Capítulo 22

No, Tim no estaba herido. La bala había cruzado por detrás de su cabeza, yendo a estrellarse contra la pared de la caverna. El perro se abalanzó a las piernas de Lou, que se derrumbó entre crujidos y gritos, mientras el revólver se le escapaba de entre las manos. Julián lo oyó golpear el suelo rocoso de la cueva y emitió un suspiro de alivio.

—¡Enciende la linterna, Jorge, rápido! —le gritó—. Tenemos que ver lo que hacemos. ¡Cielos, ahí viene Pongo!

«Tigre Dan» lanzó un alarido de pánico cuando, a la luz de la linterna, comprobó que el chimpancé se le echaba encima. Con todas sus fuerzas, asestó a Pongo un tremendo puñetazo en la cara que le hizo detenerse y, dándose la vuelta, echó a correr desalado. Entre tanto, Lou intentaba evitar que Tim le alcanzase la garganta, dando frenéticas patadas al excitado animal.

Dan corrió hacia el túnel, frenando en seco, atónito ante un inesperado espectáculo: cuatro voluminosos policías salían del túnel encabezados por Dick. Uno de ellos llevaba una pistola. En el acto. Dan levantó los brazos en alto.

—¡Tim, suéltalo! —ordenó Jorge, al comprender que ya no era necesaria la eficaz colaboración del entusiasmado animal. Éste le dirigió una mirada cargada de reproches, que parecían decir: «Pero, ama, ahora que me estaba divirtiendo tanto… Déjame que me lo coma…»

En aquel momento, el animal se dio cuenta de que habían entrado cuatro hombres más y empezó a gruñir furiosamente. ¡Cómo! ¿Más enemigos? ¡Pues bien, se las entendería con todos!

—¿Qué pasa? —preguntó el primer hombre, el inspector, sin duda alguna—. Levántese, usted, el del suelo. ¡Vamos, levántese!

Lou obedeció con dificultad. Tim le había hincado los dientes en algunos sitios y le había dejado la ropa hecha jirones. Los cabellos le caían sobre los ojos. Se quedó mirando a los policías con la boca abierta, con la expresión de la más profunda sorpresa. ¿Cómo habría llegado la poli hasta allí? Entonces descubrió a Dick.

—De manera que uno de vosotros se había escapado y nos había encerrado aquí abajo, ¿no? —dijo, gritando—. Ya me lo podía haber imaginado. Espera a que…

—Contenga su lengua, Lewis Allburg —le amonestó el inspector—. Hable cuando se le dé permiso. Ya que tiene tantas ganas de hablar, supongo que no tendrá inconveniente en explicamos todo lo que hemos oído acerca de usted.

—¡Dick! ¿Cómo volviste tan pronto? —gritó Julián abrazando a su hermano—. Yo creí que tardarías horas en volver. No has tenido tiempo de llegar a la ciudad y regresar, ¿verdad?

—No, salí como una bala y me fui a casa de los Mackie. Desde allí llamé a la policía por teléfono. Así, llegaron mucho más rápido en los coches —explicó Dick haciendo una mueca—. ¿Todos estáis bien? ¿Dónde están Ana y Nobby?

—Allí. Mira, ahora salen del túnel —dijo Julián, enfocándolos con la linterna.

Dick vio el rostro pálido y asustado de la pequeña y se acercó a ella.

—Pero si no pasa nada, Ana. Ya ha terminado todo. ¡Hale! Sonríe, ya no hay peligro.

Ana correspondió con una desdibujada sonrisa. Pongo le cogió la mano, emitiendo cariñosos gruñidos, lo que le hizo sentirse algo más animada. Jorge llamó a Tim, temerosa de que pretendiese dejarle a Lou un último recuerdo. Lou se volvió y la miró. Luego a Dick y a Julián y, por último, a Ana.

—¡Pues si sólo había una chica! ¿Para qué me dijiste que eran dos chicos y dos chicas? —preguntó a Nobby.

—Porque lo son —contestó Nobby señalando a Jorge—. Es una chica, aunque parezca chico. Y vale para todo igual que un chico.

Jorge se sintió orgullosa y contempló desafiante a Lou, que se hallaba en manos de un recio policía, mientras que «Tigre Dan» era conducido hacia fuera por dos más.

—Creo que más vale que abandonemos este lugar tan sombrío —comentó el inspector, guardándose el cuadernillo en el que había estado garrapateando a toda velocidad—. ¡Mar… chen!

Julián marchaba delante, mostrando el camino a través del túnel. Cuando llegaron a la estantería en que los hombres habían apilado el producto de sus robos, el inspector se encargó de recoger lo poco que quedaba, siguiendo luego el camino, mientras «Tigre Dan» murmuraba y gruñía entre dientes.

—¿Van a llevarlos a la cárcel? —musitó Ana a Dick.

—Puedes darlo por seguro —contestó éste—. Hace mucho tiempo que debían encontrarse allí. Sus «trabajos» han tenido a la policía en jaque durante cuatro años.

Salieron del túnel para entrar en la caverna de los muros fosforescentes, bajaron por el agujero y entraron en la pequeña cueva donde empezaba el pasadizo que conducía a la salida. Las estrellas brillaban por encima del negro boquete y los chiquillos se sintieron aliviados al verlas. Ya estaban cansados de andar bajo tierra.

Para Lou y Dan, el viaje no había resultado muy cómodo, dado que sus guardianes sabían muy bien lo que era agarrar fuerte.

Una vez en el exterior, al aire libre, fueron esposados y conducidos al gran coche negro de la policía, que los esperaba un poco más abajo, en la carretera.

—Y vosotros, niños, ¿qué vais a hacer? —preguntó el voluminoso inspector, que se había sentado al volante del coche—. ¿No sería mejor que os vinieseis a la ciudad con nosotros después de esta agitada aventura?

—¡Oh, no, muchas gracias! —respondió Julián con su habitual cortesía—. Estamos muy acostumbrados a las aventuras. Ya hemos tenido muchas. Además, con Tim y Pongo, estaremos bien seguros.

—Bueno, yo, la verdad, no podría decir que me sintiese seguro en compañía de un chimpancé —comentó el inspector—. Vendremos mañana por la mañana a echar una ojeada y haceros unas cuantas preguntas, que estoy seguro no os importará contestar. Bueno, muchas gracias por ayudarnos a pescar a estos dos peligrosos ladrones.

—¿Y la vagoneta de las mercancías? —preguntó Dick—. ¿Van a dejarla aquí? Tiene un montón de tesoros…

—No, uno de los hombres la llevará a la ciudad —contestó el inspector, señalando con la cabeza a un policía que, en posición de firmes, esperaba sus órdenes—. Él nos seguirá. Sabe guiar bien a los caballos. Bueno, cuidaos mucho. Hasta mañana.

El coche arrancó con brusquedad. El inspector lo controló en seguida y el vehículo se deslizó silenciosamente por el tortuoso y pendiente camino.

El policía que llevaba la vagoneta lo seguía con lentitud, arreando al caballo, que no parecía sorprendido en absoluto de haber cambiado de conductor.

—Bueno, ya ha acabado todo —suspiró Julián, aliviado—. Y, por suerte, hemos salido bien librados de ésta. ¡Caramba, Dick! ¡Qué alegría me diste al aparecer con los polis tan rápido! Fue una idea luminosa ir a telefonear a la granja.

Dick empezó a bostezar.

—Debe ser horriblemente tarde —dijo—. Más de medianoche. Pero tengo tantísima hambre que necesito comer algo antes de meterme en la cama.

—¿Qué tienes por ahí, Ana? —preguntó Julián.

Ana se animó en el acto.

—Voy a ver —dijo—. Seguro que encuentro algo.

En pocos minutos preparó todo lo necesario. Abrió dos latas de sardinas, para hacer bocadillos, y dos de melocotones, de manera que, casi amaneciendo, se pusieron a cenar, sentados en el suelo de la carreta de Jorge.

Pongo cenó tan bien como cualquiera y Tim mordiscó un hueso con excelente apetito.

No tardaron en dormirse. Se hallaban tan cansados que, cuando hubieron acabado de comer, se acostaron sin desnudarse siquiera. Se subieron a las literas, tal como estaban, e inmediatamente se quedaron como troncos, Nobby abrazado a Pongo, y Tim, siguiendo su costumbre, a los pies de Jorge. La paz se extendió sobre los remolques y aquella noche no hubo nadie que fuese a molestarlos.

Durmieron hasta bien entrada la mañana. Se despertaron sobresaltados ante un sonoro golpeteo a la puerta de la carreta de los chicos. Julián se levantó de un salto y se acercó a la puerta, preguntando:

—¿Quién es?

—Somos nosotros —le respondió una voz familiar, al tiempo que se abría la puerta. Mackie, el granjero, acompañado por su mujer, penetró en la vivienda, ambos presa de visible inquietud.

—Estábamos muy preocupados por si os había pasado algo —dijo el anciano—. Como ayer saliste corriendo después de telefonear —añadió, dirigiéndose a Dick —y no volviste a aparecer…

—Debía haber regresado para explicarles lo que había ocurrido —respondió Dick, sentándose, aún con los revueltos cabellos sobre los ojos. Se los echó hacia atrás—. Lo siento, pero me olvidé. La policía vino a la cueva conmigo y cogieron a los dos hombres y todo su botín. Eran dos bandidos muy famosos. Resultó una noche muy emocionante. Muchísimas gracias por permitirme usar su teléfono.

—Ya sabéis que siempre sois bien recibidos —respondió la buena mujer—. Os he traído comida.

Llevaba dos cestos atestados de provisiones. En cuanto los hubo visto, Dick se sintió de repente despabilado y hambriento.

—¡Oh, gracias! Es usted una persona excelente.

Nobby y Pongo surgieron entonces de entre los cojines y la señora Mackie apenas logró ahogar un chillido.

—¡Jesús María! ¿Qué es eso? ¿Un mico?

—No, un chimpancé, señora —replicó Nobby con gran finura—. No se preocupe, no es peligroso. ¡Eh! ¡Saca la mano del cesto, Pongo!

El animal, que había esperado una ocasión propicia para su pequeña trapisonda, se cubrió la cara con su peluda manaza, contemplando entre los dedos a la señora Mackie.

—Mira —dijo ella entre risas—, parece un chiquillo cogido en falta, ¿verdad, Ted?

—Sí —contestó su esposo—. Es como un niño travieso…

—Bueno, tengo que marcharme —explicó la mujer, sonriendo a las niñas, que acababan de presentarse en la vivienda de los chicos, para enterarse de quiénes eran los visitantes—. Pasad por la granja siempre que necesitéis alguna cosa. Ya sabéis que nos encantará veros.

—¿Verdad que son unos soletes? —comentó Ana mientras los granjeros se alejaban por el sendero—. ¡Madre mía, cómo vamos a desayunarnos de bien! Tocino, tomates, rábanos recién cogidos, escarola…, y…, ¿quién quiere miel reciente?

—¡Fantástico! —exclamó Julián—. Vamos a comer en seguida. Ya nos lavaremos luego.

Sin embargo, Ana, muy en su papel de ama de casa, los obligó a asearse primero.

—Nos sabrá mejor cuando estemos limpios —les explicó—. Estamos más sucios que los cerdos. Bueno, tenéis cinco minutos… y, además, ¡el desayuno más exquisito!

—¡A la orden, jefa! —contestó Nobby con un guiño, marchando con los otros para lavarse en el arroyo.

Luego volvieron y se sentaron en su soleado banquillo, para deleitarse con los sabrosos productos de la granja de los Mackie.