas —les decía—. Había una entrada un poco más abajo, pero se produjo un corrimiento de tierras y quedó cerrada. Nadie se molestó en abrirlas de nuevo, pues las cuevas no tienen nada de particular.
—¡Huy, claro que lo tienen! —exclamó Ana—. Sobre todo la de los muros brillantes…
—…Pues bien, supongo que un día Lou y Dan encontraron por casualidad otra entrada —prosiguió el policía—, la que vosotros conocéis, ese agujero que penetra en la colina. Me imagino que pensarían que se trataba de un magnífico escondite para ocultar su botín. Completamente seguro, muy seco y muy cerca de su campamento de verano. ¿Qué más se podía desear?
—Y continuarían con sus rapiñas durante años y años al contar con tan buen escondrijo, si no llegamos a colocarles el carro justamente encima del agujero —concluyó Julián—. ¡Sí que ha sido mala pata para ellos!
—¡Y muy buena para nosotros! —añadió el inspector—. Lo cierto es que ya sospechábamos de ellos y por una o dos veces habíamos registrado el circo con el fin de buscar los objetos robados, pero se ve que se enteraban a tiempo y los sacaban de allí para esconderlos aquí.
—¿Ha estado usted en el circo ahora, señor? —preguntó de pronto Nobby.
El inspector asintió.
—Sí, hemos estado allí esta mañana interrogando a todos. ¡Menudo revuelo se armó!
El rostro de Nobby se había ensombrecido.
—¿Qué te pasa, Nobby? —preguntó Ana al advertirlo.
—¡Menudo chaparrón me va a caer encima cuando vuelva al campamento! —contestó el muchacho—. Dirán que es culpa mía que los polis anduvieran por allí rondando. Es que a los del circo no nos gustan mucho los «polizontes», ¿comprende? ¡Ay, la que me van a armar cuando vuelva. ¡Yo no quiero volver!
Aunque ninguno respondió, todos quedaron pensando en la suerte que correría el pobre Nobby ahora que su tío se encontraba en la cárcel. Al fin Ana le preguntó:
—¿Con quién vas a vivir ahora en el circo?
—¡Qué más da! Cualquiera se prestará a llevarme y me hará trabajar —contestó el muchacho—. Si pudiese estar con los caballos, no me importaría, pero Rossy no me dejará, claro. ¡Si pudiese vivir siempre entre ellos me sentiría feliz! Me vuelvo loco por ellos y además estoy seguro de que me entienden.
—¿Qué edad tienes, Nobby? —preguntó el inspector, interviniendo en la conversación—. ¿No deberías estar en la escuela?
—Pues la verdad es que no he ido en mi vida, señor —contestó el muchacho—. Tengo catorce recién cumplidos y ahora ya no es cosa de empezar. ¡Palabra que no pienso hacerlo!
El muchacho hizo una mueca. Se daba cuenta de que en modo alguno representaba catorce años. Por su estatura, nadie le echaría más de doce. Luego se puso serio.
—¡Por éstas, que no bajo yo al campamento! —exclamó—. ¡Bueno me pondrían entre todos! ¡Que si ha estado la poli metiendo el hocico allí, que si…, nada, ni hablar! Y, además, el señor Gorgio estará furioso por haber perdido a su mejor acróbata y a su mejor payaso.
—Puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que quieras —dijo Julián—. Todavía pasaremos por aquí algunos días.
Sin embargo, se equivocaba. Apenas se había marchado el inspector con su acompañante, cuando apareció la señora Mackie a toda prisa, con un pequeño sobre azul en la mano.
—El chico del telégrafo ha venido hace unos momentos-dijo—y os estaba buscando. Ha dejado este telegrama para vosotros. Espero que no traiga malas noticias.
Julián rasgó el sobre y leyó su contenido en voz alta: Asombrados al recibir vuestra carta sobre extraordinarios acontecimientos que describís. Parecen peligrosos. Volved inmediatamente. Papá.
—¡Oh. qué pena! —exclamó Ana—. ¡Ahora que todo ha pasado tenemos que marchamos!
—Mejor será que baje a la ciudad a telefonear a papá para que vea que seguimos bien —dijo Julián.
—Puedes llamar desde mi casa —propuso la señora Mackie.
Aceptó la amable invitación y los dos se pusieron en marcha. De pronto a Julián se le ocurrió una brillante idea.
—Oiga, ¿su marido no necesita por casualidad a alguien para que le ayude con los caballos? —preguntó a la mujer—. ¿No querría admitir a un chico que los quiere, los entiende y trabaja duro y bien?
—Pues… yo diría que sí —contestó la anciana—. Ahora está un poco escaso de mano de obra. Precisamente el otro día estaba diciendo que le vendría muy bien un muchacho despabilado y trabajador.
—¿Cree usted que le importaría intentarlo con nuestro amigo Nobby, el del circo? —dijo Julián—. Le vuelven loco los caballos y puede conseguir de ellos cualquier cosa. Y además está acostumbrado a trabajar de firme. Estoy seguro de que les sería de gran utilidad.
Antes de marcharse de la granja y tras haber telefoneado a sus preocupados padres, Julián sostuvo una larga conversación con el señor Mackie, el granjero. Luego regresó corriendo al campamento con las buenas noticias.
—¡Nobby! —gritó cuando se acercaba—. ¡Nobby! ¿Te gustaría trabajar con el granjero y ayudarle a manejar los caballos? Dice que, si aceptas, podrías empezar mañana mismo y vivir en la granja.
—¡Rayos! —contestó el muchacho, asombrado e incrédulo—. ¿En la granja, con los caballos? ¡Córcholis! ¡Pues no me haría feliz ni nada! Pero seguro que al granjero no le gusta mi pinta.
—Sí, sí, dice que podéis probar —dijo Julián—. Tenemos que salir para casa mañana temprano. Hasta entonces te puedes quedar con nosotros. No necesitas aparecer por el campamento para nada.
—Bueno, pero, ¿y Gruñón? —dijo Nobby—. Tendré que llevármelo conmigo. Es mi perro. Supongo que el pobre Ladridos ya se habrá muerto. ¿Tú crees que al granjero le molestará que tenga un perro?
—No, no lo creo —contestó Julián—. Bien, no te queda más remedio que bajar al campamento a recoger tus cosas y a Gruñón. Mejor será que lo hagas ahora y luego ya te quedas el resto del día con nosotros.
Nobby partió con el rostro resplandeciente de alegría, repitiéndose para sí una y otra vez: «¡En la vida se me habría ocurrido imaginarlo! Dan y Lou ya no están y no me podrán pegar más, y ya no tengo que vivir más en el campamento, y voy a tener a mi cuidado todos los caballos de la granja… ¡En mi vida se me habría ocurrido…!»
Los chiquillos se vieron obligados a despedirse de Pongo, ya que éste tenía que volver al circo, porque pertenecía al señor Gorgio y el muchacho no podía quedarse con él. Además, aunque se lo hubiesen dejado, estaba seguro de que el señor Mackie no le permitiría vivir con él en la granja.
Pongo, con toda seriedad, les dio la mano uno por uno, Tim incluido. Parecía darse cuenta de que era la despedida. Los niños se entristecieron al ver partir a tan simpático animal. Había compartido con ellos su aventura, comportándose casi como pudiera haberlo hecho un ser humano.
Cuando ya llevaba recorrido un trozo de camino, echó a correr de nuevo hacia arriba y se acercó a Ana. Poniéndole los brazos en los hombros, le dio un cariñoso abrazo, como si quisiera decir: «Todos sois simpáticos, pero tú, Anita, eres la mejor de todos.»
—Pongo, tesoro, eres un verdadero sol —le dijo la niña, regalándole un tomate. El animal salió corriendo, dando saltos de alegría.
Los chiquillos arreglaron todo, lavaron los platos del desayuno y limpiaron las carretas, disponiéndolas para la marcha del día siguiente. A la hora de comer, todavía no había regresado Nobby. ¿Por qué tardaría tanto en volver?
De repente, lo oyeron silbar por el camino. Llevaba un paquete a la espalda y a sus pies correteaban dos perrillos. ¡Dos!
—¡Eh, pero si uno es Ladridos! —gritó Jorge, entusiasmada—. Eso es que ya se ha curado. ¡Qué maravilla!
Nobby subía haciendo muecas de alegría. Todos le rodearon interesándose por lo sucedido al animal.
—¡Está estupendo!, ¿verdad? —contestó Nobby, descargando el paquete con todas sus posesiones—. Lucila lo curó. Casi se muere, pero ella lo hizo revivir y al día siguiente ya se encontraba tan fresco. Un poco débil de las patas a lo primero, pero ya está bueno del todo.
En efecto, el animal parecía curado por completo. Él y su compañero olfatearon a Tim, agitando la cola. Éste, aunque se mantenía digno y tieso, la movió también, por lo que los perrillos se dieron cuenta de que les recordaba con amistad.
—Tuve mucha suerte —explicó Nobby—. Sólo fue necesario hablar con Lucila y Larry. El señor Gorgio no estaba en el campamento, pues había tenido que ir a la comisaría a contestar algunas preguntas y muchos de los otros también. Así que le dije a Larry que le diera recado al señor Gorgio de que me iba. Luego cogí mis cosas y salí pitando.
—Bueno, ahora sí que podemos disfrutar de este último día —dijo Julián—. Todos nos sentimos felices.
En efecto, aprovecharon el día hasta el último segundo. Bajaron a bañarse al lago, luego tomaron una suculenta merienda en la granja, por invitación especial de la señora Mackie, y después cenaron al aire libre sobre el banco de piedra, viendo juguetear a su alrededor a los tres perros.
Nobby se sentía triste al pensar en que había de separarse de sus amigos, pero, al mismo tiempo, no podía evitar su alegría y su orgullo al haber conseguido un empleo en la granja con sus queridos caballos.
A la mañana siguiente, el muchacho, sus dos perros, el granjero y su esposa estuvieron diciendo adiós durante largo rato a los remolques.
—¡Adiós! —gritaba Nobby—. ¡Buena suerte! ¡Hasta otra!
—¡Adiós! —le contestaban los otros—. ¡Dale muchos abrazos a Pongo, cuando lo veas!
—¡Guau, guau! —ladraba Tim. Pero sólo Ladridos y Gruñón comprendieron el significado—: «Dadle la pata a Pongo en mi nombre cuando lo encontréis.»
—¡Adiós, aventureros…! ¡Hasta vuestra próxima aventura!