Capítulo 19

Julián no contestó. Se sentía irritado consigo mismo por no haber previsto que algo semejante podría suceder.

Aunque Lou y Dan habían sido vistos subiendo al autobús con maletas, era muy fácil que no pensasen pasar el día fuera, sino que las maletas contuviesen algo que deseaban vender, cosas robadas, con toda posibilidad.

—¡Claro! Regresaron pronto y seguramente subieron a hacer otra intentona de llevarse a Pongo y a Nobby —exclamó Julián en voz alta—. Qué estúpido he sido al dejar al azar una cosa tan seria como ésta. Bueno, voy a ver si consigo separar las maderas. Con un poco de suerte, creo que lo conseguiré.

El muchacho empleó todas sus fuerzas en el empeño e incluso logró separarlas un tanto, pero, como era de temer, el remolque se hallaba colocado sobre el agujero y aunque hubiese podido descorrer algunas de las planchas, les habría sido imposible salir a través de él.

—Quizá Pongo pueda ayudarnos —exclamó de súbito—. ¡Pongo! ¡Pongo! ¡Pongo! Ven a ayudarnos —gritó a pleno pulmón.

Inmóviles, esperaron a oír el parloteo de Pongo por allí cerca o escuchar algún roce en las planchas de madera.

Sin embargo, no se vio ni se oyó señal alguna del chimpancé.

Todos le llamaron a una. Inútil. Pongo no acudía. ¿Qué le había sucedido? Nobby sentíase profundamente preocupado.

—Quisiera saber qué le ha pasado —repetía una y otra vez—. Tengo la impresión de que al pobrecito Pongo le ha ocurrido algo horrible. ¿Dónde estará el pobre?

Pongo no se encontraba muy lejos. Yacía sobre un costado, con la cabeza ensangrentada. Estaba inconsciente y no podía oír las llamadas de los niños.

Lo que Julián se había temido era en verdad lo que le había pasado al pobre animal.

Lou y Dan habían vuelto a subir a la colina, trayendo dinero para intentar convencer a Nobby de que regresase con Pongo al campamento. Cuando estaban próximos a la explanada, se detuvieron y llamaron en voz alta:

—Nobby, Nobby, venimos a hacer las paces contigo, no a hacerte daño. Te hemos traído dinero. Anda, sé sensato y vuelve al campamento. El señor Gorgio pregunta por ti.

Al no obtener respuesta alguna, los hombres se habían acercado algo más. Descubrieron entonces a Pongo y se detuvieron. El chimpancé no pudo abalanzarse sobre ellos, puesto que estaba atado. Permaneció sentado, gruñendo furioso en su dirección.

—¿Dónde se habrán ido esos críos? —preguntó Lou. De pronto se fijó en que el remolque aparecía más atrás que de costumbre y adivinó lo que pasaba—. ¡Han encontrado la cueva! ¡Esos malditos entrometidos! Mira, han movido la carreta de encima del agujero. Y ahora, ¿qué hacemos?

—Lo primero, esto —contestó «Tigre Dan», con frialdad manifiesta.

Cogió una enorme piedra y la arrojó con toda su fuerza al indefenso Pongo. Éste trató de apartarse, pero no alcanzó a lograrlo a causa de la cuerda que le mantenía sujeto. La piedra le hirió de lleno en la cabeza. El animal emitió un chillido y se derrumbó, quedando inmóvil.

—¡Hombre!, mira por dónde, le has matado.

—Pues mucho mejor—respondió «Tigre Dan»—. Ahora vamos a ver si el agujero está abierto. ¡Tendríamos que haberles retorcido el pescuezo a esos mocosos!

Penetraron en la plataforma y en el acto comprobaron que el escondrijo había sido descubierto y destapado y que los chiquillos debían haber bajado por él.

—Están ahí abajo, seguro —dijo «Tigre Dan» temblando de ira—. Vamos a entendérnoslas con ellos. ¿Qué te parece si sacamos nuestras cosas y nos largamos? De todos modos ya pensábamos «ahuecar el ala» mañana. Igual podemos hacerlo hoy.

—Sí, de día, para que cualquiera nos vea —le replicó Lou con voz despectiva—. Te habrás quedado calvo de pensarlo, ¿eh?

—Bueno, ¿es que tú tienes una idea mejor? —preguntó a su vez Dan.

—¿Y por qué no seguir nuestro plan? —contestó Dan—. Bajaremos cuando oscurezca a recogerlo todo. Podemos subir nuestra vagoneta, como habíamos pensado anoche. No tenemos por qué preocuparnos de los críos. Están enterrados y podemos dejarlos presos hasta que tengamos todo listo para salir pitando.

—Bravo! —aplaudió Dan. Súbitamente hizo una mueca que puso al descubierto su fea dentadura—. Eso es. Cerramos el agujero y ponemos la carreta encima. Esta noche venimos, bajamos a recogerlo todo y cerramos otra vez el agujero dejando a los chiquillos dentro. Cuando estemos a salvo, le mandaremos una tarjeta a Gorgio para que ponga en libertad a esos dichosos críos.

—¿Y para qué vamos a molestarnos? —preguntó Lou con su cruel acento—. ¡Que se mueran de asco ahí abajo esos malditos entrometidos! Les estará bien empleado.

—No, quita, quita —dijo Dan—. Tendríamos a la poli detrás pisándonos los talones. Ya les echaremos algo de comida por el agujero para que se mantengan hasta que vengan a buscarlos. No, Lou, no nos conviene que se mueran. ¡Menudo «bochinche» se armaría si hiciésemos una cosa así!

Cuidadosamente, los dos hombres depositaron en su sitio las tablas y replantaron los matorrales. Luego colocaron el remolque encima de todo.

Poco después se decidieron a examinar a Pongo. El animal seguía inconsciente y los hombres contemplaron impasibles la horrible herida que tenía en la cabeza.

—No está muerto —dijo Lou dándole una patada—. Se pondrá bien. Mejor será que lo dejemos aquí. A lo mejor se recupera mientras lo llevamos y nos ataca. Atado como está, no nos puede estorbar para nada esta noche.

Se alejaron, descendiendo por el camino. No habían transcurrido ni diez minutos de su marcha cuando los chiquillos se acercaron al agujero y lo encontraron tapado. Si no se hubiesen entretenido en explorar el trozo final del túnel, habrían tenido tiempo de salir y azuzar a Tim contra los dos bandidos. Ahora ya era demasiado tarde. El hoyo estaba bien cerrado. Nadie podría salir. Nadie encontraría a Pongo ni curaría su herida. Se habían convertido en auténticos prisioneros.

Los pobres niños no podían evitar sentirse preocupados. Ana empezó a llorar, aunque trataba de que los demás no la vieran. Nobby, comprendiendo que se hallaba asustada, le echó su brazo por los hombros.

—No llores, Anita —le dijo—. No nos va a pasar nada.

—Bueno —decidió Julián, por último—. No ganamos nada con quedarnos aquí parados. Vayamos a cualquier sitio más cómodo y nos sentaremos para comer y charlar Yo tengo hambre.

Descendieron una vez más por la galería y pasaron por el agujero hasta llegar a la inmensa caverna. Encontraron un rinconcillo arenoso y se acomodaron en él. Julián entregó a Ana la cesta y ésta empezó a desempaquetar la comida.

—Mejor será que dejemos encendida sólo una linterna-dijo Julián—. No sabemos cuánto tiempo tendremos que permanecer aquí y no nos gustaría quedarnos a oscuras.

En el acto todos apagaron sus linternas. La idea de vagar perdidos en la oscuridad por debajo de la tierra no tenía nada de agradable. Ana preparó rebanadas de pan y mantequilla y los niños pusieron encima lonchas del delicioso jamón de la señora Mackie. Todos se sintieron mejor después de haber comido.

—Estaba estupendo —comentó Dick—. No, Ana, el chocolate guárdalo. A lo mejor lo necesitamos más tarde. ¡Caramba! ¡Qué sed tengo!

—Y yo —añadió Nobby—. Tengo la lengua fuera, como Tim. ¡Si pudiéramos echar un trago! Oye, ¿no había un manantial más allá del túnel? Podemos ir allí a beber, estará muy fresquita.

—Bueno… No creo que nos haga daño —contestó Julián—. Mamá nos encargó mucho que no bebiésemos agua sin hervirla primero, pero ella no contaba con que nos sucediese esto. Cruzaremos el túnel y beberemos el agua del manantial.

Avanzaron por el largo y sinuoso pasadizo, cruzando ante el «almacén» de las cosas robadas. Pronto arribaron a la cueva a través de la cual corría el rápido arroyuelo. Hundieron las manos en él y bebieron con ansiedad. El agua sabía muy bien y aparecía clara y fría.

Tim también bebió. Se sentía algo extrañado ante la aventura, pero, puesto que estaba con su ama, se sentía feliz. Si a Jorge, de repente, se le había metido en la cabeza vivir dentro de tierra como una lombriz, pues… ¡bien estaba, mientras él pudiera seguir a su lado!

—Estoy pensando si esta corriente no irá a parar al agujero de la colina y saldrá por allí —dijo Julián, de pronto—. Si es así, podríamos seguirla y a lo mejor lográbamos salir de aquí.

—Nos vamos a empapar —contestó Jorge—. Bien, eso sería lo de menos. Vamos a intentar seguir la corriente.

Se acercaron al punto por donde el arroyuelo desaparecía dentro de un túnel muy semejante al otro por el que habían subido. Julián lo iluminó con su linterna.

—Creo que conseguiremos vadearlo —dijo—. Es muy rápido, pero no demasiado profundo. ¡Escuchad! Yo me adelantaré para ver adónde va a parar y volveré a decíroslo.

—¡No! —replicó de inmediato Jorge—. Será mejor que no nos separemos. Podrías perderte de nosotros. ¡Sería horrible!

—Bueno, bueno —contestó Julián—. Sólo quería evitar que nos pusiésemos todos hechos una sopa. En fin, vamos a intentarlo.

Uno a uno se metieron en la corriente. El agua les golpeaba las piernas, pues corría a gran velocidad, aunque no les cubriera más arriba de las rodillas. Seguían avanzando, a la luz de las linternas, preguntándose, adónde les conduciría el túnel. Tim medio andaba, medio nadaba. No era muy aficionado a las excursiones acuáticas. Le parecían una tontería. Se puso en cabeza de la comitiva y, adelantándose un poco más, saltó sobre un reborde que corría paralelo al agua.

—Buena idea, Tim —exclamó Julián encaramándose tras él.

Tenía que caminar bastante encorvado, dado que, de no hacerlo así, su cabeza chocaría contra la bóveda del túnel, pero, cuando menos, no se vería forzado a llevar las piernas metidas en el agua helada. Los demás le imitaron y continuaron sobre el reborde que corría escalonado junto al agua. Sin embargo, a veces desaparecía y tenían que meterse de nuevo en la corriente, que de pronto se había hecho más profunda.

—¡Caramba! ¡Casi me llega a la cintura! —se lamentó Ana—. Esperemos que la profundidad no continúe aumentando. Ya me he subido las faldas todo lo posible, pero, me parece que dentro de muy poco estaré empapada por completo.

Por fortuna, el agua no subió más de nivel, aunque sí pareció acelerar su rápida marcha.

—Creo que estamos descendiendo un poco —comentó Julián—. Quizá nos acerquemos al lugar de salida.

Así era. A corta distancia, justamente enfrente, Julián descubrió una tenue claridad, aunque sin saber de dónde provenía. No tardó en adivinarlo. Era la luz del día filtrándose a través del agua que vertía aquel agujero en la ladera de la colina.

—¡Estamos llegando! —gritó Julián—. ¡Vamos! Mucho más animados, los chiquillos prosiguieron su caminar por el agua. Pronto volverían a encontrarse al sol, irían a buscar a Pongo y correrían colina abajo. Cogerían el primer autobús y marcharían derechos a la comisaría más cercana… Sin embargo, nada de esto iba a suceder. Con una tremenda desilusión, comprobaron que el agua se hacía en exceso profunda para poder continuar a pie. Nobby se detuvo alarmado.

—No me atrevo a seguir —dijo—. Casi no hago pie y el agua corre a demasiada velocidad.

—Yo tampoco —exclamó Ana, también asustada.

—A lo mejor puedo yo seguir a nado —dijo Julián, intentándolo.

Pero en seguida hubo de desistir, porque la corriente era tan fuerte que él no lograría dominarla y tenía miedo de ser arrojado contra las paredes rocosas, golpeándose la cabeza.

—No puedo —afirmó con tristeza—. No nos ha servido de nada. Resulta demasiado peligroso seguir. Todo este trabajo para nada. ¡Y pensar que tenemos la libertad sólo a unos pasos!…

—Tenemos que resignarnos —dijo Jorge—. Me temo que Tim se va a ahogar si no volvemos pronto. ¡Qué horror, hemos de recorrer el mismo camino, sólo que ahora a contrapelo!