Era una triste y desilusionada tropa la que iniciaba el regreso a la cueva. Lenta y penosamente se volvieron por el túnel. No era fácil marchar contra la corriente. Julián tiritaba, ya que se había calado hasta los huesos al intentar nadar.
Al fin llegaron a la cueva de donde brotaba la corriente.
—Vamos a correr un rato para entrar en calor —propuso Julián—. Estoy helado. Dick, por favor, déjame uno de tus jerseys, tengo que quitarme esa ropa mojada.
Los chiquillos corrieron por la cueva, persiguiéndose unos a otros, tratando de reaccionar, hasta que, cuando lo hubieron conseguido, se dejaron caer en un arenoso recodo, jadeando. Allí permanecieron un rato, mientras recuperaban el aliento.
Entonces oyeron algo. Tim fue el primero en notarlo y empezó a gruñir.
—¡Rayos! ¿Qué le pasa a Tim? —preguntó Nobby, alarmado. Se mostraba más asustadizo que los demás chiquillos, indudablemente a causa de la tensión que había soportado durante los últimos días.
Aguardaron en silencio, mientras Jorge sujetaba al perro por el collar. Éste gruñó de nuevo, si bien con suavidad. De pronto percibieron claramente un sonoro jadeo, que procedía del otro lado de la cueva, al parecer del mismo lugar por donde corría el arroyo.
—Alguien está subiendo por el manantial —susurró Dick, atónito—. ¿Habrán entrado por donde nosotros no pudimos salir?
—Pero, ¿quién puede ser? —preguntó Julián—. No puede tratarse de Lou ni de Dan. No creo que tomasen por ese camino, pudiendo entrar por el otro lado. ¡Ah! Quienquiera que sea está llegando a la cueva. Voy a cerrar la linterna.
Al apagar Julián la luz, la oscuridad más absoluta reinó en la caverna. Todos agudizaron el oído, mientras el pobre Nobby tiritaba de espanto. Lo más sorprendente era que el perro había cesado de gruñir e incluso movía la cola.
Se oyó una especie de estornudo al otro lado de la caverna y unas silenciosas pisadas que se dirigían hacia ellos. Ana estuvo a punto de dejar escapar un grito de terror. ¿Quién sería?
Con súbita decisión, Julián encendió la linterna. A su luz descubrieron una figura peluda y rechoncha, que se detuvo deslumbrada ante el repentino resplandor. ¡Era Pongo!
—¡Pongo! —gritaron todos, levantándose a la vez. Tim corrió hacia el sorprendido chimpancé, oliscándole con alegría. Éste se abrazó a Ana y a Nobby.
—Pongo, te has soltado, has mordido la cuerda, ¿verdad?—exclamó Julián—. ¡Qué listo has sido! ¡Mira que encontrar el camino por el hueco del manantial! ¿Cómo sabías que nos encontrarías aquí? ¡Eres un fenómeno! —En aquel momento se fijó en la profunda herida que presentaba el animal en la cabeza—. ¡Mirad! Le han herido. Supongo que esos salvajes le han pegado una pedrada, ¡pobrecito!
—Vamos a lavarle la herida —propuso Ana—. Usaré mi pañuelo.
Pero Pongo no permitió ni siquiera a su amo que le tocase la brecha. No los amenazaba ni los atacaba. Simplemente, les cogía las manos, manteniéndoselas retiradas. Así, pues, nadie pudo lavársela, ni vendársela.
—No importa —dijo Nobby—. Las heridas de los bichos se curan en seguida, aunque no se las cuide. Ya veis que no quiere dejar que se la toquemos. Lou o Dan le debieron pegar una pedrada y le dejarían inconsciente. Luego cerraron el agujero y nos hicieron prisioneros. ¡Los muy bestias!
—¡Oíd! —exclamó Dick—Tengo una idea. No sé si resultará, pero creo que es buena.
—¿Qué? —preguntaron todos con ansiedad.
—¿Qué os parece si le atamos a Pongo una nota al cuello y lo mandamos fuera otra vez para que la lleve al campamento? —explicó Dick—. No creo que se acerque siquiera Lou ni a Dan, porque les tiene miedo. Se la entregará a cualquiera de los otros, que son buena gente. Lo ideal sería que encontrase a Larry. Me parece una excelente persona.
—¿Pero tú crees que Pongo entenderá lo que esperamos de él? —objetó Julián, escéptico.
—Podríamos probar, por lo menos —dijo Nobby—. Yo a veces, en broma, le mando ir a algún sitio, a llevarle a Larry la maza del elefante, por ejemplo, o a que me guarde la chaqueta en el carricoche…
—Bueno, desde luego, vale la pena intentarlo. Yo tengo lápiz y un cuadernillo. Siempre los llevo en el bolsillo. Escribiré una nota, luego la envolveremos en una hoja y se la ataremos a Pongo al cuello con un cordel.
El muchacho redactó un mensaje que decía:
A quienquiera que llegue esta nota: Por favor, suba a la colina, hasta la explanada en que están dos remolques. Debajo del rojo hay un túnel oculto. Estamos encerrados bajo él. ¡Por favor, rescátenos pronto! Julián, Dick, Jorge, Ana y Nobby.
Se lo leyó a los otros y lo sujetó al cuello del chimpancé.
Pongo se sorprendió un poco, pero, por suerte, no intentó arrancárselo.
—Ahora dale tú las órdenes —dijo Dick a Nobby, que empezó a hablar despacio y con gran seriedad al atento animal.
—¿Dónde está Larry? Vete con Larry, Pongo. ¡Busca a Larry! ¡Vete! ¡Vete!
El animal le hizo un guiño y emitió un extraño ruidito, como si dijese: «Por favor, Nobby, no me eches, no me quiero ir.»
Nobby le repitió todo el recado.
—¿Comprendes, Pongo? Yo creo que sí. Vete entonces. ¡Vete! ¡Vete!
El inteligente chimpancé se dio al fin la vuelta, alejándose. Chapoteando, desapareció en la corriente. Los chiquillos alumbraron el camino durante todo el tiempo que les fue posible.
—Es listísimo —exclamó Ana—. El pobrecillo no quería marcharse ni a tiros. Espero que encuentre a Larry y que éste vea la nota. Así mandará a alguien para que nos rescate.
—Esperemos que el papel no se deshaga en el agua —murmuró Julián, pensativo—. ¡Caramba, qué frío tengo! Vamos a correr otro poco y luego tomaremos un pedazo de chocolate.
Corrieron un rato, jugando a «Tú-la-llevas», hasta que volvieron a entrar en calor. Entonces decidieron sentarse a tomar el chocolate y entretenerse con adivinanzas para matar el tiempo. Tim se sentó junto a Julián, lo que regocijó al muchacho.
—Es como tener al lado una manta eléctrica —comentaba—Más cerquita, Tim… Eso es. Vas a conseguir que entre en calor en seguida.
Al cabo de un rato comenzaron a sentirse aburridos, sentados allí casi en tinieblas, puesto que no se atrevían a mantener encendida más que una linterna, pese a lo cual a la de Julián ya se le estaba terminando la pila. Cuando hubieron jugado a todo lo imaginable, empezaron a bostezar.
—¿Qué hora es? —preguntó Ana—. Debe de estar anocheciendo. Tengo muchísimo sueño.
—Son casi las nueve —contestó Julián—. Espero que Pongo ya habrá llegado al campamento y encontrado a alguien. Si es así, creo que pronto tendremos ayuda.
—Bueno, pues entonces, mejor será que nos vayamos al corredor que comunica la salida —propuso Dick, levantándose—. Es muy posible que Larry, o quien sea el que venga, no vea los peldaños de la cueva pequeña y no nos encuentre.
Esto les pareció a todos muy verosímil y se pusieron en camino, descendiendo por el túnel que conducía al escondite del tesoro y desembocaba en la enorme caverna.
Muy cerca del agujero por el que se penetraba en la cueva inferior había un agradable rinconcillo arenoso. Decidieron quedarse allí mismo, ya que disfrutarían de mayor comodidad que en el pasillo o en la rocosa e inhóspita caverna. Se sentaron muy juntos para abrigarse, y se dieron cuenta de que volvían a sentir hambre.
Ana y Nobby acabaron por dormirse y Jorge también empezaba a dormitar. Tim y los muchachos, por el contrario, se mantenían despiertos y hablaban en voz baja. Como es natural, el perro no hablaba. Sin embargo, movía la cola en señal de asentimiento a cualquier cosa que Julián o Dick dijesen. Éste era su modo peculiar de participar en las conversaciones.
Tras lo que les pareció una inacabable espera, Tim lanzó un gruñido, y los dos chicos se enderezaron. Fuese lo que fuese lo que los agudos oídos del animal habían percibido, aún no se dejaba oír lo suficiente como para que los chiquillos lo asustasen. Por unos instantes siguieron sin oír nada, aunque Tim continuaba gruñendo.
Julián sacudió a los otros hasta despertarlos.
—Creo que ha llegado ayuda —dijo en voz baja—. No obstante, me parece preferible que no revelemos nuestra presencia, por si son Lou o Dan que vuelven. De manera que levantaos y espabilad.
Al momento se hallaban todos completamente despiertos. ¿Sería Larry, que venía en su ayuda, o aquellos espantosos bandidos? Pronto lo supieron. Súbitamente, una cabeza asomó por el agujero y la luz de una linterna cayó sobre ellos. Tim gruñó furioso y luchó por liberarse y saltar sobre el intruso, pero Jorge lo asió con fuerza, pensando que se trataría de Larry.
No lo era. ¡Era Lou, el acróbata! Los chiquillos se dieron cuenta tan pronto como oyeron su voz. Julián lo iluminó a su vez con su linterna.
—Supongo que ya os habréis divertido bastante —dijo con su aspereza habitual—. ¡Eh, tú! Sujeta bien a ese bicho o le pego un tiro, ¿comprendido? Esta vez no estoy dispuesto a aguantar ni tanto así. Mira, he traído un arma.
Jorge comprobó aterrada que Lou estaba apuntando a Tim. Dio un grito y le protegió con su propio cuerpo.
—No se atreva a tocar a mi perro o le… le…
No se le ocurría nada lo bastante terrible para vengarse del hombre que se hubiese atrevido a disparar sobre Tim. Lágrimas de rabia y de miedo le impidieron seguir hablando. El perro, que no tenía la menor idea de lo que era una pistola, no podía entender por qué razón no le dejaban atacar a su enemigo, estando además en una postura tan propicia, con la cabeza sobresaliendo del agujero. Él sabría deshacerse de aquel energúmeno en unos minutos.
—Y ahora, mocosos, en pie, Entrad en aquel túnel. No os atreváis a volveros. Tenemos mucho que hacer esta noche y no queremos más complicaciones con chiquillos, ¿de acuerdo?
Los niños lo entendían perfectamente. Echaron a andar hacia la entrada del túnel y, uno tras otro, la escalaron. Primero Jorge con Tim, al que no se atrevía a soltar ni por un momento. A corta distancia detrás de ellos venía Lou, con su revólver, y Dan, con un par de enormes sacos.
Los chiquillos se vieron obligados a pasar por delante del estante en que se guardaba el botín. Luego Lou se sentó en el túnel, con la linterna dirigida de pleno contra el grupo, para poder seguir los movimientos de cada chiquillo. Continuaba apuntando al perro.
—Bueno, ahora continuemos —le dijo a «Tigre Dan»—. Ya sabes lo que hay que hacer. Date prisa.
Dan comenzó a meter las cosas a toda velocidad en uno de los sacos que había traído. Cuando lo hubo llenado, se alejó con él. A los diez minutos aproximadamente volvió y llenó el otro saco. Estaba bien claro que esta vez los hombres habían resuelto llevárselo todo.
—Ya os imaginaríais que habíais hecho un buen descubrimiento, ¿verdad? —preguntó Lou con burla a los chiquillos—. Sí, claro que sí, fuisteis muy listos… Pues ahora ya sabéis lo que les pasa a las listezas como vosotros. Estáis presos y os quedaréis aquí unos cuantos días.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó alarmado Julián—. No pensarán dejarnos morir aquí, ¿verdad?
—No, os hemos tomado demasiado cariño —contestó Lou con una mueca—. Ya os echaremos comida por el túnel y, a lo mejor, si tenéis suerte, dentro de unos días os rescata alguien.
Julián deseó con toda su alma que Pongo acudiese con ayuda antes de que Lou y Dan acabasen su tejemaneje y se marchasen, dejándolos encerrados. Contemplaba el animado trabajo de «Tigre Dan» empaquetándolo todo, acarreándolo, volviendo y atiborrando con febril actividad otro saco. Lou continuaba sentado con la linterna y el revólver, disfrutando a ojos vistas ante las caras de susto de Nobby y las niñas. Julián y Dick conservaban una apariencia determinada y valerosa que estaban muy lejos de sentir.
«Tigre Dan» se alejó con otro saco cargado. Apenas habían pasado dos minutos de su marcha, cuando su voz se dejó oír a lo largo del túnel:
—Lou, ¡socorro, socorro! ¡Algo me está atacando! ¡Socorro!
Lou se levantó y bajó a toda prisa por el túnel.
—Es Pongo, seguro que es Pongo —exclamó Julián, excitado.