Capítulo 21

—Escuchad —dijo Dick en tono premioso—. Puede que sea Pongo que viene solo, lo cual significa que no ha bajado al campamento, sino que se ha quedado por aquí y, finalmente, se ha metido por el agujero siguiendo a «Tigre Dan». Si es así, no vamos a contar con muchas oportunidades, porque Lou lleva un revólver y le pegará un tiro. Entonces nadie vendrá a rescatarnos. Así que me voy a escurrir por el túnel mientras hay ocasión y me esconderé en la cueva grande.

—¿Y de qué nos valdrá eso? —preguntó Julián.

—¡No seas tonto! Porque así a lo mejor me puedo deslizar hasta el pasadizo que da a la entrada y salir antes de que los otros se den cuenta —contestó el chico, poniéndose en pie—. De este modo podré buscar ayuda, ¿entendido? Mejor será que vosotros os alejéis y os escondáis por algún lado. Busca un buen sitio, Julián, por si esos dos os persiguen cuando adviertan que uno de nosotros ha desaparecido. ¡Vamos, de prisa!

Sin una palabra más, el muchacho empezó a descender por el túnel, cruzó ante el estante, en el que ahora quedaban muy pocas cosas, y salió a la enorme cueva.

Reinaba allí un tremendo alboroto, pues, al parecer, Pongo había echado mano a los dos hombres al tiempo.

Las linternas habían caído al suelo, apagándose, y Lou no se atrevía a disparar por miedo a herir a Dan. Sin embargo, Dick apenas alcanzaba a ver nada de esta escena. Tan sólo oía los gruñidos y los gritos. Dio un amplio rodeo en torno al montón de objetos apilados en el suelo y se dirigió a tientas, tan rápido como pudo, hacia donde suponía que se encontraba el hoyo que comunicaba con el corredor. Tenía que andar con mucho cuidado, so pena de caer en él. Por último, lo encontró y saltó a la cueva de abajo. Entonces, pensando que ya no corría peligro de que descubrieran la luz, encendió la linterna para poder ver el camino. En unos minutos estuvo fuera del túnel. Corría ya por la explanada, cuando se detuvo ante una súbita idea. Si se marchaba, encontraría sin duda ayuda, pero los dos bandidos ya se habrían escapado. Lo tenían todo preparado para hacer una retirada en regla.

Suponiendo que pusiera las tablas sobre el agujero, apretándolas con todas sus fuerzas, y colocase encima unas cuantas piedras…, ¿cómo resultaría? Desde luego, él solo no lograría trasladar la carreta a su sitio sobre las tablas. Era demasiado pesada para él. No obstante, unas cuantas piedras producirían posiblemente el mismo efecto y los hombres se imaginarían que tenían el carromato otra vez encima, obstruyendo la entrada.

Presa de una gran excitación, Dick encajó las tablas en su lugar. Luego, jadeando y dando resoplidos, ayudado por la luz de la linterna, buscó piedras. Había muchas de buen tamaño por allí cerca. No fue capaz de levantarlas, pero se las arregló para hacerlas rodar hasta dejarlas caer encima de las tablas. ¡Plong!… ¡Plong!… ¡Plong!… Una a una, transportó todas las que pudo. Ahora nadie sería capaz de mover las planchas de madera desde abajo.

«Lo malo es que he encerrado a los demás con esos dos tipos —pensó el muchacho—. Espero que Julián encuentre un buen escondrijo, aunque sea por poco tiempo. ¡Demonios! ¡Qué calor tengo! Ahora a bajar por la colina todo lo de prisa que pueda. Confiemos en que no me pierda en la oscuridad.»

Entre tanto, en la cueva, los dos hombres habían conseguido al fin liberarse del enfurecido chimpancé. Los dos se hallaban magullados y heridos, pero Pongo no se sentía tan fuerte ni tan salvaje como de costumbre, a causa de la pérdida de sangre que había sufrido. Cuando entre los dos consiguieron quitárselo de encima, el animal marchó derecho en dirección al túnel, olfateando el rastro de los chiquillos. Si Lou hubiese localizado en aquel momento su revólver, el animal hubiese recibido sin duda un tiro. Sin embargo, en la oscuridad no pudo encontrarlo y tuvo que buscar primero la linterna, que, aunque aparecía bastante estropeada, se encendió tras golpearla un par de veces contra el suelo. La enfocó sobre Dan.

—Debíamos haber buscado primero a ese maldito mono, cuando vimos que se había escapado —refunfuñó éste—. Se ve que ha mordido la cuerda hasta romperla. Teníamos que haber pensado que andaría por aquí cerca. Por poco me liquida. Saltó sobre mí, en la oscuridad… Menos mal que se tiró encima del saco, no sé si me…

—Bueno, vamos a recoger lo que queda y a marcharnos-dijo Lou, que estaba bastante maltrecho—. Sólo queda una carga. Volveremos al túnel, les pegaremos un susto a los críos y un tiro a Pongo, si es que podemos, y nos largamos pitando. Luego les podemos tirar unos cacharros de comida al túnel y cerrarlo bien.

—Chico, yo no me arriesgo a encontrarme con ese bicho otra vez —dijo Dan—. Dejemos el resto. Vamos, lo mejor es salir cuanto antes.

Lou tampoco sentía un especial interés por tropezarse con Pongo, de manera que, con la linterna encendida y el revólver preparado, siguió a Dan hacia el agujero que conducía a la primera cueva. Descendieron y recorrieron todo el pasadizo, ansiosos por abandonar aquel maldito lugar y marcharse, al abrigo de la oscuridad, con su vagón bien repleto.

Cuando descubrieron que el agujero estaba cerrado, se llevaron una amarga sorpresa. Lou dirigió su linterna hacia arriba y contempló, atónito, la superficie inferior de las tablas. ¡Alguien las había colocado de nuevo en su sitio! ¡Esta vez eran ellos los prisioneros!

«Tigre Dan» enloqueció de rabia. Uno de sus frecuentes ataques de ira lo dominó y empezó a golpear las tablas como un poseso, mas los pesados pedruscos las mantuvieron y el furioso individuo, jadeando, se dejó caer al fin junto a su compinche.

—¡No puedo levantar las tablas! ¡Alguien nos ha puesto la carreta encima del agujero! ¡Estamos encerrados!

—Pero, ¿quién nos pudo haber hecho prisioneros? ¿Quién ha puesto las tablas en su sitio? —gritaba Lou fuera de sí—. ¿Podrán haberse escurrido los chiquillos mientras luchábamos con el mono?

—Vamos a ver si los críos siguen allí —dijo Dan torvamente—. Te juro que nos van a pagar esta jugarreta. Vamos.

Los dos hombres volvieron de nuevo hasta el túnel. Los chiquillos ya no se encontraban allí. Julián, teniendo en cuenta el aviso de Dick, se había puesto en marcha, tratando de buscar un buen escondite. Repentinamente se le había ocurrido la idea de que quizá Dick pensase en cerrar la entrada de la cueva. Si era así, Lou y Dan regresarían furiosos hasta el borde de la locura. Así, pues, remontaron el túnel, saliendo a la cueva del manantial. Parecía imposible encontrar allí el menor escondrijo.

—No sé dónde nos vamos a meter —dijo Julián, desesperado—. No nos conviene seguir el arroyo otra vez. Sólo conseguiremos empaparnos y, además, desde allí no podremos escapar como esos dos nos vengan detrás.

—Estoy oyendo algo —dijo de pronto Jorge—. ¡Apaga la luz, Julián, corre!

La linterna fue apagada y los niños aguardaron en la oscuridad. Tim no gruñía. Por el contrario, Jorge se dio cuenta de que estaba moviendo el rabo.

—Es algún amigo —musitó—. Por allí viene. Debe de ser Pongo. Enciende.

La luz brotó iluminando al chimpancé que se dirigía hacia ellos, atravesando la caverna. Nobby dio un grito de alegría.

—Ya tenemos a Pongo —dijo—. Pongo, ¿estuviste en el campamento? ¿Nos trajiste ayuda?

—No, no ha estado en el campamento —respondió Julián, al ver que la nota seguía atada al cuello del animal—. Todavía lleva nuestra carta, ¡Vaya un chasco!

—Es muy listo, pero no tanto como para entender un mensaje tan difícil —comentó Jorge—. ¡Ay, Pongo, si hubieras sabido que estábamos pendientes de ti…! Bueno, no hay qué preocuparse. A lo mejor, Dick logra escaparse y nos trae ayuda. Julián, ¿dónde nos vamos a esconder?

—¿Y por qué no corriente arriba? —exclamó Ana de repente—. Ya intentamos ir hacia abajo, pero no hemos probado la dirección contraria. ¿Creéis que sería un buen refugio?

—Vamos a ver —repuso Julián, escéptico. No le entusiasmaba la idea de remontar corrientes de agua que tenían la mala costumbre de volverse más profundas cuando nadie lo esperaba—. Voy a iluminar el túnel, a ver qué aspecto tiene.

Se dirigió a la corriente y enfocó el túnel por el que el agua descendía.

—Creo que podremos caminar sobre ese bordillo —exclamó—, aunque tendremos que marchar casi en cuclillas y el agua baja tan rápida que hay que tener mucho cuidado para no resbalar y caernos dentro.

—Yo iré el primero —dijo Nobby—, y tú el último, Julián. Las niñas pueden ir en medio, con Tim y Pongo.

El muchacho se adentró sobre el estrecho bordillo en el rocoso túnel. Todos le siguieron: las niñas, los animales y Julián. Por desgracia, en el momento en que éste estaba a punto de ocultarse, los dos hombres penetraron en la caverna y, por pura casualidad, la luz de su linterna cayó de pleno sobre el muchacho, que no pudo evitar que se le escapase un grito.

—¡Allí hay uno! ¡Mira, allí! ¡Vamos!

Los hombres corrieron hacia el túnel en donde brotaba el manantial y Lou lo alumbró con su linterna. Descubrió la hilera de chiquillos, con Julián al final. Estirando el brazo, lo agarró y lo sacó del túnel a tirones.

Cuando Ana vio que habían cogido a Julián, empezó a chillar, mientras Nobby, espantado, temblaba de pies a cabeza. Tim gruñía con ferocidad y el chimpancé emitía unos extraños sonidos.

—Mirad para acá —oyeron decir a Lou—. Tengo una pistola en la mano y les pegaré un tiro al mono y al perro si se atreven a sacar las narices fuera del túnel. ¡Ya podéis sujetarlos bien si queréis salvarles la vida!

Pasó a Julián a manos de «Tigre Dan», quien lo asió con firmeza por el cuello. Lou enfocó de nuevo la linterna para contar a los niños.

—¡Hombre, pero si aquí está Nobby! Ven aquí, majo, ven aquí.

—Si salgo, Pongo saldrá también —contestó el muchacho—. Y ya sabes que a lo mejor te agarra antes de que tú puedas echarle mano.

Lou meditó unos momentos. El enorme animal le producía verdadero pesar.

—Bueno, pues quédate ahí con él, y que la niña se quede también, con el perro. El otro chico que salga.

Lou había imaginado que Jorge era un muchacho, lo que a ésta no molestaba en absoluto. Por el contrario, le agradaba que los demás supusieran que no era una niña. Con toda prontitud le contestó:

—No puedo salir, porque el perro se vendría detrás y no quiero que le pegue usted un tiro.

—¡Sal de ahí, te digo! —repitió Lou amenazador—. Voy a enseñaros lo que les pasa a los mocosos que se dedican a espiar y a meter los hocicos en lo que no les importa. Nobby ya lo sabe, ¿no es verdad, Nobby? Y ya se aprendió la lección, pero vosotros la vais a aprender ahora mismo.

Dan le llamó:

—Oye, tenía que haber otra chica. Nobby dijo que eran dos chicos y dos chicas. ¿Dónde está la otra cría?

—Supongo que estará en el túnel, más arriba —repuso Lou, esforzándose por verla—. Vamos, vamos, ¡sal de ahí de una vez, chico!

Ana empezó a llorar.

—No vayas, Jorge, no vayas, por favor… Te van a pegar… Diles que eres una…

—¡Cállate! —la atajó Jorge con fiereza, añadiendo en un susurro—: Si digo que soy una mujer, se darán cuenta de que falta Dick y se pondrán mucho más furiosos. ¡Sujeta bien a Tim!

La pequeña se aferró al collar con sus temblorosas manos. Jorge ya se dirigía hacia la caverna. Julián, sin embargo, no estaba dispuesto a consentir que le pegaran. A ella podía agradarle creerse un muchacho, pero él no iba a dejar que la trataran como a tal. Empezó a rebullirse contra Dan.

Lou echó mano a Jorge cuando ésta salía del túnel. En el mismo momento, Julián lanzó una rápida y violenta patada en dirección a la linterna, obligándole a soltarla. El pequeño aparato subió casi hasta al techo de la caverna y, luego, con un estallido, se estrelló en el suelo, apagándose. De pronto, reinó en la cueva la más completa oscuridad.

—¡Al túnel, Jorge, vete con Ana! —gritaba Julián—. ¡Tim, Tim! ¡Aquí, pronto!¡Pongo, ven aquí!

—¡No, no, que le pegarán un tiro! —gritó Jorge aterrada, al sentir que el perro cruzaba a su lado como una exhalación y se lanzaba hacia la cueva.

Aún estaba hablando, cuando resonó un disparo. Era Lou, tirando a ciegas hacia donde suponía que se encontraba Tim. Jorge soltó un chillido.

—¡Tim, Tim! Dime que no estás herido. No estás herido, ¿verdad? ¡Tim!